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Hombres y mujeres

Rosa Montero

Ahora resulta que se ha descubierto una píldora insólita y demente que, ingerida durante el embarazo, asegura la masculinización del feto: no más hijas, sólo hijos. Magnífico. En Esparta despeñaban a las primogénitas, pero ahora, con el avance químico, no hará falta llegar a soluciones tan cruentas. Es más, los lúcidos inventores del asunto proponen su descubrimiento como método de control de la natalidad: pretenden conseguir un mundo de hombres provisto de un corralito con mujeres, por el aquel de perpetuar la especie de algún modo. Y es que los varones ya no saben qué hacer, los desdichados. Las hembras se les desmandan, la engañosa supremacía masculina se desvanece, media humanidad se rebela y entra en competencia. Y paralizados por el estupor, no se les ocurre otra cosa que disminuir numéricamente al enemigo, contener el acoso femenino con la excusa de la natalidad. Tienen menos porvenir que un caramelo a la puerta de un colegio.Hay que reconocer que los varones están atravesando una mala racha histórica. Asisten con desazón a la pérdida de unos privilegios masculinos que fueron también una esclavitud para ellos, aunque muchos no lo entiendan. Los hombres, hoy, siguen repitiendo los vacíos gestos de antaño. Algunos abren puertas, encienden cigarrillos y musitan piropos con ceremonioso y suicida empaque, ante la ironía de las hembras. Otros creen aún que pueden comprar mujeres, como antes, con el simple peso de una profesión más o menos rentable socialmente, con el poder de su dinero, con la promesa de un anillo matrimonial y un apellido, y así van, extraviados por la vida, abrigando sus pálidos pescuezos de pollo con un costoso pañuelo de seda o estrangulándose la nuez con la corbata, sin entender que las buenas esposas y las amantes discretas ya no están en venta, y que hoy les es imposible adquirir una fidelidad conyugal pasable a cambio de la lavadora, el abrigo de piel y el cine en la noche de los sábados. Luego están los bienintencionados, los inteligentes, los progresistas y abiertos. Estos, pobres míos, ya no se atreven a ligar según las pautas clásicas porque temen incurrir en el machismo: se arrinconan en una esquina de sus vidas y observan a las mujeres con ojos medrosos y golositos, a la espera de que alguna de ellas se decida a meterle mano, y son como Ias adolescentes que antaño se agrupaban en los guateques contra el muro, aguardando a que les sacaran a bailar. Y es que hemos tomado la iniciativa. Las mujeres, hoy, miramos alrededor, escogemos, cambiamos de hombre, somos afectivamente independientes puesto que lo somos también en lo económico. Se acabó el mercado de esposas y las lágrimas sobre la almohada de soltera, que eran lágrimas de inseguridad y desesperanza y no de amor, como se empeñaban en decirnos. Las mujeres, en fin, actuamos como antes lo hacían ellos, y esto les asusta y les hace inestables como pájaros con perdigones en las alas.

No saben qué hacer, pues, los hombres, y tan pronto inventan píldoras risibles como se refugian en un viejo mito macho, en ese Superman muy fuerte y muy hombre, y pretenden que al ver la película muchas de nosotras sintamos la añoranza de ser conducidas de nuevo entre sus brazos. Pero les ha salido un Superman de corcho y algo tonto, demasiado musculoso para el gusto actual y vistiendo sospechosamente de rojo y azul, los colores de Fuerza Nueva. Superman no existe hoy más que en la nostalgia del varón, que se creyó divino sólo porque, según las crónicas, Dios le creó primero, cosa, por cierto, que habría que revisar hoy con detenimiento para ver si es verdad. Pero los hombres insisten en supermanizarse a destiempo, aterrados por el cambio. Y así, muchas noches se escucha un «flap-flap-flap» que viene del espacio, algo así como un batir de alas despeluchadas y cansinas: son los últimos supermanes de esta era, apenas murciélagos ciegos que se golpean contra el muro.

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