Vísperas electorales
La escalada del terrorismo y la violencia callejera, también la pequeña oleada de huelgas, han producido en las últimas semanas una sensación de inseguridad política y ciudadana. No sólo los círculos más reaccionarios de nuestra sociedad, también periódicos y escritores de tinte moderado, personas sensatas y no pocos profesionales del liberalismo a la violeta suponen y dicen que «esto no puede seguir así», que «algo ha de hacerse», mientras la inquietud en los medios castrenses es más que notable.No faltan quienes piden la dimisión del Gobierno, la reforma de la Constitución para restablecer la pena de muerte, la consabida creación de un Gabinete de salvación nacional, la adopción de medidas excepcionales con intervención militar en el País Vasco, demandas, muchas de ellas, que no proceden, desgraciadamente, sólo desde círculos ultraderechistas o antidemocráticos, aunque hayan sido originadas allí. Sectores cada vez más amplios de la población se vienen sumando en los últimos días a similares posiciones. Y no pocos ciudadanos corrientes y molientes, eso que todavía se llama «el hombre de la calle», piensan -como lo piensan algunos observadores, extranjeros- injustificado el riesgo de una convocatoria electoral en una situación tan delicada como la nuestra.
Parece entonces interesante intentar dar algunas respuestas y exigir algunas responsabilidades en torno al momento de la gobernación del país. No se trata tanto de empujar las ilusiones como de tratar de despejar un horizonte que muy pocos ven seguro y que, sin embargo, puede todavía ser razonablemente optimista. Y digo todavia porque resulta evidente que la limitada y equivocada reacción del Gobierno y de la clase política a algunos de nuestros problemas más acuciantes está haciendo medrar la tesis de una inminente presión militar sobre el Rey, o de algún suceso de parecido género, que dificultara la propia realización de las elecciones.
Tratar de demostrar lo malintencionado o lo estúpido de una petición de dimisión del Gabinete pienso que es superfluo. El Gobierno no debe dimitir, simplemente porque ha dimitido ya.
De aquí a mes y medio sólo le compete garantizar el rodaje administrativo y amparar el proceso electoral de modo que el sufragio pueda emitirse en orden y en libertad. Si su dimisión es verdaderamente deseada por la mayoría de los ciudadanos, éstos van a tener en breve la oportunidad de expresarlo con su voto y de señalar, además, quién, a su juicio, debe sustituir al actual equipo de UCD.
Las posibilidades de que fuera un Gobierno de coalición o de concentración el que presidiera dicho período electoral han sido ya arrumbadas, y no son factibles a estas alturas. En cuanto a la pretensión de establecer reformas o suspensiones constitucionales y de instrumentar un Gobierno de «neutrales» -¿dónde y cuándo ha existido nunca un Gobierno así?-, esa especie de Gabinete salvífico del que los sectores más y menos extremados de la reacción hablan cada día con mayor énfasis, sólo oculta una característica ya tradicional de nuestra derecha histórica: su poco amor por las libertades públicas, dadas las dificultades que encuentra para moverse con alguna soltura o brillantez entre ellas. A juzgar por quienes lo piden y por cómo lo hacen, ese «Gobierno de salvación» sería, en realidad, el verdugo del régimen: una mano alevosa levantada sobre la libertad de este país al amparo de las demandas de seguridad y orden.
En definitiva, cuantas supuestas soluciones se ofrecen para la actual situación desde la perspectiva de cambiar o suspender la Constitución democrática recién aprobada no tratan sino de diagnosticar, primero la enfermedad innata y, congénita del propio texto constitucional, para intentar certificar, de inmediato, su defunción. Cuando lo que a todos tendría que interesar es demostrar que los españoles somos capaces -como durante el último año y medio lo hemos sido- de convivir en libertad y de buscar la respuesta a nuestros problemas sin abdicar de nuestros derechos y responsabilidades, sin perder nuestra recuperada condición de ciudadanos.
Por eso resulta más importante analizar la oportunidad de unos comicios que están arrojando ya sobre nuestros poco entrenados y bastante derruidos hombros el peso de una campaña bien aprovechada por quienes, desde las orillas del terror, tratan nuevamente de poner a este pueblo contra la pared de la historia. Aunque está dicho hace dos semanas desde estas mismas páginas, merece la pena repetir el argumento: destruida, por la propia voluntad de sus eventuales actores, toda posibilidad de un gobierno de coalición con el PSOE -a plazo y con programa limitados -, Suárez no tenía otro remedio que convocar elecciones legislativas. La creación de un gabinete parlamentario y realmente fuerte que sea capaz de gobernar este país pasaba necesariarnente por los comicios. Entonces puede pensarse que Suárez ha corrido un riesgo demasiado elevado al mantener su deseo de no compartir el poder; pero lo que no puede decirse es que se haya equivocado, porque literalmente no tenía otro remedio que hacer lo que ha hecho.
Y, sin embargo, podemos no llegar a las elecciones. Esto no es un augurio, es una eventualidad. Muy poco probable, con toda certeza. pero que está siendo jugada con habilidad cruel por los profesionales de la metralleta y la subversión. O, lo que es peor, podemos llegar a las urnas en tal situación de descrédito del régimen que dará lo mismo quién gane o pierda: se habrá creado un abismo real entre el pueblo y la clase política. Esta, y con mayor motivo el partido en el poder y el más importante de la oposición, tiene ahora la ocasión y la obligación de frenar las decepciones populares. Los socialistas, acudiendo a la campaña electoral con la conciencia de su peso específico de representación, desde las tesis que debe mantener quien cuenta con más de cinco millones de votantes. El PSOE no se ha organizado en el último año ni ha crecido como correspondía a un partido tan masiva y entusiastamente apoyado por un sector de la población. Se ha encerrado en sus élites y en sus bases, no ha sabido implantarse en un tejido social que le solicitaba y muestra con demasiada frecuencia el silencio y el desconcierto que tanto achaca al Gobierno.
Y ¿qué decir del propio Gobierno? Acorralado por las circunstancias, lo de menos es ya que su falta de reacción ante la ofensiva múltiple contra la democracia signifique un menosprecio de los derechos de los ciudadanos. Lo más sorprendente y preocupante a un tiempo es que le está llevando a una especie de lento suicidio político. No se pueden desconocer las dificultades con las que el Gabinete se encuentra. Pero hay dos hechos objetivos que son del conocimiento general y qué comienzan a dañar seriamente no ya la propia estructura del Gobierno y su partido, sino la aceptación e identificación del régimen democrático. El primero es el secuestro del poder por un pequeño equipo de hombres de la confianza personal de Suárez, que no gozan, sin embargo, de la de los electores. El segundo y más grave es su insensibilidad a las demandas de una respuesta política ante la creciente ola de atentados y desórdenes y ante la indisciplina reiterada de sectores de la policía y el Ejército. Ambos males vienen de antaño, pero han cristalizado en los últimos meses. La impericia e ineficacia en la persecución del terrorismo y lo mitigado de la actitud disciplinaria para con los sediciosos y revoltosos de los cuerpos armados, pese al amparo formidable de las palabras del Rey se enmarcan en esa prepotencia de silencios presidenciales y omisiones inadmisibles. Por eso, al margen de todo análisis personal y reconociendo las dotes del ministro del Interior, Suárez puede verse obligado a pagar la prenda política de su relevo incluso antes del 1 de marzo.
No se trata sólo de que necesite satisfacer a una opinión soliviantada y desconcertada tras la última intervención pública del señor Martín Villa. Se trata, sobre todo, de garantizar que las alteraciones violentas del proceso electoral van a encontrar en el futuro un tratamiento adecuado. Nadie, a la postre, es incombustible en política y los ciudadanos tenemos derecho a exigir eficacia y disciplina en la policía y en los cuerpos armados. Hay signos evidentes de que la primera es escasa y la segunda se quiebra con obstinada frecuencia. No podía ser menos: los dirigentes policiales no han sido capaces de ejercer una acción efectiva y sensata en su campo, ni de explicar a los hombres a sus órdenes las razones reales de por qué son salvajemente asesinados sus compañeros. El ministro del Interior, bajo el pretexto de no querer hacer depuraciones políticas, ha mantenido largo tiempo al frente de importantes departamentos de la seguridad del Estado a personas cuyos sentimientos antidemocráticos sólo son comparables a su incompetencia. Tanta es ésta, y tan bien aprovechada por la ultraderecha el fracaso de la policía franquista en la defensa de la democracia, que caben lógicas dudas sobre las verdaderas intenciones que guía la actual política de seguridad del Estado. Blando con la indisciplina -¿hay que recordar Pamplona, Rentería, Basauri y tantos otros casos?-, el Gobierno ha sido, en cambio, duro en el error e insensible a la opinión pública. Acabar con el terrorismo no es cosa de un mes y ni siquiera de un año. Empezar a plantear una acción y una filosofía de nuevo cuño para plantear la lucha es, sin embargo, urgente. Ni 20.000 policías que fueran al País Vasco arreglarían el conflicto en esta situación. Y no se pueden celebrar unas elecciones allí con un guardia detrás de cada esquina: sería regalarle de nuevo otro triunfo a ETA.
Los españoles no podemos esperar a la jubilación voluntaria de tanta ineficacia, tanta desidia y desorientación policial, tal instrumentación de la indisciplina de lentes uniformadas. Por eso, el propio Martín Villa tiene razón; no debe dimitir. Suárez debe cesarlo. Pero no porque se revuelvan algunos galones contra él, sino, precisamente, porque esta revuelta ha sido permanentemente consentida y no castigada.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.