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Henry Miller

Se ha celebrado en Madrid una semana Henry Miller, inteligentemente montada por Alfaguara y Jaime Salinas.

Henry Miller, de ascendencia alemana (Miller, Müller, molinero), nace en el Brookling neoyorquino, hijo de un sastre, y está literariamente entre los dos Lawrences. De Miller nace la generación beat americana, con Jack Kerouac entre los jefes de fila. La última consecuencia de todo esto son los ya olvidados hippies.

Toda la pesadilla gástrica de nuestro tiempo (la incesante y vomitante oferta comestible de la televisión) es en buena medida de origen norteamericano. Es Norteamérica el país que ha creado la mística de la antropofagia y la comunión real con las cosas. Son los americanos los que han decidido comerse el mundo, e incluso los mundos. Han subido a la Luna, la han probado, como si fuese un helado, y han decidido que no interesa, que el helado está insípido.

Igual que los niños, los americanos comen siempre de todo, a toda hora, y tienen preferencia plástica y literaria por las imágenes gastronómicas. Por debajo de esto corre un sueño erótico de conocimiento bucal del mundo. Un personaje de Kerouac le dice a otro:

- Qué bucal eres.

Todo esto está contradictoriamente en Henry Miller. Un apetito alarmante, ingenuo,

glorioso, satisfecho siempre y siempre insatisfecho. Miller hace la crítica constante del mundo americano, pero participa profundamente en una vida americana de autoservicios, trenes elevados o subterráneos, palomitas de maíz y vagabundeo neoyorquino. Miller ha asumido intensamente la dimensión erótico-gastronómica de su país.

Por momentos, parece que Miller va a comerse Europa, París, que es su tarta preferida. Casi todos sus entusiasmos por la capital francesa, aunque sean entusiasmos culturales, literarios, sentimentales, los resuelve mediante una pierna de cordero o una meretriz. Miller tiene la grandeza devorante de América.

Se ha visto en él la obvia dimensión erótica, pero se ha comentado menos su dimensión gastronómica, e incluso antropofágica, que en este caso, como en muchos, va tan vinculada a la otra. A lo largo de toda la obra de Miller, el erotismo es más bien sombrío, negativo, siniestro, sardónico. Bukowski ha dicho hace poco:

- Para Miller, hacer el amor siempre es como un milagro. Yo lohago todos los días y a todas horas, como tomo cerveza.

A la cópula y a la comida, en Miller, suelen suceder sombrías reflexiones. En un libro mío de hace años, recojo de Sexus estos párrafos reveladores del canibalismo constitutivo y universal de Miller: «Soy insaciable. Comería pelo, cera sucia, coágulos de sangre, cualquier cosa y todo lo que sea tuyo. Preséntame a tu padre con sus trapisondas, con sus caballos de carrera, sus entradas gratis para la ópera; los comeré a todos, los tragaré vivos. ¿Dónde está la silla en que te sientas, dónde está tu peine favorito, tu cepillo de dientes, tu lima de uñas? Sácalos para que los pueda devorar de un bocado. Dices que tienes una hermana más hermosa que tú. Muéstramela: quiero arrancarle la carne de los huesos.»

Todo el pavoroso apetito americano -que ha contagiado al mundo, al siglo- está en Henry Miller expresado como en nadie. Miller, el anti-Whitman, no ama América, sino que quiere comérsela, y sabemos que este apetito es una forma salvaje y profunda de amor. Luego, América ha querido comerse el mundo. Sus turistas parecen dispuestos a devorar Barroco italiano y sus marines a devorar niños vietnamitas. Miller, anterior y posterior a todo eso, es, sobre todo, un escritor bucal y rabelesiano. Miller come y canta. Sus compatriotas comen y callan.

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