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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El miedo al libro

Bajo el título La literatura española del siglo XX: su trasfondo ideológico y social, el profesor, novelista y académico Gonzalo Torrente Ballester ha impartido cuatro magistrales lecciones, tanto por el contenido como por la precisión de lenguaje. Sin un papel ni una nota a consultar Gonzalo Torrente ha dejado caer a manos llenas y sin un ápice de pedantería, sobre el apiñado y atento auditorio de la Fundación March, la salutífera lluvia de la reflexión cultural.En su cuarta y última lección hizo referencia a la etapa que va de la II República española al año 1975. De ella subrayó la fase nacida en 1939 y que se vio presidida por el miedo al libro. O dicho con otras palabras: el latido mostrenco de la cultura en el régimen franquista enlaza con el cerrojazo libresco a que se ha sometido al país, con la salvedad de cortos y escasos períodos, desde el primer tercio del siglo XVI.

Una constante en la historia de España

Efectivamente, la alergia o el horror al libro no es cosa de ayer sino que aparece como constante en la historia de España. La creación del índice de libros prohibidos, la persecución de las ideas expuestas en los textos, el exilio al que fueron obligados los autores y la quema de libros en la plaza pública o en los sótanos de los departamentos ministeriales atestiguan ese inicuo y sombrío proceder, cuyos costes socio-culturales en el plano de la colectividad son difíciles de evaluar y fácilmente comprobables en el terreno del bagaje global. Si a eso se le añade la práctica censora llevada a cabo por los celosos guardianes de la cultura oficial se puede afirmar sin miedo al error que los gozadores tradicionales del Poder en tiempos pasados -sea la alta burguesía, sean la minoritaria clase política o la Iglesia católica, servidora de ambos estamentos- han venido cometiendo un recurrente crimen de lesa patria. Es claro que la dualidad de España, la oficial y la real, inicialmente se asienta en un criterio discriminatorio en materia cultural y docente: libros para los de arriba, escasez de letra impresa para los de abajo. (Me viene aquí a la memoria lo que me contaba un amiguete con alto cargo en una sociedad importante. Me dijo: «El otro día, asistiendo a una reunión de ejecutivos, uno de ellos comentó indignado que los trabajadores de su empresa leían... ¡y, además, Cambio 16! »)

El odio ancestral a la inteligencia y, en consecuencia, a su expresión libresca, ha sido conducido sutil o toscamente, según las épocas, para evitar un deterioro en el control del Poder, para el mantenimiento de unos privilegios. En realidad, el peligro religioso o moral que se esgrimía desde arriba no era más que una excusa en la aplicación rigurosa y sistemática de la desigualdad de oportunidades, que lógicamente provocó un hábito social de gran alcance: la pereza mental para sentarse a leer un libro. Impidiendo la lectura de libros se alimentaba el rechazo a la natural inclinación que tienen los seres humanos al análisis y a la crítica, y a las no menos naturales ansias de saber y conocer ideas, teorías y opiniones nuevas.

Hoy en día los escritores nos frotamos las manos de gozo al ver que el artículo 20 de la nueva Constitución reconoce y ampara el derecho a la libertad de expresión por medio de cinco concretos apartados. ¿Supondrá esta norma magna el fin del oscurantismo y del agarbanzamiento impuestos por decreto? Eso desearíamos. En ello confiamos.

Nuestra lucha, la de los escritores, se plantea y desarrolla en varios campos: en el de la propia creación; en el de las editoriales incumplidoras de los contratos de edición firmados; en el de los organizadores de concursos literarios que, igualmente, no cumplen las bases por ellos puestas; en el de los escasos lectores acostumbrados a la molicie fomentada por siglos de alicortada e integrista historia cultural; en el de la neurosis consumista que sólo ve en el libro un objeto de igual rango al de un desodorante.

Pero al pluriempleo del escritor le ha salido un rival de categoría: la televisión, ese complicado invento de la sociedad posindustrial que se empeña ardorosamente en aniquilar el lenguaje, machacar las mentes de su cansada audiencia con una publicidad incitante y enajenadora, mostrando al tiempo una vida irreal, falsamente colorista y sin problemas.

Intereses económicos y consumismo

En puridad, una gran proporción del entramado y la acción, televisivas -ay, McLuhan- responden a unos intereses económicos, los de contribuir a incrementar las ventas de unos productos fabricados por entidades mercantiles. Por su lado negativo, la manipulación televisiva encierra el peligro cierto de un nuevo y bien definido modelo de esclavitud: la del consumismo en su estado materialista más químicamente puro.

Ahora bien, la aberrante siembra de los siglos precedentes ha producido su natural cosecha, como bien lo confirman los datos que aporta Fernando Celdán en un trabajo aparecido recientemente en Información Comercial Española. De los 24.000 títulos publicados en 1977 la tirada media oscila entre 7.000 y 8.000 ejemplares, es decir, de cinco libros por habitante y año. De dos encuestas realizadas por el Instituto Nacional de Estadística se sacan unos porcentajes estremecedores: el 52,6% de los hogares españoles cuenta con una biblioteca de diez libros y solamente el 10% cuenta con quinientos libros. A mayores, el pueblo español adquiere 4,64 libros al año y lee 6,04 libros al año. ¿De qué sirve, entonces, tener un valor de producción editorial de más de 50.000 millones de pesetas anuales?

"Crear fiebre y fermento"

Los escritores españoles, como decía Henry Miller de sí mismo, queremos «crear fiebre y fermento» con nuestros libros. Sin embargo, nuestro sosegado, obsesivo y soledoso oficio se topa con obstáculos de evidentes peso y altura: la manía traductora de obras extranjeras, sean o no best sellers, de ínfima calidad literaria, los fascículos de una «culturina» consumista, la televisión como droga, y una potencial masa lectora viciada por el «aculturalismo» ancestral y entregada desaforadamente a la adquisición de un bienestar material, sea cual fuere su precio.

Espero que mis palabras no se queden yertas de soledad. Espero también que no sean consideradas como esmirriadas flores del resentimiento. Espero, finalmente, a que, como señaló mi compañero Torrente Ballester, sirvan para que el libro no vuelva a ser desechado como si fuese la tarjeta de visita del diablo. Y esto lo digo por creer firmemente que la libertad nace y crece en los anchos y jugosos campos de la cultura. Porque «el miedo al libro» es la torpe coartada que utilizan los que siniestramente abogan por la permanencia de la injusticia.

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