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Después del golpe

Juan Luis Cebrián

Desde mediados del siglo XIX este país vive bajo la subsconciente amenaza de los pronunciamientos militares. Por eso no es de extrañar que un cierto pánico recorriera las venas del Gobierno -diga lo que diga ahora éste- y de la clase política cuando se descubrió que alguien había decidido, ni más ni menos, que tomar al asalto el palacio de la Moncloa.¿Qué hemos vivido o qué estamos viviendo los españoles? ¿Un golpe de opereta, como aseguran los que se empeñan en decir que todo era obra de un puñado de locos, o una conspiración en toda regla? Probablemente ni lo uno ni lo otro, o quizá, y mejor dicho, lo uno y lo otro a un tiempo. Quienes magnifican los acontecimientos no atienden, pienso, al hecho de que las condiciones internas e internacionales de nuestro país no facilitan en absoluto el triunfo de un golpe de Estado clásico. Pero quienes con una frivolidad harto sospechosa pretenden reducir la conspiración a una charla de cafetería deberían estudiar algo de historia: a Pinochet le precedió el tancazo chileno, a la revolución portuguesa el levantamiento de Caldas de Rainha, a la Segunda República española la impaciencia castigada del capitán Galán, y al 18 de julio la intentona de agosto del 32. La historia está, por desgracia, plagada de ejemplos como estos y los españoles tienen derecho a preocuparse después de las noticias de los últimos días.

Mayor es este derecho aún si se consideran las reacciones posteriores al golpe. El presidente Suárez tardó más de una semana en reunir su Gabinete; la mayoría de los ministros, aparte unas breves comunicaciones telefónicas en la mañana del viernes 17, apenas tenían conocimiento de los hechos hasta que pudieron leer la prensa del domingo. El ejecutivo se ha negado, además, con la colaboración de la izquierda, a un debate parlamentario sobre el tema, dando la impresión de que o no tenía aún la información suficiente o que la información que tenía no se atrevía a darla. Las ambigüedades y silencios a que nos tiene acostumbrados la televisión oficial contribuyeron también a aumentar la inquietud ciudadana. De modo y manera que todavía hoy cualquier hipótesis puede ser válida a la hora de evaluar la magnitud del golpe, y no hay que apuntarse al catastrofismo para pensar que aquí, de opereta, nada.

De los perfiles concretos de la intentona, de su coincidencia con las actitudes del general Atarés, de los temores gubernamentales en la noche del 16 al 17, poco más se puede añadir por el momento. Pero algunos datos marginales se van poniendo en limpio. El, primero es la existencia de una barrera generacional en el Ejército que ha funcionado como filtro de la información entre la clase política -el Gobierno fundamentalmente- y la oficialidad joven. Lo más preocupante de la «Operación Galaxia» es que aun en el caso de ser muy pocos los conjurados sí se cree que fueron muchos los militares contactados por los conspiradores. Y como gran parte de ellos dieron cuenta a su inmediato superior, es preciso explicar el silencio de algunos jefes y generales que no transmitieron al Gobierno lo que se preparaba. Pero esta barrera de silencios no debería haber sorprendido al Gabinete: es la misma que ha dificultado recientemente el flujo de información desde el Gobierno a oficiales y suboficiales. Los cuartos de banderas se han visto así distanciados de las posiciones del propio ministro de Defensa cuya imagen, desfigurada por la prensa de ultraderecha (El Alcázar, El Imparcial y Fuerza Nueva) perdió, efectivamente, credibilidad en amplios sectores castrenses. La necesidad de un diálogo directo con las jóvenes generaciones de oficiales se hacía así imperiosa y el general Gutiérrez Mellado emprendió su gira personal por las guarniciones. Ahora el Gobierno ha de tomar nota de las inhibiciones de esos altos mandos que han desembocado finalmente en la actual situación, y debe ser más activo en el diálogo entre la clase política y la oficialidad del Ejército.

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El descubrimiento de la «Operación Galaxia» ha tenido, sin embargo, algunas consecuencias positivas también en el ámbito militar. La primera, la desmitificación de estos temas para el gran público, que está permitiendo, pasado el pánico, un acercamiento mutuo entré la sociedad militar y la civil. La sombra secular del pronunciamiento ha tomado caracteres de letra impresa y los periódicos hemos abandonado el método Ollendorf para hablar de las Fuerzas Armadas. Por otro lado, numerosos jefes y oficiales comienzan a hacer explícito, como no podía ser menos, su radical compromiso con la Constitución, su irreprochable conciencia de militares profesionales y sus convicciones de ciudadanos demócratas al servicio de la patria de todos. A este respecto si los ilustres soldados que se abstuvieron o estuvieron en contra en la ocasión de las votaciones del Senado sobre el texto constitucional hubieran sabido hasta qué punto su actitud, que sin duda lavaba sus conciencias, abrumaba las de los españoles, quizá habrían repensado su voto. Porque los tres senadores reales, únicos uniformados en el Parlamento constituyente, no debían de haber prescindido de las consideraciones que su gesto provocaba en la sociedad civil. Las dos terceras partes de este país no ha vivido la guerra y ha pasado la mayor parte de su existencia a la sombra de un régimen dictatorial emanado de un levantamiento. De modo y manera que por desgracia, y por la culpa indudable del propio dictador, el Ejército ha sido mucho más temido que comprendido y apoyado. Por todo ello, es preciso multiplicar los esfuerzos de diálogo y acercamiento entre la sociedad y las Fuerzas Armadas.

La otra cara de la moneda son las inevitables repercusiones políticas que ha de tener lo sucedido. Los galácticos de este golpe de mano militar estaban al menos lo suficientemente cuerdos para intentar darlo en un momento de creciente deterioro del ejecutivo, que va a llegar al 6 de diciembre casi con la lengua fuera, acosado a un tiempo por el terrorismo, la inquietud económica, graves problemas en la política exterior y una crisis global de su autoridad. Este país necesita un ejecutivo fuerte con una mayoría razonable en las Cortes durante el próximo futuro si se quiere que lo encaremos con cierto optimismo. La aprobación de la Constitución marcará la normalización política pero no se podrá hablar de absoluta estabilidad mientras las leyes orgánicas que la propia Constitución prevé y, de manera muy especial, los estatutos de autonomía, no se promulguen. ¿Cómo puede amparar la redacción de dichos estatutos un Gobierno sin apoyo parlamentario suficiente y con la amenaza no del todo despejada del rechazo de sectores militares? La cuestión de las nacionalidades, todo lo opinable que se quiera pero que ha sido aceptada por la mayoría abrumadora del Parlamento que representa al pueblo español, viene siendo agitada desde el oscurantismo de la ultraderecha y del partido del señor Fraga como el elemento de discordia más visible entre los cuadros del Ejército. Si no se clarifica hasta el final lo sucedido la semana pasada y no se fortalece el Gabinete después del referéndum, resultará materialmente imposible emprender el proceso autonómico -al menos en donde resulta más delicado y urgente hacerlo, Cataluña y el País Vasco- sin ver cómo se acrecientan las tensiones y los extremismos.

Es, pues, más que necesario un Gobierno fuerte después de aprobada la Constitución. ¿Pero como ha de obtenerse? ¿Será fuerte un equipo de la UCD con el renovado apoyo del voto de investidura, a base de pactar con la minoría catalana y los comunistas? Resulta bastante dudoso. Un Gobierno así, con el fantasma de unas elecciones municipales por delante que darán muchos puntos a la izquierda, la crisis económica y las interrogantes que la propia «Operación Galaxia» plantea no podrá durar mucho tiempo. Ni aun en el caso de que Suárez cayera en la tentación de resolver la crisis militar a cambio de un relevo en el Ministerio de Defensa, lo que en realidad sería una claudicación.

Si el presidente no quiere ir a las elecciones generales -y no tendrá nunca tantos motivos para hacerlo como ahora- para no agitar más el país y no encarecer también más el costo de la transición, la única otra alternativa que podría devolver la confianza a los ciudadanos es un Gobierno de coalición con participación del PSOE; un equipo a plazo fijo y con un calendario político pactado y público, que actúe como Gobierno provisional durante la redacción de los estatutos de autonomía y las leyes orgánicas fundamentales -entre ellas la de Defensa- Esto que a la postre significaría volver a la solución que hace más de un año muchos solicitaron, permitiría retrasar las elecciones generales, celebrar las municipales con garantías, abordar los estatutos autonómicos con respaldo popular y parlamentario, redactar con celeridad las leyes orgánicas, mejorar nuestra situación en él exterior y abrir perspectivas de arreglo en lo económico.

Pero en cualquier caso lo que no podrá el presidente es agotar el tiempo de un mes a partir del día del referéndum que las Cortes le dieron, para descubrir el arcano de los secretos y contar a los españoles qué es lo que piensa hacer.

Este país merece mejor trato del que se le proporciona últimamente y tiene derecho a no sumergirse en las Navidades sin conocer el calendario político que le aguarda y del que dependen, en definitiva, cosas graves y serías. Tiene derecho también al optimismo, a saber que se empleará la energía contra los enemigos de la libertad de todos, se castigará a los rebeldes y se movilizará a la opinión, pública contra el golpismo. Este país tiene derecho a saber que su futuro no va a ser por más tiempo resuelto en los pactos de la conveniencia o el miedo cuando alguien ha levantado una daga sobre la democracia. Y no bastan los aplausos en el Parlamento para devolver la confianza. El Gobierno y su presidente deben saberlo.

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