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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Inhibiciones, herencia y crisis económica

Ministro de Hacienda de noviembre de 1974 a diciembre de 1975

Recientemente se ha recordado en este diario que es urgente salir de la crisis económica que pesa sobre nosotros desde hace cinco años, y para ello la primera tarea es aprovechar la experiencia de sus características para conocer sus causas y disponer sus remedios. A una crisis económica tan profunda como la actual nadie es ajeno. Por ello creo que resulta importante que cuantos, de una u otra forma, vivimos algunas de sus fases ofrezcamos el testimonio público de nuestra experiencia. Refugiarse en un continuado silencio tal vez sea cómodo, pero no constituye, a mi juicio, una posición responsable.

Consciente de la trascendencia de estos deberes, quisiera exponer claramente una parte de la historia de esta crisis, convencido de que estos hechos son historia viva, esto es, historia que condiciona definitivamente las posibilidades presentes de actuación.

La crisis, "realidad internacional"

Nadie que encare los hechos con un mínimo de objetividad podrá negar que el origen y la realidad de la crisis son de carácter internacional. A nivel mundial, desde 1973, cada año ha nacido bajo la sombra dominante de las preocupaciones económicas en la mayoría de los países occidentales. El paro, la inflación y el desequilibrio de los pagos exteriores han flagelado duramente el normal desarrollo de la actividad económica mundial.

Cosa bien distinta es, sin embargo, señalar que ni estos problemas ni la reacción ante los mismos han repercutido por igual en los distintos países. Antes al contrario, la adopción de distintas actitudes ante la crisis y los distintos efectos de políticas nacionales dispares han hecho que los riesgos económicos se repartan desigualmente, agravando así, en términos relativos, la posición de aquellos países menos acertados o menos afortunados.

Conviene señalar seguidamente que la evolución de la crisis en España poco tiene que ver con el cambio de régimen político. Sería injusto, además de falso, el afirmar que la situación económica actual es una consecuencia de la naciente democracia. Pero igualmente es injusto e inexacto afirmar que «la situación es consecuencia de que el régimen anterior no fue capaz de reconocer la crisis y de que las dudas y vacilaciones de los primeros años de la transición la ocultaron en vez de proclamarla».

Una simplificación demasiado fácil

En economía, toda situación presente viene condicionada en su proyección futura por las realidades heredadas del pasado. Por eso es obligado admitir que los problemas que aquejan a la economía española de hoy estaban ya presentes, en esencia, desde el segundo semestre de 1973 e incluso desde antes. Quizá esta sea la causa de una fácil simplificación en la que a veces se incurre y que consiste en afirmar que desde entonces nada se intentó y nada se consiguió para mejorar la situación. Conferenciantes, políticos y medios de difusión, con escasas, aunque muy cualificadas excepciones, se limitan a señalar el inicio y el final del proceso y a sacar la consecuencia de que en el tiempo intermedio todo fue similar. Se habla así, genéricamente, de la «política de aquellos años» como si hubiese sido una sola la política a lo largo de los mismos. Y sin embargo, esto no fue así.

La política compensatoria

Repetir aquí las conocidas causas de la crisis mundial sería hablar de cosas de sobra sabidas. Creo de más interés explicar cuáles fueron, en mi opinión, las causas que motivaron las peculiaridades y la falta de sintonía de la crisis española con la de los países de nuestro entorno económico.

Cuando alumbra 1974, todos los países occidentales son conscientes de que ha terminado una era económica: la era de la energía barata; y todos ellos, prácticamente sin excepción, articulan políticas restrictivas para reajustar sus economías a la realidad. Basta ver, a título indicativo, las duras políticas monetarias y fiscales y las estadísticas de consumo petrolífero global de los países como Estados Unidos, Alemania, Japón, Gran Bretaña, Francia e Italia, para constatar la dieta de austeridad que se impusieron a sí mismos. Desgraciadamente, en aquel momento se cometió un error, que consistió en una equivocada valoración de la profundidad y duración de la crisis. Debió pensarse entonces que las potencias mundiales reaccionarían con rapidez y eficacia ante un hecho: el alza de los crudos, capaz de subvertir toda la economía de los países desarrollados. Esta creencia debió latir debajo de la política compensatoria, articulada entonces por el Gobierno, con la que a través de renunciar a determinados ingresos presupuestarios, principalmente de la renta de petróleos; de las subvenciones al fuel para uso industrial, que se mantuvo a precios muy por debajo de los adoptados en todos los países industriales, y del otorgamiento a lo largo del año de otras muchas líneas de subvención en apoyo de determinados productos, aspiró a suavizar el impacto de la crisis, demorando un ajuste económico que en definitiva resultaba inevitable. El resultado fue que cuando, a final de 1974, la mayoría de los países habían comenzado a salir del bache, España se encontraba con un desequilibrio presupuestario que, aunque no excesivo, era del orden de 25.000 millones; con un déficit de balanza de pagos de 3.100 millones de dólares, a pesar de no haber soportado el alza de los crudos más que desde el segundo trimestre; con una inflación del 18% anual, peto a un ritmo en el segundo semestre de cerca del 22%. Frente a esto, sólo podría esgrimirse como dato aparentemente positivo una tasa de crecimiento del 5%; pero también este era un dato de significado ambiguo, puesto que esa tasa anual se componía de un primer semestre excelente y de un segundo semestre en recesión, llegando la economía a diciembre casi parada. Pronto fue fácil advertir el error de cálculo producido. Pero no sería justo dejar de reconocer que, situados en el comienzo de la crisis, quizá muchos lo hubieran -o lo hubiéramos cometido igualmente.

Un cambio de rumbo

Este fue el panorama que se presentaba cuando en los albores de 1975 cambió el equipo económico del Gobierno. Panorama que no se contempló pasivamente, sino que se abordó con decisión.

Sería demasiado largo el exponer ahora en profundidad el tratamiento dado a todos y a cada uno de los problemas enunciados. Por ello, vamos a tocarlos todos en torno a uno de ellos, que es como el eje que los ensambla: la inflación. La inflación es para todos los españoles, desde hace algunos años, nuestro primer problema económico. Problema que alimenta y desarrolla un profundo malestar, que rompe la solidaridad y cohesión de la sociedad en uno momentos en que la concurrencia de esas dos virtudes resultaría más indispensable. Por desgracia, el mal de la inflación es un mal mundial que se extiende a los ciudadanos de otros grupos políticos. Pero ni siquiera cabe aplicar aquí el socorrido «mal de muchos» para buscar el tonto consuelo de las desdichas generales. Porque es obligado admitir que la inflación -española se singulariza de las restantes por sus tasas de crecimiento.

Esa jerarquía es fácil concederla hoy, cuando sus cifras nos han convencido a todos de su gravedad extrema. No era, sin embargo, tan sencillo afirmarlo a comienzos de 1975, cuando la política compensatoria por la que España optó un año antes para afrontar la crisis nos había aislado del crack mundial de precios y producciones, desviando el impacto de la crisis energética y de materias primas sobre las reservas españolas y el presupuesto del Estado.

A principios de 1975 estaba claro que la política, compensatoria carecía de futuro. Ese futuro se lo negaban la decisiva presencia de factores exteriores e interiores. Factores exteriores: la crisis internacional tenía una intensidad y una duración que hacían imposible continuar ignorándola. Por otra parte, la profunda -y desconocida- recesión de los países industrializados creaba un clima recesivo que afectaba a la empresa y actividades en un punto tan sensible como es la respiración exterior que supone la realización de sus intercambios. A estos factores externos se unieron los internos. Las alzas internas de precios en que desembocó la crisis energética no se aceptaron, disminuyendo las rentas. Los perceptores de las distintas retribuciones quisieron seguir manteniendo su crecimiento real a ritmo semejante al conseguido en el pasado, poniendo así en funcionamiento la espiral precios-rentas-precios, con lo que se disparaba el coste de la vida en un proceso acumulativo al que no se le veía final.

La evaluación de la importancia de estos factores exteriores e internos fue la que estuvo detrás de las medidas maduradas al comienzo de 1975 y que se adoptaron en el mes de abril, para luego intensificarse en noviembre. En aquellos días afirmé que «el ataque a la inflación debe constituir nuestro primer objetivo porque la continuación y, más aún, la agudización de las tasas de inflación elevarán el paro, intensificarán la depresión, perjudicando gravemente el equilibrio exterior y degradando nuestra estructura económica y social. De estos efectos de la inflación no cabe evadirse y es inútil tratar de olvidarlo. Su reconocimiento obliga al Gobierno a asumir la responsabilidad de una política impopular, pero necesaria».

Consecuentes con este diagnóstico, las medidas de comienzos del 75 -ratificadas en noviembre del mismo año pretendían luchar contra la inflación, repartiendo con la máxima equidad posible el coste del empeño. Tres eran los puntos sobre los que había que concentrar el esfuerzo: el equilibrio de las cuentas públicas, la vigilancia y la limitación de los crecimientos del índice del coste de la vida y la atención al tipo de cambio, evitando cualquier devaluación brusca que atizaría el fuego del proceso inflacionista. Pienso que era en estos tres frentes en los que el país debía decidir entonces la batalla de la estabilización y me atrevo a afirmar que fue en esos tres frentes en los que la economía española perdió posteriormente la batalla de la estabilidad.

Atajar un proceso inflacionista como el español requería empezar la tarea por el propio presupuesto del Estado. Exigir austeridad de los ciudadanos y cerrar con grandes desequilibrios el presupuesto no constituyen actitudes coherentes que los ciudadanos acepten y toleren sin contestación. Por ello se elaboró y defendió en 1975 una rigurosa política presupuestaria que equilibrara las cuentas públicas y contribuyese así a sanear la economía española.

En segundo lugar, resultaba indispensable vigilar el crecimiento en el coste de la vida, programando, en la medida de lo previsible y de las acciones posibles, su marcha. No es preciso acentuar las consecuencias que, en un mundo como el nuestro, de retribuciones prácticamente iniciadas, tienen los crecimientos del índice del coste de la vida. Su enorme resonancia sobre los convenios colectivos y aun sobre otras rentas obligan a no descuidar sus movimientos ni un instante, pues la variación de unas décimas arrastra hacia unas consecuencias impensadas y de enorme magnitud.

En tercer lugar, debía vigilarse el tipo de cambio de la peseta, cuya influencia sobre el proceso inflacionario no es necesario, destacar. Es claro que sólo con una política interna adecuada se puede mantener o mejorar el tipo de cambio de una moneda; además, sólo así se pudo luchar contra la inflación. De hecho, la evolución del índice de la peseta, que realmente flotó durante 1975, fue un reflejo claro de que la política económica interna era la adecuada y el motivo de un tono de estabilidad o incluso ligera mejora de nuestra moneda a lo largo del año.

Los resultados de estas directrices no se hicieron esperar, y podemos resumirlos del modo siguiente:

- Los efectos sobre los precios y sobre la actividad económica fueron juzgados del siguiente modo por alguien tan imparcial y de tanta autoridad como la OCDE, que en su informe anual decía así: «Tan sólo a partir de comienzos de 1975 ha registrado España una desaceleración de sus precios. A finales de ese ejercicio la diferencia entre el ritmo de crecimiento de los precios españoles y el de los países con los que España mantiene sus principales intercambios, se había reducido al nivel de lo que había

Inhibiciones, herencia y crisis económica

sido su diferencia habitual, un 2%. La progresión de los precios industriales pasaba de un ritmo anual de más del 20%, entre finales de 1973 y finales de 1974, a una tasa de 8,5%, en los doce meses siguientes (diciembre 1974-diciembre 1975). El índice del coste de la vida, que crecía a una tasa del 21 % en diciembre de 1974, caía hasta el 11 % a finales de 1975» (vid. OCDE, Espagne, mayo 1976, página 15).- El presupuesto del Estado, que un año antes había tenido un déficit de 25.000 millones de pesetas, terminaba en 1975 prácticamente equilibrado.

- El déficit exterior, que, a diferencia del año anterior, tuvo que soportar durante todo el año el alza de los crudos, apenas aumentaba en volumen sobre el de un año antes.

Por otro lado, los objetivos mencionados no se alcanzaron, eludiendo la asunción por nuestra economía de los graves efectos derivados del alza de los crudos. Las medidas de abril de 1975, y más enérgicamente las de noviembre del mismo año, practicaron una política realista de precios de los productos petrolíferos y limitaron sustancialmente las subvenciones a su consumo que venían actuando a modo de apoyos ortopédicos. La consecuencia fue que la importación de crudos se redujo considerablemente en aquel año- y consiguió estabilizarse después del anterior crecimiento en flecha.

En otro orden de cosas, y a pesar de las graves circunstancias políticas interiores y exteriores, de todos conocidas, el índice de la Bolsa experimentó a final de 1975 el único signo positivo anual que ha registrado durante los últimos cinco años.

Es cierto que el desempleo afectaba al final del año a 514.500 trabajadores, equivalentes al 3,84% de la población activa. A ello atendió la política de reactivación selectiva mediante el programa especial de financiación de viviendas, articulado en noviembre para un trienio y abandonado al poco tiempo de su aprobación.

Evolución posterior

Por último, merece un breve comentario el dato aparentemente negativo que suele esgrimirse cuando se juzga ese período; me refiero al crecimiento del PNB. Es cierto que durante 1975 el producto nacional bruto creció solamente el 0,8%, en tanto que un año más tarde (1976) crecería ya el 1,7%. Pues bien, cuando se esgrime este dato, se olvida, por una parte, que el objetivo prioritario no fue crecer, sino sanear, y, por otra, que el 0,8% positivo español hay que ponerlo en relación con el crecimiento global de la OCDE, que fue en aquel año del -1,2 %. Por consiguiente, España, aun dentro de una evidente modestia en su crecimiento, creció dos puntos más que el conjunto de los países occidentales.

Por contraste, el crecimiento del 1,7 % en 1976 representa exactamente 3,3 puntos menos del 5%, promedio de Occidente.

Cualquiera que conozca las magnitudes macroeconómicas que corresponden a la economía española en los años siguientes sabrá que el índice del coste de la vida a finales de 1977 y de 1978 fue, respectivamente, del 26,4% y 16,5% y que su ritmo de crecimiento en iguales fechas ascendía a tasas del orden del 14%.

En cuanto al desempleo, afectaba a finales de 1977 a 748.500 trabajadores, equivalentes al 5,67% de la población activa; y a finales del tercer trimestre de 197 8, a 1.014.000 trabajadores, es decir, un 7,71 % de la población activa. Los consumos petrolíferos han aumentado sensiblemente en ambos años. El PNB, si bien ha arrojado tasas de crecimiento, respectivamente, del 2,6% y 3,1 %, se ha mantenido por debajo de la media de la OCDE. A cambio es innegable la mejora espectacular de la balanza de pagos por causas ,que merecerían un análisis independiente.

A modo de síntesis

A la vista de los datos referidos a final de 1975, del moderado éxito conseguido por la política económica en aquel período y de la pervivencia de nuestros más graves problemas económicos, parece que no hay motivo para el triunfalismo. Pero con igual sinceridad debe afirmarse que tampoco parece haber motivo para la imputación de inoperancia, que a veces se ha formulado. Quien conoce y ha vivido un proceso inflacionista sabe bien que es imposible frenarlo con una política pasiva. No se conoce, que yo sepa, proceso inflacionista alguno que, cuando alcance las graves tasas que se daban en España a finales de 1974, Se detenga por sí mismo; antes al contrario, la tasa de inflación tiende a acelerarse porque es a través de esa aceleración progresiva como los distintos grupos sociales tratan de sostener la ilusión monetaria y aumentar constantemente sus ingresos. Por ello los evidentes logros obtenidos a finales de 1975 no fueron, obviamente, fruto del azar o de la inoperancia.

Por otra parte, basta examinar las series anuales de 1975 con las que se daban sólo seis meses después y con la situación actual para comprobar que, desgraciadamente, muchos de los resultados alcanzados en aquella fecha han sufrido un considerable deterioro posterior. Nada sería más inexacto que el ligar tal agravación al cambio de régimen político; somos los hombres quienes acertamos o quienes erramos. Pero si se comparan las magnitudes económicas con que terminó 1975 a las actuales, no parece justo ni exacto cargar la situación presente a la herencia del pasado o a la indiscriminada «inhibición ante la crisis de las autoridades españolas entre 1973 y 1977, por ignorancia o inoperancia».

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