Nuestra ciencia: escollos
Acabo de escribir tres largos artículos sobre los problemas de nuestra ciencia y su posible solución. Mucho más habría que decir. Para que mis lectores pongan por sí mismos algo de lo que en mis consideraciones faltó, tal vez no sean inútiles los escollos que hoy, a modo de colofón, sumariamente les ofrezco.
1. Feijoo y Algarotti. Con No excesiva desmesura, sólo con la suficiente para poner pimienta -revulsiva pimienta- en sus palabras de denunciante y reformador, escribe una vez el padre Feijoo: «Acá ni hombres ni mujeres quieren otra geometría que la que ha menester el sastre para tomar bien las medidas.» ¿Habría llegado a su celda ovetense la noticia de que en los salones de París se discutía acerca de los tourbillons de Descartes y los «átomos» de Gassendi? En cualquier caso, lo que el diserto benedictino trataba de vituperar era el escaso interés por la ciencia en el seno de la sociedad española; ese que debía de existir, no contando los salones parisienses, en las tertulias de las ciudades italianas de la época, puesto que para las damas que en ellas tomaban parte compuso Algarotti su Newtonianismo per le signore.
Feijoo y Algarotti. Al fondo, el problema de si el esnobismo intelectual -el mismo que casi dos siglos más tarde abarrotará el aula de Bergson en el College de France y la de Heidegger en la Universidad de Friburgo- es ridícula consecuencia del prestigio social del saber o, en alguna medida, caldo de cultivo para la dedicación a la ciencia. ¿Puede decirse que Spallanzani, Galvani Y Volta no hubiesen hecho lo que hicieron sin el interés social por el saber científico de que el libro de Algarotti es testimonio? Evidentemente, no; mas no parece improbable qué el esnobismo fisicista de las señoras del settecento italiano en alguna medida coadyuvara a que un Spallanzani, un Galvani y un Volta surgiesen en aquella Italia. Vengamos ahora al texto de Feijoo. La actitud social que delata, ¿no fue acaso concausa de las dificultades que un Jorge Juan tuvo para mostrarse -ya en 1748- expresamente heliocentrista, y más aún de la rápida y grave decadencia que en tiempo de Carlos IV y Fernando VII padeció la minoritaria obra ilustrada de Fernando VI y Carlos III?
Supuesto el talento y los medios, lo decisivo en la aventura de hacer ciencia consiste, desde luego, en la resuelta voluntad de hacerla. Cierto: ahí está el caso de Cajal. Pero, en general, algo ayudará la buena disposición del mundo en torno a que esa voluntad surja y se robustezca.
II. Cajal y Juan Belmonte. La España que yo quiero, he escrito en alguna ocasión, debe ser a la vez la España de Cajal y la de Juan Belmonte (y, naturalmente, la de otros). Quiero decir: la España productora de ciencia que deseó Cajal y la que sirvió de base y presupuesto al triunfo social de Juan Belmonte. Con otras palabras, una España en que coexistan sin estorbarse el genio creador de Unamuno y la posibilidad de decir con fundamento real «inventamos nosotros». Ahora bien: esto ¿es psicológica y socialmente posible?
Cenando en Granada con el cantaor José Menese, le pregunté: «En la Andalucía que tú y yo deseamos -una Andalucía con trabajo seguro, justicia social verdadera e instrucción suficiente del pueblo-, ¿será posible tu cante? El sentir de que el cante andaluz nace, ¿perdurará en una sociedad penetrada por la racionalización y la tecnificación que esos logros necesariamente llevan consigo?» El me contestó que sí; que, en su opinión, la pena y el ensueño que el pueblo andaluz canta desde lo hondo no dependen sólo del déficit alimentario y la excesiva desigualdad social.
¿Será algún día real una España en cuya sociedad convivan la adecuada producción de ciencia y la espontánea conservación de sus tradicionales gracias populares? La amistad que con Juan Belmonte tuvieron no pocos de los apóstoles de nuestra europeización y el prestigio que la Argentina y la Argentinita entre ellos alcanzaron, parece responder: «Sea o no sea real algún día, posible sí es esa España.»
III. Universidad y CSIC. Nadie discute hoy si en un país mínimamente desarrollado deben existir hombres de ciencia exclusivamente consagrados a la investigación; exentos, por tanto, de cualquier actividad docente. Nadie puede razonablemente oponerse, en consecuencia, a la existencia de entidades como la Max-Planck-Gesellschaft, en -Alemania, el Conseil de la Recherche, en Francia, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, en España, los institutos federales de Bethesda, en EEUU, etcétera, exclusiva o preponderantemente dedicadas al cultivo de la ciencia; pero acaso no sea inútil un breve recuerdo de cómo ese problema se planteó.
Dos modelos pueden ser distinguidos en la promoción oficial de la investigación científica pura, y los dos, bien que por modo contrapuesto, tienen que ver con la Universidad: el alemán y el español. La Kaiser-Wilhelm-Gesellschaft nació a comienzos del siglo por rebosamiento de los institutos universitarios, cada vez más numerosos en Alemania, desde los que habían fundado Purkinje (Breslau, 1824) y Liebig (Giessen, 1825). Era tanto el saber producido en esos institutos y tan elevado el número de quienes allí investigaban que por fuerza había de surgir la idea de crear un conjunto de centros donde el hombre de ciencia sin especial vocación docente pudiera trabajar a sus anchas. Lo que de ellos ha salido hasta 1933, cualquier persona culta lo sabe o puede sospecharlo. Muy otro, y no sólo en volumen, ha sido el caso de España. Toda una serie de instituciones exclusivamente consagradas a la tarea de hacer ciencia -Instituto Cajal, Centro de Estudios Históricos, Escuela de Estudios Arabes, laboratorios de la Residencia de Estudiantes, Seminario Matemático, Instituto Rockefeller- fueron creadas al margen de la Universidad, durante el primer tercio de nuestra centuria. Deliberadamente, pienso: ¿Por qué? Acaso por dos razones: liberar al trabajo científico del ambiente gárrulo y pintoresco que nuestra Universidad había adquirido en el siglo XIX (léase La casa de la Troya) y servir de fermento a una paulatina reforma perfectiva de la Universidad misma. Cuando la empresa se hallaba en plena marcha, vino la guerra civil; y después de ésta, la pronta incorporación de todos esos centros al recién creado CSIC. Presidió inicialmente la operación de absorberlos un designio muy alejado de la noble ambición científica que les había dado nacimiento, y les gobernó durante años una voluntad claramente secesionista respecto de las facultades universitarias, aunque tantas veces fuesen catedráticos sus titulares. Desde esta realidad deben ser entendidas algunas de las actitudes frente al CSIC que dentro de la Universidad se han expresado. Pero el tiempo pasa, las cosas y las personas cambian y -en la parte que dentro de él yo considero más valiosa- el CSIC de hoy, distinto en espíritu del que durante sus primeros lustros fue, entiende muy de otro modo su posible relación con la Universidad. Entonces, ¿por qué no poner en conexión funcional una y otro? ¿Por qué no ha de haber investigadores puros e investigadores docentes en los institutos del CSIC y docentes investigadores y docentes puros en los departamentos universitarios, sin detrimento de la tarea propia de unos y otros, antes al contrario, con mutuo beneficio y con notoria ventaja para el país? Sería tan fácil.
IV. Alimentación y rendimiento. Como si fuera una máquina térmica, el cuerpo de los trabajadores de la ciencia recibe energía y entrega rendimiento; y como si fuera un organismo vivo, durante su crecimiento es más lo que debe recibir que lo que puede entregar. Puesto que tal es el caso de España, no será ocioso indicar rápidamente la serie de los ingredientes que deben componer la alimentación de nuestro menesteroso «cuerpo científico»: 1. Libros, revistas, informes documentales, instrumentos de trabajo. 2. Hombres nuevos, jóvenes seriamente resueltos a hacer ciencia; lo cual exige docentes capaces de inspirar el espíritu de la investigación (por tanto, tan hábiles para enseñar solventemente lo que se sabe como para presentar sugestivamente lo que se ignora), salidas a centros extranjeros bien acreditados (por consiguiente, una política de becas más racional que la vigente) y puestos de trabajo para el becario que vuelve (esto es, un razonable plan de expansión de los centros propios). 3. Savia nueva. Para atender a nuestro menester científico no bastan los libros y las revistas, y es insuficiente el paso fugaz del conferenciante de ultrapuertos. Para perfeccionar lo que ya tenemos, para suscitar lo que quisiéramos tener y no tenemos aún, ¿por qué no traer maestros que durante una temporada dirijan seminarios, enseñen técnicas y orienten investigaciones concretas, además de dar cursos y conferencias? ¿Por qué no convertir nuestra soleada y turística España en un país de atracción para sabios en año sabático? 4. Verdadero aliento social. 5. Ayuda a la difusión internacional de lo que aquí se hace: junto a nuestras revistas en español, algunas revistas en inglés que sólo contengan lo que en nuestra producción sea verdaderamente exportable.
V. Otra vez Cajal. En 1900, vivo aún el dolor popular de 1898, la Universidad de Madrid rindió a Cajal un solemne homenaje público. En él, nuestro gran sabio propuso a los jóvenes una consigna para el ánimo. «A patria, chica, alma grande», y otra para la acción: «Aumentar el número de ideas españolas circulantes por el mundo.» Tercamente inconforme con lo que veo, a este propósito he querido servir con mis no extemporáneas reflexiones.
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