Presentación de una historia mágica de España
Ensayo de Fernando Sánchez Dragó
De la Academia a la heterodoxia universitaria, siete importantes nombres de la cultura española dieron el miércoles pasado el espaldarazo al libro de Fernando Sánchez Dragó Gargoris y Habidis, una historia mágica de España. Con el salón de actos del Ateneo de Madrid abarrotado de un público heterogéneo, una mesa que presidía Dámaso Alonso y que moderaba Luis Racionero, fue dando la palabra a Julio Caro Baroja, Aranguren, Agustín García Calvo, Torrente Ballester, Fernando Savater y Arrabal, y, después de sus primeras intervenciones, en una ronda de palabras que cerró el presidente director de la Real Academia de la Lengua, al público variopinto, que se iba calentando en el transcurso del acto, desde la adhesión a la discrepancia furiosa.
En lo que el pintor Urculo calificaría después como «un auténtico pontificial del libro» se dieron las más diversas posturas. Julio Caro Baroja, con el saber hacer que le caracteriza y el humor implacable que usa habitualmente, convocó a los fantasmas que subyacen en la obra de Fernando Sánchez Dragó, especialmente, a don Marcelino. Las bromas de Caro Barola -en las que trascendía una lectura poética y literaria del libro por parte del único historiador de la mesa- fueron aplaudidas y reídas, particularmente aquel momento en que hablaba de la «visión cochambrosa de la historia». En cualquier caso, de este experto en heterodoxias y mundos culturales ocultos quedó clara la importancia de lo mágico en la literatura española, y la irrelevancia de los personajes que lo encarnan y transmiten. «Las brujas -insistía- son mujerucas de pueblo.» ,Dámaso Alonso, con un rigor que también ha sido característica de su hacer, señaló, en principio, el campo del libro sobre el que se movía: el primer tomo, llamado Los orígenes, y la parte del cuarto referida al siglo de oro, a «los dos siglos lúdicos». Aparentemente escandalizado por el catálogo de hechos que Fernando Sánchez Dragó considera como los cruciales en «la frustración de España », Dámaso Alonso, con un humor igualmente de agradecer, y antes de señalar que como maestro de Dragó en la Universidad había sabido de sus avatares vitales, de sus persecuciones policiales y de su brillantez y talento, se refirió a aspectos lingüísticos del libro. Una lista de heterodoxias léxicas y sintácticas aparecían en el discurso de Dámaso Alonso como esas posibilidades de un lenguaje rebelde que transmite una nueva visión de la historia. Y todo ello, articulado en torno a la comparación entre los estilos de Sánchez Dragó y Quevedo.
En general, el encuentro fue un ejemplo de las corrientes de pensamiento que cruzan el mundo intelectual español y de la necesidad de enfrentarlas en sesiones públicas. Fernando Savater dedicó su parlamento, que inauguraba el orden de palabras, a la refutación de la historia. Más tarde -tras haber señalado la imposibilidad del encuentro de los orígenes y la impertinencia de su búsqueda, y después de que un joven filósofo y actor de seguro se hubiera preguntado por las contradicciones y las creencias, los límites del amor y de la libertad -cuántos crímenes se cometen en tu nombre-, haría resaltar con su fuerza de siempre la contradicción entre lo oculto y lo patente, y al final, la dificultad de hacer una historia -es decir, una ciencia de lo patente- precisamente de la magia: es decir, de lo oculto. Por ahí andaba, también, ejemplar, Agustín García Calvo: todas las prácticas, ninguna creencia, decía, seguido más tarde por el filósofo actor anónimo. ¡Ah!, todas las cosas se convierten en religión en cuanto se cree en ellas. La religión no ha muerto, por desgracia. De la droga vemos nacer religión, de las ideologías, del amor. La aparición del verbo creer funda las religiones y rompe el sentido de lo sagrado: antes, la relación con lo sobrenatural no era de creencia, sino de confianza: no se desenmascaraba de ningún modo lo sagrado, que, por tanto, seguía siendo oculto.
Arrabal interrumpe rompeindo una lanza, aparentemente nada irónica, a favor de la religión, concretamente del cristianismo, y en contra de las burocracias -burrocracias, insistía, acentuando una pronunciación intencionadamente francesa- más o menos celestiales, desde el clero al Estado, desde el Partido Comunista a los jesuitas. Cuando alguien del público, crispado por el anticomunismo del autor teatral, le echa en cara los mártires del franquismo, Arrabal recobra la serenidad y la identidad: se reclama de donde no ha dejado de estar, menciona sus propios muertos y sigue insistiendo en que este país burrocratiza hasta lo que no era asimilable hasta aquí y ahora: los grupos de homosexuales revolucionarios.
Torrente Ballester había prologado el libro. También el humor fue su característica, ese humor gallego algo difícil para la gente de la meseta, pero que fue reído en momentos. Insistió en la nostalgia de lo celta, y en ese mundo donde lo mágico funciona de modo cotidiano y que de algún modo ha guiado el libro de Sánchez Dragó. Y Aranguren, tras contestar a algunos de los que le habían antecedido- y también haciendo uso de las bromas- marcó la necesidad de no dar a la magia un sentido ceremonial y restringido, al parecer motivado por las intervenciones sobre lo sagrado y lo religioso de Agustín García Calvo y de Fernando Savater, más que por lo contado en el propio libro.
Babelia
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