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Reportaje:

Aranda, el último general de la guerra

«¡Mi general, vento mariñeiro!». Es el último año de la guerra española. El Cuerpo de Ejército de Galicia, al mando del general Aranda, ha cruzado la sierra de Albarracín camino del Mediterráneo. Si lo alcanza, partirá en dos la resistencia republicana. Es noche cerrada y desconocen si están cerca o se han desviado de la vertical hacia el mar. Deciden acampar. Unas horas después, al cambiar el aire, el asistente del general entra en su tienda y le despierta: «¡Mi general, vento mariñeiro!» Y empieza una de las últimas y decisivas acciones bélicas de Antonio Aranda Mata, el único general de la guerra que vivía en la actualidad, fallecido el pasado jueves en el hospital militar del Generalísimo, como consecuencia de un paro cardiaco provocado por una bronquitis asmática.

Era madrileño, de Leganés, y había nacido en 1888. Fue el primer general nombrado por Franco, por su defensa de Oviedo, que le valió la Laureada. Su brillante carrera militar empezó a truncarse definitivamente en 1942, en la Escuela Superior del Ejército, creada y dirigida por él. Allí, en una conferencia, tuvo la osadía de manifestar sus opiniones personales sobre asuntos en los que no cabía más que una opinión, la del que le dejó en situación de disponible después de la conferencia y le pasó a la reserva siete años más tarde, congelando su ascenso a teniente general.Aranda no se distinguió por su diplomacia con el anterior jefe de Estado. En Alcañiz, cuando Franco impuso una táctica frontal en la batalla del Ebro, Aranda rompió de un puñetazo una mesa de planos. En 1939, al finalizar la guerra, tuvo la valentía de decirle a Franco que la misión del Ejército había terminado y que debía zanjar la dictadura. Ese mismo año, después de un viaje a Alemania, le informó de sus previsiones sobre la ya inminente contienda europea: «Si la guerra es corta, ganará Alemania. Si dura más de un año, la derrota de Hitler es inevitable.»

Franco siempre se resistió a creer en la derrota nazi. En 1940 cesó al general Beigbeder como ministro de Asuntos Exteriores por sus claras simpatías hacia los aliados (y, según lenguas, hacia las «aliadas» nativas del Reino Unido, sospechosas de espionaje de alcoba). Pedro Sainz Rodríguez, en 1941, contó con Aranda para constituir en Canarias una Junta o Gobierno monárquico aliadófilo. De esta manera España se podría presentar ante los previstos vencedores con un Estado nuevo, una monarquía constitucional y evitaría las posibles represalias en el caso de que, al armisticio, continuase en el poder el general Franco.

Aranda le insistió repetidas veces sobre la conveniencia de ir hacia una monarquía constitucional en la persona de don Juan de Borbón. No era un ingenuo, sino un hombre honesto que actuaba en conciencia y sabía que se jugaba la carrera. Más de una vez dijo en la Escuela Superior del Ejército: «A mí, desde luego, me quitarán el mando y probablemente me pasarán a la reserva, si no es a un castillo.» Y, como casi siempre, tuvo razón. Franco se lo quitó de en medio.

El rey don Juan Carlos corrigió la injusticia en 1976 y le concedió el empleo de teniente general con antigüedad del día 8 de agosto de 1970. Unos lustros antes, en 1957, Antonio Aranda había rubricado su valía profesional y su gran preparación técnica en su libro El arte militar.

Desde el retiro obligado hasta su enfermedad mantuvo su afición por las matemáticas, la historia y la cartografía - (era ingeniero geógrafo). Iba a los toros y tenía una tertulia de amigos, muy vigilada por miedo a la conspiración. Inútil vigilancia, pues Aranda no tuvo ambición política. En la mesa del café trazaría portulanos y hablaría de la escuela cartográfica de los Cresques, judíos mallorquines. Seguramente sabía que Cristóbal Colón era un hebreo de Mallorca, pero nunca lo diría en la tertulia, por si acaso. La conspiración judeo-masónica le tuvo cercado toda su vida. Un cerco bastante más doloroso y largo que el de Oviedo.

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