La ultraderecha también dispara
LA VIOLENCIA criminal de ultraderecha ha vuelto a hacer su aparición en la facultad de Derecho. Como resulta habitual en estas razzias, la cobardía individual busca su cobijo en el amparo de una banda armada que descarga su agresión sobre estudiantes y profesores, para quienes las palabras, y no los puños y las pistolas, continúan siendo el único instrumento dialéctico apropiado. Y de acuerdo también con una vieja costumbre, los disparos a quemarropa o los garrotazos dirigidos contra pacíficos ciudadanos se hacen en nombre de España, como si ellos solos fueran españoles, o como si fueran buenos españoles, cuando resultan delincuentes de tres al cuarto y bandidos de salón.Hay que preguntarse por los motivos que explican esa reaparición de la violencia de ultraderecha, relativamente apaciguada desde que el Ministerio del Interior, cumpliendo con sus deberes, abandonó su política de blanda complacencia con los matones de las bandas fascistas. De un lado, la ultraderecha, cuando se cumplen dos años de la bárbara matanza de Atocha, ha iniciado una ofensiva para que se aplique la ley de Amnistía a los asesinos de los abogados laboralistas. De otro, las posibilidades electorales de las llamadas Fuerzas Nacionales serán tanto más escasas cuanto menos crispado y tenso sea el clima ciudadano durante el mes que falta para la convocatoria, y tanto mayores -dentro de sus modestos límites- cuanto más crezcan la violencia callejera y la exasperación, temor e incertidumbre de los sectores menos politizados de las clases medias.
La campaña emprendida para exagerar y distorsionar el significado de las huelgas de las últimas semanas -dato que deberían tener en cuenta antes de iniciarlas las centrales sindicales, no siempre conscientes de esa manipulación política de la conflictividad laboral por los ultras y de la receptividad de algunos medios sociales a tales deformaciones- y la provocación asesina de ETA no son suficientes para los estrategas del alarmismo y para los profetas del Juicio Final. Necesitan -y comienzan a buscar- que las agresiones físicas y los altercados callejeros sobre impongan a la realidad la constelación de síntomas que simulen una enfermedad tan grave del cuerpo social como la que aquejó a España en la prima vera de 1936 o a Chile en el invierno de 1973. Aunque el país esté a mil leguas del clima cívico que, precede a una guerra civil, la ultraderecha hace todos los esfuerzos, en su prensa y ahora en la calle, por crear artificialmente tal ambiente.
Al menos dos son los caminos para impedir que el intento de poner en escena esa farsa sangrienta prospere. Por una parte, hay que exigir del Ministerio del Interior que aplique todo el peso de la ley no sólo a los fanáticos o venales ejecutores de las agresiones y atentados, sino también a los que les dirigen desde respetables despachos y confortables viviendas. Para que esa labor sea eficaz, las autoridades deben prescindir de la colaboración de aquellos miembros de los cuerpos de seguridad que dieron muestras en el pasado de simpatías activas o de complacencias inadmisibles con los activistas de la ultraderecha. Y por otra, no parece superfluo indicar a los partidarios de las libertades que las provocaciones de la ultraderecha tienen como objetivo central desatar las emociones y pasiones de sus adversarios, a fin de convertir las calles españolas en el escenario de una película del Oeste o de gangsters. Ahora más que nunca hay que recordar, tanto a las autoridades como a los ciudadanos, que al Estado le corresponde el monopolio legítimo de la violencia, que nadie puede arrogarse la facultad de hacer la justicia por su cuenta y que la fuerza debe aplicarse de acuerdo con las normas y los procedimientos del Derecho.
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