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Uría, en la amistad y el homenaje

En pocas semanas me he visto relacionado con el homenaje a dos ilustres maestros míos y profesores de nuestra Universidad. Al de Valentín Andrés Álvarez, catedrático de Teoría Económica, no pude asistir por razones de salud. pero, al menos, un modesto trabajo mío figura entre los recopilados en el volumen. recién aparecido, dedicado por sus discípulos como homenaje. Otra colección semejante llega a mis manos, en homenaje igualmente justificado a Rodrigo Uría, maestro de mercantilistas, que lo fue también mío en la misma facultad de Ciencias Políticas y Económicas. Quisiera yo ahora sumarme a esa conmemoración, aunque sólo sea con mis recuerdos, Porque no tengo ninguna competencia en los temas jurídicos mercantiles. Cuando yo conocí al profesor Uría, hace más de treinta años, los estudiantes pertenecientes a la primera promoción de la recién nacida facultad de Ciencias Políticas y Económicas habíamos desbordado ya las dos aulas que originariamente se nos asignaron en el Pabellón Valdecilla de la Universidad Central y nos instalábamos, por las tardes, en la zona perteneciente a la facultad de Derecho. El aula en que me tocó ver entrar por primera vez a Rodrigó Uría era un gran recinto sin ventanas a la calle, con unas cristaleras en el techo que hubie ran debido dejar pasar la luz, si no lo hiciera tan difícil una capa de polvo. En cambio, nada impedía que otra luz más alta penetrase en nuestras cabezas.

Pedagogo excepcional

Una de las pruebas más significativas que, dentro de la anécdota, pueden esgrimirse contra los pasados cuarenta años es que, habiendo creado la dictadura una facultad nueva, para producir políticos y economistas de su cuerda, lo que allí aprendió la gran mayoría fue la teoría que conducía justamente a lo contrario: a preferir científicamente la libertad y, la democracia a la arbitrariedad de toda dictadura.

La causa está. naturalmente. en los maestros. Como Valentín Andrés (en más de un momento poco grato para los que entonces mandaban), también Rodrigo Uría fue siempre ejemplar en el mejor sentido. No tengo competencia para opinar sobre su sabiduría pero sí para evocar la impresión que producía su visión viva del derecho a quien, como yo. carecía de formación jurídica, pero había tenido que memorizar temas de derecho administrativo y mercantil para unas oposiciones a funcionario público. Frente a la impresión, por aquellos estudios memorísticos, de que el derecho era poco más que una serie de normas reglamentarias, Rodrigo Uría acabó de reconciliarme humanamente con el derecho, porque en sus clases se transparentaba siempre la relación entre la norma y la realidad, aquélla respondiendo a ésta o incluso creándola en un movimiento paralelo y no siempre bien sincronizado. Y junto a esa vivificante cualidad de su enseñanza, al enlazar la letra con los hechos, yo me sentía admirado también por sus cualidades pedagógicas.

Profesional y maestro

Supongo que en el derecho, como en todo, puede haber grandes profesionales que no sean buenos maestros. Rodrigo Uria era ambas cosas con la mayor altura. Su exposición resultaba conceptualmente rigurosa y precisa, sistemática y atractiva. Además, supo adaptar perfectamente su materia al auditorio. Con eso quiero decir que Rodrigo Uría, manteniendo siempre el máximo nivel, comprendía que sus oyentes no estaban destinados a crear ni a interpretar el derecho, sino a conocerlo como marco de sus actividades.

Su enseñanza adquiría así una práctica sobriedad en la que accedía a sacrificarla exhibición de todo su saber a cambio de eliminar aspectos menos importantes del tema, que pudieran complicar el aprendizaje sin añadir notas fundamentales al concepto.

«Hombre de justicia»

Tuve la suerte de convertir nuestra relación de profesor a alumno con Rodrigo Uría en otra más directa y cercana cuando, a mi vez, inicié la docencia como profesor adjunto de Estructura Económica en la misma facultad. Ante los problemas universitarios advertí pronto que el profesor Uría no era solamente un hombre de derecho, sino un hombre de justicia. La distinción es muy importante, sobre todo para aquellos años en que se nos repitió constantemente que vivíamos en un estado de Derecho, cuando era evidente, para cualquier hombre sensato y honesto, que no imperaba la justicia ni el respeto a los derechos humanos más elementales. Además esa distinción se ponía en juego cada día en la vida universitaria, donde, por encima de la autoridad del rector y del ministro de Educación, estaba, en último término, la del de Gobernación. Por eso, rara era la junta de profesores en que no se planteaban problemas donde los hombres cuyo ideal era la justicia, como el profesor Uría, habían de enfrentarse con los que se atenían a las normas, dictadas para imponer un orden físico y material poco respetuoso del orden moral.

En tales ocasiones siempre se encontraba el profesor Uría en un puesto de honor. centelleándole los ojos claros, sonrosándose un poco más sus mejillas e interviniendo en pro de la justicia con aquel estilo suyo lleno de rigor en los argumentos, de firmeza en la postura ética, de oportuna sorna aldeana -pienso que muy asturiana- en algunos momentos y, al final, con un desdén de gran señor que dejaba al mezquino oponente en su sitio. Muchas veces, en aquellos años, he pensado que frente al moratiniano título de El sí de las niñas hubiera debido ejercerse con más frecuencia, frente al poder arbitrario, el «no de los hombres». El profesor Uría fue siempre de los que adoptaron esta actitud.

Un bien para ejercer

Acabo de escribir para el homenaje a Valentín Andrés que «la libertad es un bien de los que no interesan al mecanismo mercantil porque no se vende: sólo hay oferta de su si mulacro, que a muchos basta, pero a la larga no sirve. Tampoco se compra, aunque se demande, y ni siquiera puede recibirse gratis. La libertad solamente se conquista, porque no es un bien para consumir, sino para ejercer. Se produce ejerciéndola, que es justamente su goce». Me complace traer aquí esas palabras y asociar con ellas en mi cariño a ambos maestros, porque también el profesor Uria se dedicó a ejercer constantemente la libertad acrisolándola con su saber jurídico. El fue un constante ejemplo de ambas cosas y, entre otras cualidades suyas (su generoso ejercicio de la amistad no sería la menor), he preferido dejar testimonio sólo de esas dos. Porque ejemplos así son más indispensables que nunca en la etapa española que empieza y que exige de todos un cotidiano ejercicio de libertades, para reconstruir con rigor jurídico aquello que destruyeron arbitrarias normas y sin lo cual no hay vida civilizada: el orden moral.

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