El empresario, el banquero y la decisión de invertir
Presidente de la Asociación Española de Banca PrivadaCon mucha frecuencia se oye que para salir definitivamente de la situación en que se halla la economía española, para frenar el aumento del paro sin reactivar la inflación, es necesario invertir. En consecuencia, la falta de inversiones constituye el gran mal y, como para todo mal hay que buscar un culpable, la culpa de todo lo que pasa la tienen los que no se deciden a invertir. Este razonamiento, que, por demasiado simple, es erróneo; ha dado lugar a la acuñación de frases como «huelga de inversiones» para contraponer el pretendido ánimo desestabilizador de la democracia, que tras tal huelga se escondería, a la desestabilización de la economía provocada por las «huelgas de trabajadores». Como, por otra parte, es necesario personalizar, la falta de inversiones se atribuye al empresario, a quien se critica por su actitud pasiva y a quien se azuza para que, abandonando todas sus reticencias sobre el futuro, se lance de una vez a invertir. Avanzando en el proceso de atropello de la lógica, se dice después que, como para invertir hace falta dinero y los bancos no lo dan, la culpa final de que no haya inversiones, es decir, la culpa de que no salgamos de la crisis la tienen los banqueros. Y una vez encontrado el chivo expiatorio, ya podemos todos contemplar, con buena conciencia, el deterioro de la economía.
Me parece que para descubrir las falacias implícitas en esta manera de presentar las cosas no será inútil exponer algunas ideas, elementales pero al parecer ignoradas, sobre los distintos elementos que intervienen en el proceso inversor y sobre el papel que a cada uno de ellos le corresponde, empezando por recordar qué debe entenderse por invertir.
Qué es invertir
Invertir es afectar una cierta cantidad de dinero -para activos fijos y para fondo de maniobra- a un determinado proyecto que se espera produzca, a lo largo de su vida económica, recursos suficientes para, satisfechos todos los gastos e impuestos, devolver los fondos invertidos y remunerarlos adecuadamente. Esto, que lo entiende todo el mundo, es lo que se quiere decir cuando, de manera más técnica pero equivalente, se afirma que invertir es afectar capital a un proyecto cuya tasa interna de rentabilidad sea, por lo menos, igual al coste del capital invertido.
Partiendo de esta definición, resulta claro que alguien tiene que apreciar si el proyecto, razonablemente hablando, producirá efectivamente los recursos suficientes; es decir, dará la rentabilidad necesaria. O sea, alguien tiene que analizar el proyecto para decidir si es o no es aceptable. Este es el papel del empresario. Pero alguien, además, tendrá que decidirse a aportar los fondos para que la inversión pueda llevarse a cabo. Este es el papel del inversor. Así aparecen diferenciados los dos elementos que en todo proceso de inversión existen. Por un lado, el empresario decide que es bueno invertir, pero su decisión sólo puede pasar adelante cuando, por otro lado, el inversor, fiándose en la apreciación del empresario, decide suministrar el dinero.
El papel del empresario
Conviene mucho insistir en este papel técnico del empresario. Conviene mucho porque sólo entendiéndolo puede verse cuán injustas pueden llegar a ser las acusaciones de falta de inversiones que, con demasiada frecuencia, se hacen al empresario. El empresario, por oficio, debe decidir si es bueno o no invertir; es más, si es buena o no tal inversión aquí y ahora. Y ésta es una tremenda responsabilidad porque, siendo el futuro siempre incierto, el riesgo de equivocarse es tanto mayor cuanto mayores sean, a lo largo del período de realización del proyecto, las incertidumbres del entorno en que la inversión debe realizarse.
Pero aun en el supuesto de que el empresario decida que es bueno invertir, si el que tiene los fondos, el potencial inversor, no piensa lo mismo y, por razones que le son propias, decide no aportar los recursos, la inversión no llegará a producirse sin que tenga de ello ninguna culpa el empresario.
El papel del inversor
Es cierto que, en algunos casos, sobre todo en las empresas medianas y pequeñas, el empresario reúne también la condición de inversor, en la medida en que dispone de capital para invertir. Pero no es raro, sino todo lo contrario, que estando el empresario dispuesto a arriesgar los propios caudales -ya que cree en la bondad de la inversión-, la inversión no se produce porque, no siendo estos caudales suficientes, los otros potenciales inversores -ahorradores y financieros- no aportan los restantes; porque no los tienen o porque, teniéndolos, no quieren arriesgarlos en proyectos cuya bondad ponen en duda o porque no estiman satisfactorias las condiciones en que el empresario les pide estos fondos.
La situación descrita en el párrafo precedente es la más común en la España de hoy. Muchos empresarios estarían dispuestos a invertir, pero no pueden hacerlo porque nadie o muy pocos quieren correr con ellos el riesgo de la inversión de sus propios capitales. Sin embargo, los que tan fácilmente atacan al empresario porque no invierte, no levantan la voz contra el hecho de que los ahorradores -que son todos los particulares del país- no estén dispuestos a adquirir las acciones y las obligaciones que las empresas industriales necesitan emitir para financiar sus inversiones. Nadie les critica -y yo no digo que haya que hacerlo- porque todo el mundo acepta que el ahorrador está en perfecto dere cho a pensar que las expectativas de rentabilidad que se le ofrecen, mermadas con la incidencia de un trato fiscal que no considera satis factorio, no le compensan ni del riesgo, ni de la erosión debida a la inflación a que se ve expuesta una inversión de fondos a medio o largo plazo. Lo que me parece chocante es que la comprensión de las razones que asisten, en estos momentos, al ahorrador no empresario para no invertir, no sólo no se extienda a entender una postura equivalente del empresario, sino que, además, se le haga responsable de una falta de inversiones que, como acabamos de ver, no es achacable a él, sino más bien a los ahorradores puros que no quieren convertirse en inversores.
Cuando en las consideraciones anteriores me refería a la suscripción de acciones y obligaciones ya estaba aludiendo a la división fundamental de los recursos: el capital a riesgo y el capital a contrato. Todo el mundo sabe que en el pasivo del balance de la empresa deben distinguirse los recursos propios de los recursos ajenos o deuda. Los primeros tienen un carácter subordinado o residual respecto a los segundos, tanto por lo quese refiere a su retribución como a la recuperación de su importe nominal. Sólo después de haber satisfecho los intereses contractuales de la deuda nace el derecho de los fondos propios a los resultados restantes que llamamos beneficios. Y, en caso de liquidación, sólo después de haber devuelto la deuda puede repartirse entre los titulares del capital el exceso, sea éste superior o inferior a la aportación hecha por los mismos. Este carácter residual de los fondos propios -que responde a la denominación de capital de riesgo- justifica que sus aportantes esperen obtener más remuneración que los aportantes del capital contractual, precisamente porque corren el riesgo de hasta no percibir nada. Y de aquí que el empresario no pueda esperar captar capital de riesgo si las expectativas de beneficio -entre dividendo y plusvalía, a lo largo de un plazo medio- no son superiores a la remuneración de la deuda. Lo que equivale a decir, si la rentabilidad a medio plazo del activo, constituido por el conjunto de los proyectos de inversión, no es superior al coste de la deuda. La falta de proyectos de inversión con rentabilidad sustancialmente superior al coste de la deuda, es decir, la baja rentabilidad de los activos, explica, por tanto, el creciente endeudamiento de las empresas, ya que cuanto mayor sea la proporción de deuda, menor es el volumen de beneficios que se necesita para retribuir, a un mismo nivel, una menor proporción de fondos propios. Dicho de otra manera: hasta un cierto límite, el aumento del endeudamiento disminuye el coste ponderado de los recursos y rebaja, por tanto, la exigencia de rentabilidad para que los proyectos de inversión sean aceptables.
Deterioro de la rentabilidad de los fondos propios
La situación descrita, que -por el llamado efecto amplificador del apalancamiento- es favorable para los fondos propios mientras la rentabilidad de las inversiones es superior al coste de la deuda, se convierte en desfavorable cuando la rentabilidad de las inversiones es inferior al coste de la deuda, ya que el efecto del apalancamiento es entonces reductor. Esta segunda es la situación en la que pienso se halla un número probablemente grande de empresas españolas, en estos momentos. La rentabilidad de sus inversiones es inferior al coste de la deuda, Incluida la deuda a proveedores (piénsese en los importantes descuentos que hoy podrían obtener pagando las facturas al contado) y, por tanto, la rentabilidad para los fondos propios, si existe, es inferior a la rentabilidad que obtienen los simples prestadores de fondos. Mientras esto sea así, la solución de las empresas no consiste en obtener más préstamos, ya que el mayor endeudamiento agrava la situación. Como, por otra parte, ni generan suficientes beneficios para destinar una parte de los mismos a la autofinanciación, reforzando las reservas, ni pueden allegar nuevos recursos de capital de riesgo, parece que la conclusión sería que las empresas españolas están condenadas a no expansionar sus inversiones.
Algunos piensan que la solución consiste en que los bancos presten a las empresas a más largo plazo y a menores tipos de interés. Sin negar que, si esto pudiera ser, constituiría un elemento positivo en orden al fomento de las inversiones, en mi opinion esta acción no es decisiva, ni siquiera es la más importante para el logro del fin que se pretende. Pero antes de entrar en el análisis de esta afirmación conviene recordar cuál es el papel del banquero en el proceso de inversión.
Como antes hemos visto, la decisión de invertir, en cuanto a la apreciación de la bondad o aceptabilidad del proyecto, corresponde al empresario. El empresario y sólo el empresario -y a esto responde el nombre- es quien decide emprender. Por tanto, es injusto achacar a la banca, como algunos hacen, la falta de inversiones. Si el empresario no quiere, o, mejor, piensa que no debe invertir, el banquero no puede ni debe hacer nada contra ello.
El banquero es un intermediario financiero y, por tanto, su papel es el de canalizador de los recursos de los ahorradores -particulares y empresas, que constituyen su clientela- hacia los empresarios que se lo solicitan, siempre que el banquero, como administrador de caudales ajenos, considere que los proyectos en que van a ser invertidos estos recursos ofrecen razonables esperanzas de atender a la devolución del principal y al pago de los intereses. Esta canalización hacia la inversión, decidida por los empresarios, puede hacerse vía la adquisición de acciones u obligaciones o vía la concesión de créditos. Pero, en todo caso, las condiciones a establecer por el banquero con el empresario beneficiario de la aportación han de ser congruentes con las condiciones en que los depositantes han constituido sus depósitos en el Banco, tanto por lo que se refiere a la remuneración como al plazo de devolución, teniendo en cuenta que un gran porcentaje de estos depósitos son a la vista. Por tanto, es ilusorio o contra natura pretender que el banquero preste dineroa un tipo más barato del que resulta de añadir al coste de sus depósitos el coste de transformar un dinero inservible, por atomizado, en una sólida herramienta financiera. Y lo es también suponer que el banquero podrá prestar a un plazo largo, sin la lejanía del horizonte de devolución, habida ,cuenta de las deudas sobre la solvencia a largo plazo de la empresa hace rebasar el límite del riesgo aceptable.
El pretendido cambio de mentalidad del banquero
Con independencia de estas consideraciones sobre el plazo y el interés, la decisión de prestar del banquero vendrá fundamentalmente influida por la busca de garantías de devolución. Como es lógico, estas garantías descansan básicamente en la solvencia de la empresa, es decir, en la relación entre los fondos propios y los ajenos. Si ésta no es la adecuada, no tiene nada de extraño que el banquero busque garantías adicionales externas a la empresa o la afectación al pago de su crédito, en forma preferente, de determinados activos.
Esta actitud no ha dejado también de ser criticada, dando lugar al eslogan de que el banquero sólo presta al que tiene, propugnándose un cambio de mentalidad según el cual el banquero moderno o progresivo no debería, como hacía el antiguo o regresivo, fijarse tanto en la solvencia del balance como en la previsión de los flujos de recursos a generar por los proyectos, haciendo descansar la devolución de sus préstamos precisamente en estos ingresos futuros. Entiendo que esta postura no sólo es compartida por muchos banqueros de hoy, sino que de hecho ha sido y sigue siendo práctica en el estudio de créditos a medio y largo plazo, con amortizaciones graduales. Esta actitud es la que ha permitido a entidades con muy poca solvencia original, pero con gran dinamismo empresarial, desarrollarse rápidamente, gracias a la acumulación anual de beneficios que, al tiempo que servían para devolver la deuda a medio plazo, iban reforzando la solvencia de la empresa. Pero las actuales circunstancias, en las que precisamente lo que se pone en duda es la capacidad de las empresas para generar beneficios, no parecen las más adecuadas para el desarrollo de esta actitud del banquero, que, bien a su pesar, no tiene más remedio que apoyarse, si las encuentra, en garantías reales de presente. En síntesis, el empresario debe pensar que si desea que el banquero concurra con sus préstamos es preciso que él y los demás inversores capitales de riesgo demuestren que creen en la empresa aportando sus caudales propios.
Mañana publicaremos un segundo artículo, titulado: El crédito bancario no puede ser única fuente de inversión
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