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Homenaje al madrileño Guillermo Fernández Shaw

Hace unos días, con ocasión del homenaje a Andrés Segovia, nos referimos a la conveniencia de que la representación municipal rindiera tributo de reconocimiento a los madrileños ilustres. Ahora, uno de ellos, cuya obra alcanzó larga resonancia popular, lo tiene en forma de placa colocada en la casa donde viviera, calle de Claudio Coello. Se trata de Guillermo Fernández Shaw, artífice, en colaboración con otros (su hermano Rafael y Federico Romero, principalmente), de tantas zarzuelas vivas en el repertorio.De casta la viene al galgo, pues el padre de Guillermo, don Carlos Fernández Shaw, fue un esforzado cultivador del género, tanto zarzuelístico como operístico, y tuvo a colaboradores musicales de la talla de don Manuel de Falla en La vida breve.

Era Guillermo Fernández Shaw (1893/1965) un castizo en profundidad. Su señorío parecía reunir datos heredados de la Cádiz de su padre y del Madrid sentido y vivido por él. No practicó jamás el madrileñismo «de rompe y rasga», sino que tendió a erigirse en testimonio estilizado de muchos momentos y rincones de nuestra ciudad.

Poseía un sentido claro de la función de libretista, tantas veces injustamente menospreciada. Cuando es la verdad que, como él mismo decía, una obra lírica «triunfa por el libreto y permanece por la música». Sentido cuyo componente principal fue siempre la cualidad poética del escritor. Muchos versos escribió y recitó, aun cuando sólo después de muerto vieran la luz en libro organizado gracias al trabajo de sus hijos, Carlos Manuel y Félix: La paz del alma.

La recordación de los títulos más célebres, con libretos originales de Guillermo Fernández Shaw, basta para comprender el alcance teatral y popular de su larga labor: El Caserio y La Meiga, con Guridi; La canción del olvido, con Serrano; Doña Francisquita y La Villana, con Vives; La rosa del azafrán, con Guerrero; Luisa Fernanda y La Chulapona, con Moreno Torroba; Luna de Mayo, con Rosillo; La tabernera del puerto, con Sorozábal; El gaitero de Gijón, con Romo; La duquesa del candil, con Leoz; La Lola se va a los puertos, con Angel Barrios; La Malquerida, con Conrado del Campo. A ellos habría que unir una serie de canciones compuestas por Echevarría, Pacheco, Vidal y Rosa Aunós Alonso, Alesanco, Rodrigo, Guridi y Sorozábal.

Limpia y sencilla, entrañablemente popular, la poética de Fernández Shaw era como sus libretos, trabajados en estrecha colaboración con los colaboradores, Romero y Rafael Fernández Shaw, y los compositores. Larga fue la ambición de llegar a conseguir una ópera nacional, aun cuando, como sucedió a su padre, tal empeño no pasara de ilusión s6lo parcialmente cumplida.

A través de las obras citadas, de tanta difusión multitudinaria, el pueblo llano sabe de Guillermo Fernández Shaw y hasta conoce de memoria muchas de sus frases incorporadas al lenguaje dialogal cotidiano. Su figura está, pues, entrañada en la base popular española e hispanoamericana. Razón de peso para el homenaje que le rinde ahora el Ayuntamiento de Madrid.

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