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El jardín de los vampiros

El que fue Real Jardín Botánico de Madrid anda en obras en estos días. Todo Madrid anduvo siempre, desde su fundación, ya se sabe, a medias iniciado y a medias concluído, más como campo de experimentación que como lugar de asentamiento definitivo. Hay en esta ciudad una tradición totalmente antifuncional y caprichosa, según la cual ningún nuevo edificio que se tenga en algo debe cumplir los fines para los que fue proyectado. Así tenemos una aduana convertida en Ministerio de Hacienda, un Ministerio de Agricultura que poco tuvo que ver con el campo en sus comienzos, una sala de conciertos que fue teatro de la ópera, y un Centro de Restauraciones en plena Ciudad Universitaria que, aún sin inaugurar, ya se disputan a la greña diversos organismos estatales.Como en toda ciudad que se precie, también hubo un tiempo en el que las estatuas danzaban, iban y venían por calles y plazas, hasta que otros problemas más acuciantes, no de estética precisamente, las obligaron a quedarse quietas, no se sabe si definitivamente. Quedaron, pues, tranquilos en sus pedestales los Chisperos y Quevedo, Lope y el mismo Goya frente a la escalinata del Museo del Prado, entre céspedes, jerónimos y autobuses, allí donde los turistas se retratan. Se diría que Goya descansa allí viendo la tropa juvenil o sudorosa, doctoral o bovina que sube o baja en busca de sus cuadros sobre todo. Se diría que, aparte de su cuerpo mortal en la ermita del río, que nadie visita, su espíritu está allí, entre los muros de ladrillo alzados, por cierto, para museo de Ciencias Naturales.

Pero al pintor le queda poco tiempo de asistir a la feria de sus incondicionales. Siempre ha habido como un empeño, no se sabe si hostil y subterráneo, en sacarlo de allí, justificado en cada envite con razones de espacio sobre todo. De igual modo se podrían enviar los cuadros de Velázquez al Salón de Reinos del vecino palacio de Felipe IV; pero no, a Velázquez no se le toca, es a Goya a quien ahora se le prepara cobijo fuera del Museo de España, en lo que fue Jardín Botánico, según reza un cartel cochambroso en lo que fueron invernaderos de la casa.

El lugar que durante siglos, sin apenas darse importancia, dio albergue tras de su sencilla portada neoclásica a más de treinta mil especies de árboles y plantas, aparece hoy invadido por camiones y volquetes, dividido en dos mitades, una a modo de jardín monumental, fría, dura y aséptica, jalonada por alguna copa solitaria, residuo de los restos del naufragio. De jardín olvidado pasó a jardín urbanizado, parcelado a la europea, cosa que se veía venir como se alcanza a ver en esas casas abandonadas adrede por sus dueños para alzar en sus solares, convertidos en almacén o vertedero, altas torres y famosos rascacielos.

La última historia de nuestro Jardín Botánico podría servir de símbolo a otros tantos destinos desconocidos de la Villa. Alzado para estudio y caridad, ambos fines fueron, poco a poco, abandonados. Las especies etiquetadas con nombres latinos para recreo y enseñanza de los no iniciados fueron languideciendo al tiempo que modernos edificios iban naciendo sanos y robustos en la parte del bosque que linda por la Cuesta de Moyano.

La segunda razón de su existencia: socorrer al público con sus hierbas medicinales, sin hacer distinción de títulos o rangos, se fue haciendo a su vez, cada vez, menos generosa, hasta cesar definitivamente. La razón aducida fue el abuso. Muy grave abuso aquel de pedir más jalapa de la necesaria, más mejoraria de la que el cuerpo pide, más ruibarbo del que el vientre solicita. Seguramente el día en que tal limosna se negó para siempre suspiraron aliviadas las rigurosas arcas municipales.

Tras abolir aquella tradición fue preciso acabar cuanto antes con otras dos estirpes poco gratas: los niños y los novios. Ya se sabe que los niños tienen poco respeto a los jardines. Suelen mirar con descaro a las estatuas, romper ramas de boj o de aligustre y remover con piedras la paz de los estanques. De modo que se echó a los niños o, por decirlo de otro modo, se les opuso la barrera acostumbrada de mozos y guardas, multas y expulsiones. Y una vez alejados, se procedió a barrer el amor de esquinas y glorietas. Fue una época ascética aquella por todo Madrid, con retiradas de bancos públicos, a fin de que el amor muriera de cansancio en jardines hostiles y mustias alamedas. Fue un tiempo también de amenazas y denuncias contra, la moral, de enamorados vejados, humillados por un ejército de arcángeles rurales con gorra de pana y chapa dorada, estaca en mano y carcomido corazón repleto de pasión frustrada. Fue un tiempo vergonzante, en suma, aquel en que cerraron definitivamente el parque.

El amor sobrevivió más allá de sus rejas, pero el jardín parecía condenado para siempre. Se diría, corno en los viejos cuentos, que dormía a la espera de un príncipe capaz de arrancar a sus paseos del letargo, a sus estanques de su muerte, a sus tibios rincones de su habitual silencio. Y el príncipe llegó; llegó esa fábrica de sueños que algunos llaman cine, abriendo con su cetro dorado glorietas, invernaderos, cátedras, todo aquello cerrado a cal y canto al resto de los madrileños. En el parque que Carlos III creó para alivio de su cultura y de sus males comenzaron a rodarse películas. Los arcángeles dulcificaron su sonrisa. Su estaca se transformó en toda suerte de facilidades. No se filmaban asuntos culturales, sino filmes de vampim ros. No la vida de Celestino Mutis, sino La furia del hombre lobo. Fascinante espectáculo debió ser contemplar al famoso licántropo aullar tras de doncellas virginales entre Celtis Australis y Pulownias tomentosas, ver afilar al conde Drácula su colmillo inquietante en la estatua del insigne Cabanilles o acechar a la baronesa Bathory adormecida en su lecho de Corpinus Orientalis. Verlos salir, ya tarde, bajo los cielos rojos de Madrid, señorear su noche, preparar sus banquetes a la luz de la luna, prohibir, amedrentar, acallar voces, derribar muros nobles, atormentar conciencias,, inventar nuevos impuestos municipales.

Mas también para ellos la hora fatal sonó, borrándolos la moda, no del mundo de los vivos, sino del mundo de los muertos, condenándolos a un retiro definitivo. Desde entonces andan errantes por la Villa y a ellos se debe, según algunos, que cada día resulten sus noches más hostiles e inseguras. En cierto modo, es justa su venganza. Se les debió habilitar un palacio en el zoo, una mansión en ruinas donde asomarse y amenazar de nuevo a este país ya tan amenazado de por sí, desde don de asustarle con nuevas muertes y desastres. Hemos sido injustos con estos vampiros nuestros, toscos, necios y altivos, pero nuestros al fin. Pero aún es tiempo de remediarlo. En ese nuevo museo de Goya que, al parecer, nacerá inevitablemente en el Jardín Botánico, cerca de los retratos de nuestros ilustrados, deberían colocarse dos o tres buenos aquelarres, Así aquellos que entienden o aquellos que adivinan sabrán comprender la distancia que media entre los españoles con señas de identidad reconocida y aquellos otros a los que Goya, por miedo, por piedad o por desdén, disfrazó de fantasmas, aun conociendo sus obras, sus ritos y sus nombres.

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