Un silbido a Lázaro Carreter
Don Fernando Lázaro Carreter, mi querido sabio y amigo, ha dicho por ahí, en algún sitio del Estado español, que el silbido es un lenguaje primario y respetable. Dímelo a mí, querido Fernando, que a los once años me echaron del colegio, me mandaron a silbar a la vía, como dice hoy en una de sus secciones el impagable e irreprochable Máximo, y todavía no he vuelto.Está probado que cierta raza de lobos (yo sé de lobos casi tanto como Rodríguez de la Fuente, aunque las lobas que se me enamoran son otras, o sea de las que piden whisky con soda), cuando la caza de alces se pone dura o difícil, se reúnen en ruedas de hocicos unidos para deliberar y decidir si abandonan o siguen, más o menos como los baloncestistas cuando hacen círculo inclinado con el capitán para pensar una táctica nueva a medio partido, que el baloncestista siempre ha sido lobo para el hombre, sobre todo si el hombre también es baloncestista. Si los lobos se entienden sin hablar, ¿cómo no vamos a entendernos el personal? Me lo dijo Miguel Hernández, que venía a Madrid antes de la guerra, cuando era mero cabrero y se estaba subido en un árbol del huerto de González Gil, escultor, hasta que le llamaban para la comida:
-Provocar el eco en los montes es como ver mi voz en un espejo.
Estaban todos enfermos de greguería, por entonces, como bien sabes, querido Lázaro, aunque no lo confesasen. Fue cuando Miguel Hernández dijo más o menos, como Paco Martínez Soria, sólo que en verso:
-La ciudad no es para mí.
¿Te suena, maestro? No sólo el silbido es un prelenguaje humano (tenía que ser este sabio quien lo descubriese y estudiase), sino que para los de mi generación ascendió a la categoría de lenguaje primero, de lengua fundamental, de contracultura léxica frente a la lengua del imperio, tan amada, pero tan puteada. Fernando González-Doria (tiene más apellidos, pero no los pongo todos por no abusar de la negrita) me manda por segunda vez una encuesta (que contestaré) sobre, la generación del Rey.
Nosotros, los de la generación del Rey, hemos dado una masa socialista, varias centurias de flechas, cadetes y pelayos, un rojo como Sartorius, un Pablo Iglesias sin gorra a cuadros, como Felipe, un Rey, varios articulistas que no estamos mal, un Primo de Rivera reciclado o Cara de Plata, como don Miguel, algunas revistas de humor, como las desaparecidas Hermano Lobo y Por Favor, algunos premios Nadal y Planeta, grandes pasotas, finos homosexuales y una musa generacional tan impar como Carmen Díez de Rivera.
Pero en nuestra prehistoria, cuando andábamos de homínidos por la España desertizada con pintadas pro Gibraltar español, nuestra lengua natural era el silbido, los chicos nos silbábamos unos a otros para pasar el balón, tirar la piedra, llamar a las pilas de todos los timbres que vos apretás, ligar a la gachililla, entendemos, en una palabra.
Porque el lenguaje gramatical había subido a tan levantadas cumbres retóricas bajo palio, aromado siempre por el botafumeiro de Santiago, que se balanceaba sólo, de júbilo, cuando la caravana del jefe del Estado iba aún por Ponferrada, el lenguaje común, el castellano, digo, estaba tan alto en la palabra de Franco y de Pemán, que a nosotros sólo nos habían dejado el sublenguaje, o el metalenguaje, el silbido, el silvo vulnerado de racionamiento, dialéctica de alimañas antifranquistas, como las señales que se cruza el lobo, que no otra cosa éramos, sino lobos esteparios que no habían leído a Hermann Hesse. Siglos tardaríamos en leerlo.
-¿Pero no has leído El lobo estepario? -me dijo Pitita cuando lo descubrió.
-Yo es que he sido lobo estepario hasta que entré en este periódico.
Cela me lo dice siempre: «Paco, hay que andar de lobo estepario. Yo no sonrío nunca en las fotos, porque eso me quita lectores. » De Cela abajo, todos fuimos, somos lobos esteparios con cuarenta años de estepa. Y yo creo que eso se nos nota, aunque ahora salgamos de caperucitas rojas o demócratas. La estepa va por dentro. La soledad sin remedio. Perdona mi silbido, Lázaro, maestro. Es una señal, un aviso, una llamada, un homenaje. Mi silbido es la única palabra mía. Las demás las he aprendido de vosotros. Yo es que soy un lobo que se fija mucho.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.