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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Compromiso del intelectual

Con este título, el pasado sábado día 31 de marzo, el prestigioso programa televisivo La clave, que con tanto acierto y dignidad dirige José Luis Balbín, suscitó un tema de una enorme y palpitante actualidad, sobre todo en estos primeros balbuceos de nuestros andares democráticos. Como siempre acontece, la cosa nos supo a poco, y muchos de los telespectadores hubiéramos preferido que la discusión tocara temas más candentes y concretos. En todo caso, al menos hay un programa televisivo que presupone que el cerebro humano no es meramente una caja de caudales, donde el director-inversor guarda su capital para que le rinda, sino una potencial de autodeterminación libre en orden a una realización libre de sí mismo.Creo que fue Fernando Savater el que apuntó certeramente que la figura del «intelectual» emerge en nuestro mundo moderno como sustituto de la figura del sacerdote que en un tiempo se plantaba ante el poder con espíritu crítico e independiente. Quizá por ello, en francés la palabra «clerc» («clérigo») tenga este significado amplio de «intelectual comprometido». Hace más de cincuenta años, el judío incircunciso francés, Julien Benda, escribía un libro que provocó una enorme polvareda: La trahison des clercs (La traición de los clérigos). Por «clérigos» entendía Benda a «los hombres cuya función es defender los valores eternos y desinteresados, como la justicia y la razón», y su traición consistiría «en abandonar esta tarea en provecho de intereses particulares». Posteriormente, escribió otro libro La fin de l'eternel (El fin de lo eterno), donde respondía a las muchas críticas que había recibido con motivo de su primera obra. Aquí perfila más la figura del intelectual (del «clérigo») comprometido: «escritor, sabio o filósofo, que se entrega a la búsqueda de la verdad, pero no se compromete nunca en un partido, en una acción política; que nunca acepta decir una mentira, una sola mentira, en provecho de una causa». Y concluye: «Cualesquiera que sean las circunstancias históricas, les importa a las sociedades que ciertos hombres opten por pensar así».

En el espacio televisivo se insistió mucho en el interés que los «poderes» tienen o en hacer abortar a los «intelectuales» o, al menos, en comprarlos para integrarlos a sus horizontes preestablecidos. Hubo una vacilación y perplejidad en dar recetas para que esta difícil especie del «¿homo sapiens?» pueda mantener su independencia y no sea engullida o por el cansancio y la soledad o por la fuerza prepotente de los que ocupan los puestos clave de la sociedad. Sin embargo, algo se apuntó a este respecto, y quisiera extenderme un poco más en ello.

La acumulación del prestigio

Efectivamente, el pobre intelectual se ve a veces inerme ante las enormes virtualidades del poder de turno. Sobre todo, cuando hoy los medios de comunicación, simbolizados principalmente en la televisión, están fuertemente controlados por el poder, sin posibilidad de apenas algunos resquicios de libre expresión.

Sin embargo, no hay motivos suficientes para perder la esperanza. Un intelectual puede hacer mucho «daño» al poder más poderoso del mundo. Yo me acuerdo de la lucha desigual entre David y Goliat: David comprendió que no podría luchar contra el gigante usando sus mismas armas; sería derrotado inevitablemente. Por eso, prefirió acudir a sus modestos recursos, que sabía manejar de manera sorpresiva. Esto es lo que debe hacer el intelectual. No puede jugar con instrumentos de poder frente al poder. Ha de escoger otros medios. Estos podríamos denominarlos bajo el título genérico de «autoridad» («Auctoritas» viene del latín, «augere», «aumentar»). El intelectual tiene que ser paciente y acumular prestigio.

La acumulación de prestigio es su arma infalible contra el poder. A eso también se aludió en el espacio televisivo citado, y creo que fue Carlos París el que acertadamente subrayó que lo más revolucionario no era hacer una poesía «revolucionaria», sino una poesía «buena». Yo he dicho siempre que para hacer una revolución hace falta una buena dosis de «paciencia revolucionaria», aunque parezcan términos antitéticos. Cuando un intelectual (que no necesariamente tiene que pertenecer al ámbito humanista, sino que puede ser un científico, un técnico o un matemático) ha llegado a esa meta de prestigio y pertenece a la «Internacional de la Intelighentzia», tiene muchas probabilidades de que su denuncia tenga éxito, aunque sea a costa de tirones de su propio pellejo: es el precio que hay que pagar por la libertad propia y por la liberación ajena.

Quizá en La clave del 31 de marzo faltó un intelectual «prestigioso» que aprovechara sorpresivamente el hecho de ser un programa directo para denunciar el secuestro que padece nuestra Televisión Española, aunque para ello -¡claro está!- hubiera tenido que renunciar a la gratificación que la casa concede a los que toman parte en tan interesante programa.

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