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Reportaje:El Concordato de 1953 y los acuerdos parciales / y 2

Pío XII, se negó a una primera apertura religiosa en España

Franco quiso negociar, desde un principio, con el Vaticano la redacción de un nuevo Concordato que dirimiera las relaciones entre el nuevo Estado español y la Santa Sede. Para ello encarga las negociaciones a su equipo político y, tras larsos años de conversaciones, cartas, memorándums y graves altercados, se llega a un acuerdo que es definitivamente firmado en 1953. , en este segundo y último capítulo, hace historia de las conversaciones y apunta nuevos datos hasta ahora inéditos.

Será a partir de enero de 1941, cuando la negociación se desbloquea al mostrarse el ministro de Asuntos Exteriores menos intransigente, por la oposición de los tradicionalistas, militares e importantes sectores eclesiásticos a la Falange y al presidente de la Junta Política. El ministro tomó la negociación como cosa personal, dejando en reserva al embajador ante la Santa Sede, sin duda también por presiones del nuncio, pues la intransigencia y la mentalidad de profesor universitario del señor Yanguas no era del agrado de la Secretaría de Estado. Este paso supondría la atracción del ministro al campo táctico, donde llevaba todas las de perder. El ministro, al estar solicitado por otros múltiples problemas y dada la autoridad del nuncio, se dejó encandilar por la cesión de Pío XII en cuanto a la fórmula para nombramiento de obispos -algo más de lo que deseaba el ministro-, siendo goleado en los últimos artículos del acuerdo.Los articulos 9, comprometiéndose el Gobierno español, a observar las disposiciones contenidas en los cuatro primeros artículos del Concordato de 1851 entre tanto se llegase a la conclusión de un nuevo Concordato, y 10, comprometiéndose a no legislar sobre materias mixtas o sobre aquellas que pudiesen interesar de algún modo a la Iglesia, sin previo acuerdo con la Santa Sede, fueron dos añadidos del nuncio que encajó perfectamente el ministro. Estos dos artículos tendrían una importancia decisiva.

En cuanto al tema básico de la negociación, el Gobierno consiguió que las consultas previas para los nombramientos de obispos se hicieran directamente entre el nuncio y el Gobierno de modo confidencial, con lo cual se eliminaban las listas previas de la jerarquía española o del Vaticano, sobre las que el Gobierno tenía que escoger obligatoriamente, pero el procedimiento de selección era complicado -según parece obra personal de Pío XII- y daba garantías suficientes a la Santa Sede sobre la idoneidad de los candidatos. Una vez llegados a un acuerdo el nuncio y el Gobierno sobre una lista de al menos seis personas idóneas, el Papa elegiría tres de los propuestos que comunicaría al Gobierno por medio de la nunciatura para que el jefe del Estado, en el término de treinta días, presentara oficialmente uno de los tres. Si el Papa no pudiese elegir entre la lista de tres, por no considerarla aceptable, podría por propia iniciativa completar y formular una terna de candidatos, comunicándola por medio de la nunciatura al Gobierno. Si el Gobierno tuviera que oponer objeciones de carácter político general a todos o a alguno de los nuevos nombres, lo manifestaría a la Santa Sede. Si el Gobierno no respondiese una vez transcurridos treinta días después de la comunicación de la nunciatura, se entendía que no existían objeciones que oponer y el jefe del Estado debía presentar sin más al Papa uno de los candidatos incluidos en dicha terna. Si el Gobierno formulaba objeciones, las negociaciones continuarían, aun transcurridos los treinta días.

Además, el Papa, aun admitiendo tres, nombres de los enviados, siempre podía sugerir nuevos nombres que añadir a la terna, pudiendo el jefe del Estado presentar indistintamente un nombre de los comprendidos en la terna o alguno de los sugeridos complementariamente por el Papa. El Santo Padre, por tanto, podía en cualquier momento parar nombramientos inoportunos; lo que no podía, y aquí estaba lo grave, era promover a sedes episcopales a sacerdotes, sin previas consultas y previa aceptación del jefe del Estado. La Santa Sede, en caso de conflicto, sólo podía recurrir a la dilación o a la ruptura, procediendo a nombramientos por su cuenta, difícil esto último con un Papa tan posibilista como Pío XII.

Calificación del acuerdo

Este modus vivendi, como le gustaba denominarlo al profesor Castiella, gran conocedor de la política vaticana, ha merecido algunos calificativos tales como acuerdo básico o acuerdo específico. En realidad el texto puede inducir a errores de apreciación. El mejor calificativo sería el de acuerdo excepcional, si se tiene en cuenta el background histórico, las circunstancias excepcionales que inducen a la firma y los fines precisos por una y otra parte: por parte del Estado, nombramiento de obispos identificados con el nuevo Estado y no regionalistas - evitar una nueva política tipo Tedeschini-, y por parte de la Iglesia, proceder a nombramientos episcopales en las dieciocho sedes vacantes, contener las influencias estatistas y ponerse a cubierto de un posible predominio nazi en España.Esta excepcionalidad cobra más relieve al estudiar las gravísímas cuestiones de interpretación que indujo y el regateo vaticano que resulta sorprendente y que contribuye a explicar, una vez conocido, la continua susceptibilidad diplomática española con respecto al Vaticano.

Este acuerdo fue un grave descalabro diplomático en aspectos fundamentales para el Estado español y de consecuencias importantes, entre ellas el que lo excepcional se convirtió en normal durante doce años hasta la firma del Concordato de 1953.

La ruptura psicológica Franco-Pío XII

Uno de los primeros objetivos vaticanos tras la firma del modus vivendi fue la vuelta a su sede del cardenal Vidal y Barraquer. El nuncio Gaetano Cicognani hizo unas gestiones, pero fueron infructuosas. El papa Pío XII, entonces, tomó el asunto como cosa personal, produciéndose un carteo con Franco de dos cartas por cada lado, fracasando igualmente en la empresa. Será con la operación Torch de los aliados en el norte de Africa cuando el Papa tenga conocimiento, por los servicios de información de Canaris destacados en el Vaticano, de los planes alemanes de invasión de España. El nuncio Cicognani, que venía informando a la perfección de lo que ocurría en España y de anteriores amagos de invasión para el embajador británico, Cicogna era de las personas mejor informadas de España marchó a Roma y al entrevistarse con el Papa surgió la pregunta sobre la situación española. El nuncio habló de la mejoría religiosa que se notaba en España en casi todos los ambientes. Nunca lo hubiese dicho. Pío XII en tono grave le espetó que estaba bien informado de lo que se preparaba para España, una naziflicación, y que se quedase en Roma una semana y preparase un informe detallado. A partir de este momento, después del incidente del cardenal Vidal, el apoyo de Cicognani para la consecución del acuerdo con la Santa Sede -el gran valedor junto con el prepósito general de la Compañía de Jesús-, las maniobras del Gobierno español tratando de hacer «obispos falangistas» o a personas excesivamente identificadas con el nuevo Estado -los repetidos siete-, Pío XII pensó que el nuncio estaba vendido -el nuncio dijo al Papa que Franco impediría los planes alemanes- y se buscó otras fuentes de información. Los informes de Cicognani a la máxima altura que ya llegaron fue a monseñor Tardini, prosecretario de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios, como pudo comprobar amargamente la esposa del general Franco en su audiencia con Pío XII con motivo del Año Santo de 1950.

¿Una vía de acuerdos parciales?

Ello no obsta para que Pío XII fuese quien, personalmente, apoyase la firma de un nuevo Convenío con el nuevo Estado en el momento en que se fraguaba la condena del régimen de Franco en las Naciones Unidas, a pesar de la oposición de la curia y del propio monseñor Tardini. El Convenio para la provisión de beneficios no consistoriales, en su artículo diez, volvía a repetir: «El Gobierno es pañol renueva, a este propósito, el empeño de observar las disposi ciones contenidas en los cuatro primeros artículos del Concordato de 1851 y de no legislar sobre ma terias mixtas o que, de algún modo, puedan interesar a la Iglesia sin previo acuerdo con la Santa Sede», «permanecerá en vigor hasta que sus normas sean incorporadas al nuevo Concordato». El 8 de diciembre de este mismo año 1946 se firmaba un nuevo Convenio sobre seminarios y universidades de estudios eclesiásticos. La Santa Sede daba luz verde a convenios en vía muerta desde los años de la segunda guerra mundial por beneficiosos que fuesen. El 7 de abril de 1947, mediante un «motu proprio», se restablecía el Tribunal de la Rota de la Nunciatura Apostólica. Pero el Vaticano apoyaba mientras tanto al padre Herrera y su proyecto de apertura y de inteligencia entre el Rey y Franco. Monseñor Montini diría por entonces: «Herrera salvará a España.» Si a esto se añade el viaje de Gíl-Robles, a pesar de sus poco concluyentes entrevistas en el Vaticano, la visita y buena acogida a don Juan en Roma, en 1948, y la escasa actividad negociadora, en Madrid se pensaba que la estima del régimen en la Santa Sede iba en disminución.

La embajada de Ruiz-Giménez

Con el fin de abrir brecha en la morosidad concordataria vaticana fue nombrado embajador Joaquín Ruiz-Giménez, quien, increíblemente, consiguió tener de su parte desde el principio, gracias a unas concesiones de lo más curiosas, al temido cardenal Tedeschini.El nuevo embajador intentó llevar a cabo, de modo peculiar, otros dos nuevos convenios sobre demarcación de diócesis y sobre el servicio militar del clero y jurisdicción castrense. También se propuso conseguir acuerdos,en temas como el estatuto del clero, el régimen jurídico sobre las propiedades de la Iglesia, creación de nuevas archidiócesis y desarrollo del artículo seis del Fuero de los Españoles en lo que a tolerancia de otras religio-nes distintas de la católica fuese necesario. De inmediato hizo su aparición el Modus Vivendi de 1941 y los artículos nueve y diez. La Santa Sede, en una situación tan favorable, no tenía prisa por negociar, más, si ello podía dar lugar a críticas o malentendidos internacionales. En concreto, en el tema de la tolerancia la aperturista propuesta española chocó con la Secretaría de Estado y con el papa Pío XII, quien manifestaría en octubre de 1949 que lamentaba la actitud de ciertos católicos que se sumaban a las campañas de los protestantes contra el régimen español, pero que la unidad católica española no debía romperse. Si el Gobierno por la situación y circunstancias internacionales y la necesidad de apoyos económicos con países de mayoría protestante como Estados Unidos -el plan Marshall- quería modificar la legislación en lo referente a la tolerancia con otras religiones, la Santa Sede accedería a la revisión del acuerdo de 1941, sobre la base de modificar los artículos referentes al nombramiento de obispos, en los que tenía una destacada participación el jefe del Estado.

Esta inteligente jugada no fue aceptada por el general Franco por motivos obvios.

Tampoco el intento de conseguir un texto unitario y homogéneo con todos los acuerdos hasta entonces firmados con motivo del año santo de 1950 tuvo una respuesta adecuada. El Concordato no pasó de un manoseado proyecto de nueve capítulos. Sí se consiguió la firma del convenio sobre jurisdicción castrense y asistencia religiosa a las fuerzas armadas, el 5 de agosto de 1950.

El Concordato de 1953

Será con el embajador Fernando María Castiella cuando la negociación se desbloquee -«comenzamos desde cero», diría el nuevo embajador-. Lo primero que consiguió, con el visto bueno de Franco, fue la supresión del artículo diez del Modus Vivendi de 1941 sobre las materias mixtas, y que, aunque parezca de difícil comprensión, figuraba en el artículo primero del proyecto anteriormente citado. Con ello pudo abrirse la dificil negociación que culminaría con la firma del Concordato el 27 de agosto de 1953. Fernando María Castiella, según confidencia personal, comprendió perfectamente que para negociar con el Vaticano no se pueden ceder alegremente las bazas, ya que se encontró con una capacidad de maniobra muy limitada. El Concordato resultante, «completo», dejó mucho que desear. La Santa Sede no tocó para nada la participación destacada del jefe del Estado en el nombramiento de obispos, a cambio se hicieron numerosas concesiones. Bien se le puede considerar como un intento de conservar las antiguas esencias cuando en el mundo se actuaba y concordaba de forma diferente. El problema de la tolerancia religiosa perduró en toda su integridad, a pesar de los buenos deseos de la diplomacia española.El nuevo nuncio, monseñor Antoniutti, venido a España en diciembre de 1953, afirma en sus Memorias que el Concordato «reflejaba una mentalidad y un modo de hacer las cosas que iban a ser superadas a corto plazo». En efecto, el 9 de octubre de 1958 moría Pío XII, sucediéndole como papa Juan XXIII. El 25 de enero de 1959 el Papa anunciaba su intención de convocar un concilio en el que se aprobaría la declaración sobre libertad religiosa, tema que tantas amarguras e incompresiones costó al ministro Castiella (1) y el decreto sobre el oficio pastoral de los obispos, en donde se solicitaba de los Estados que todavía lo tuviesen, la renuncia al privilegio de presentación de obispos. El Concordato de 1953 había sido tocado de lleno en su línea de flotación. De ello era consciente el general Franco al responder a la carta de Pablo VI, de 29 de abril de 1968, quien pedía asombrosamente la renuncia al privilegio de presentación «antes de, una posible revisión del Concordato». Franco señaló que el derecho de presentación «fue modificado en su esencia por el convenio de 1941, al transformarse en un verdadero sistema de negociación». Franco admitía, en principio, una revisión global que, teniendo en cuenta los precedentes, era lo justo. Pero, de hecho, nunca renunció a este privilegio tan duramente conseguido y conservado a costa de grandes sacrificios para todos los españoles.

En realidad, la renuncia defacto del rey Juan Carlos al privilegio de presentación a cambio del privilegio del fuero por el convenio del 28 de julio de 1976 era a todas luces desproporcionada; pero algo había que hacer para revisar el Concordato de 1953, cuya razón de ser era el mantener para el general Franco el privilegio de presentación de obispos y, con ello, impedir la «perjudicial política vaticana en España». El acuerdo de 1941 sería también derogado por el convenio de 28 de julio.

(1) Véase nuestro artículo en Historia 16, de marzo 1978, con algunas graves erratas que fueron subsanadas en el número del mes de mayo. Este es un tema clave para entender la lucha entre la «tercera fuerza» o los tecnócratas -integrismo franquista- y liberales franquistas, que culmina en el caso Matesa, teniendo como telón de fondo una bastante probable caída de Gibraltar.

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