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La más absoluta miseria

El célebre aforismo de Marx -de Groucho Marx, se entiende- sirve para describir el triste, sórdido y cobarde comienzo de la primera legislatura de la España constitucional: hemos pasado de una discreta pobreza a la más absoluta miseria. La decisión d e eliminar ,el debate parlamentario, antes de la investidura, susituyéndolo por el trámite de una explicación de voto posterior, y los argumentos, entre leguleyos y sacristaniles, con que el señor Lavilla ha tratado de justificar una medida que ha nacido húmeda de miedo, son dos nuevas señales de que los cocineros de UCD han aprendido casi todas sus recetas en el viejo fogón, sólo a medias apagado, del anterior régimen.No habían faltado, desde el 1 de marzo, las golondrinas que anunciaban el tórrido y sofocante verano que se nos anuncia para los próximos cuatro años. El señor Martín Villa, que se jacta de su ignorancia jurídica, pero que no pierde ocasión de opinar sobre la Constitución y que humilla a los ingenieros atribuyendo a esta profesión lo que no es sino incapacidad personal para respetar el derecho, ya nos había sobresaltado, en la madrugada electoral, con algunos disparatados y pintorescos comentarios. Sus disquisiciones sobre la obligación de los diputados de Herri Batasuna de no ser independentistas pusieron de relieve su caldo de cabeza, que le lleva a confundir el texto constitucional con el Código Penal, y a los miembros del Parlamento con los alumnos de un colegio o los acampados en un hogar del Frente de Juventudes. La militarización del Metro de Barcelona nos retrotrajo, poco después, a los tiempos de don Camilo Alonso Vega; y la muerte de un niño en Parla, a la época en que la prensa oficial explicaba el fallecimiento de un manifestante por un tiro al aire disparado por un guardia nervioso o acorralado.

El irresistible ascenso de los miembros de la ACNDP por las escaleras del poder marcha en paralelo con el grotesco simulacro de huelga de comienzos de semana, azuzado por las órdenes religiosas para conseguir que los sufridos contribuyentes, agnósticos o creyentes, paguen los gastos de los colegios de la Iglesia y les permitan a éstos retirar, limpios de polvo y paja, los beneficios de una enseñanza no gratuita. La Televisión sigue, con este Arias-Salgado, más o menos en la misma línea de servilismo hacia el poder que en la época del otro Arias-Salgado; los escotes son ahora más generosos, las películas están a veces autorizadas para mayores de dieciocho años y hay espacios para la oposición en época de elecciones, pero los teléfonos siguen siendo los vehículos de las órdenes dictadas ahora desde la Moncloa, como antes lo eran desde El Pardo.

El anuncio de que el señor Monzón acudiría a la sesión de constitución del Congreso para presidir la Mesa de edad hizo que se destaparan los frascos de sales y aumentaran las visitas a los excusados, mientras los expertos de UCD desempolvaban palimpsestos y se devanaban la cabeza para encontrar el truco que impidiera al diputado de Herri Batasuna hollar el asiento que ocuparan antaño don Esteban Bilbao y don Antonio de Iturmendi. La preparación de la remodelación del Gobierno reproduce, con listas y quinielas, el pesado y sofocante clima de las crisis franquistas ; y hasta se rumorea que vuelven a los ruedos López Bravo y De la Mata Gorostizaga. El señor Alvarez, candidato a la alcaldía de Madrid, después de escenificar en el Congreso de su partido un mal remake de Gritos y susurros, repone en la cartelera, con su querella contra el PSOE por presuntas injurias en la campaña electoral, otro famoso filme de Bergman: El manantial de la doncella. Se diría que Vizcaíno Casas sólo se equivocó en las fechas.

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El bochornoso espectáculo del candidato a la investidura, refugiado en el burladero mientras el público le abronca para que se lance al Puedo y suenan «los clannes del miedo», termina de rematar este largo, interminable y vergonzoso mes en el que la democracia ha retrocedido más de lo que había avanzado en año y medio. El señor Suárez, claro está, es el principal responsable de esta espantada en su alternativa, que demuestra que el novillero apto para despachar la etapa de transición está verde para lidiar el cuatreño de una vida parlamentaria democrática. Pero no son menores las responsabilidades de los demás socios de la empresa, de los democristianos que hicieron sus castos pinitos de oposición cuando Franco estaba expirando o de los jóvenes ambiciosos cuya presunta «intachable trayectoria democrática» se reduce, al ser examinada en frío, a no haber aceptado cargos menores del anterior régimen para aumentar sus posibilidades de ocupar otros más elevados en el posfranquismo. En cuanto a la llamada «izquierda de UCD», su destino es parecido al del hombre invisible de H. G. Wells: escuchamos sus cautas voces en pasillos oscuros y cenas recoletas, pero sólo descubriremos su existencia, corporal cuando el cese haga que su sangre salpique las moquetas de la Moncloa.

Entre tanto, los comunistas descubren, atónitos, que UCD es un partido de derechas y que el señor Suárez les ha engañado, pero no pierden las esperanzas de que los lineales y toscos argumentos de su secretario general logren el milagro de transmutar, de nuevo, al partido del Gobierno en una formación tan, o más, de izquierdas que los socialistas. ¿Y el PSOE? Todavía sin reponerse de la resaca que le produjo la borrachera de sus expectativas de triunfo electoral y de Gobierno de coalición, sigue empleando la considerable fuerza potencial de sus 121 diputados en tareas tan absurdas como apoyar al angelical Alvarez de Miranda contra el diabólico Lavilla, reír la gracia chocarrera del compañero-presidente de la Mesa de edad en el Congreso al confundir el apellido del nuevo presidente de la Cámara con el nombre de un parásito de mala fama, anunciar con gesto misterioso que va a arder Troya si la ciudad asediada no se rinde voluntariamente y pronosticar una tempestad eléctrica si la investidura se celebra antes de las municipales. Nunca tantos hombres han sido utilizados para tan poco. Porque, en el entretanto, el candidato a la investidura, consciente de que sus adversarios trataban de darle batalla en un terreno inadecuado, ha organizado una de esas operaciones relámpago -como los pactos de la Moncloa, como la disolución de las Cortes, como la postergación de las municipales-, que sorprenden a la poderosa minoría socialista estudiando en un mapa viejo una imposible ofensiva o durmiendo confiada en las promesas recibidas.

Mal empieza el señor Suárez su andadura como primer presidente del Gobierno de la España constitucional. Se diría que de su experiencia en el anterior régimen no ha olvidado nada que tenga que ver con la manipulación, la intriga y el gusto por el poder incontrolado. Con el mal añadido de que carece del pundonor necesario para vencer el miedo a un libre debate parlamentario y de las condiciones para afrontar sus riesgos. Confiemos, tan sólo, en que su involución hacia las prácticas del pasado se detenga más acá del punto en que haría peligrar también la supervivencia del régimen constitucional.

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