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Reportaje:Los marginados

Antonio Saiz: "Las comunas son posibles"

En los mapas de carreteras, Burguillos del Cerro se identifica con una torre de castillo medieval, lindando con la tierra de Barros. Sobre el terreno, el castillo es una cáscara vacía magníficamente situada sobre un monte donde muchos campesinos han venido a buscar durante años tesoros fantasmales, «han acabado de joderlo con tanta búsqueda». Las ruinas tienen desde el pueblo una gran deza sin matices que no distingue la menor erosión. Abajo, «El Manantial» es un punto perdido, dos hectáreas de tierra oscura, de la mejor calidad, que han dado ya cosechas de garbanzos, habas, tomates, zanahorias, guisantes, don de se alisan terrenos de alfalfa y de cebada y se preparan para enero los destinados a ajos y cebollas. Burguillos tiene una estación muy bien señalizada, pero vacía, donde no para ya ningún tren, pero están cerca Zafra y Mérida, a unos no venta kilómetros. «Cuando llega mos aquí teníamos sólo 17.000 pesetas y la tierra.» Sentados en la choza, Antonio Saiz, Serapio y Pepe desayunan granadas. «Vivíamos entonces en Badajoz y alguien nos, dijo que por aquí se vendían terrenos muy baratos, así es que vinimos a verlos, nos gustó éste y lo compramos.» Antonio tenía unos, ahorros de dos años terribles trabajando en petroleros por esos mares. «Esta especie de choza es taba hecha ya, creo que vivía aquí una familia campesina, sin luz, sin agua corriente, así llevamos un año.» Las cáscaras de granada van a parar al fuego de la cabaña circular, llena de moscas, con unos pocos vasares, una litera de madera muy rústica y paredes sucísimas de donde cuelgan los últimos melones de la temporada y matas arrugadas de tomates arrancados precipitadamente de la tierra.Día histórico

«Habéis llegado un día histórico. Hoy hemos acabado por fin de techar la casa nueva, justo antes de qué empiecen las lluvias. La casa nueva es uno de los grandes logros de este año de privaciones. Los primeros meses no comíamos más que hierbas silvestres, trabajando sin parar. Ahora tenemos cuatro cerdos, varios pollos, porque acabamos de vender las gallinas de raza, algunas cabras y este terreno que está plantado ya. Además hemos instalado colmenas hechas por nosotros mismos, y esta tierra es tan espléndida que se encuentra agua a menos de un metro de profundidad.» Y, sin embargo, la economía es muy precaria aún. Alicia y Luis están en la recogida de la naranja, Enrique viene de la vendimia francesa, «total, para ochocientas pesetas diarias que le han pagado », y aunque no tienen deudas no sobra comida ni para mantener un perro.

La casa tendrá dos pisos por detrás, para que venga gente. «Nos gustaría quehubiera por lo menos diez personas trabajando aquí, porque éste es el espacio que vamos a tener, si no incluso más. Nos gusta que venga gente a vernos, también». Y eso, a pesar de las visitas progres del verano. «Sólo he odiado intensamente en dos ocasiones», Antonio Saiz, detenido en 1971 por «atentar contra el patrimonio socio-cultural heredado de nuestros mayores» tiembla con los recortes de periódico en la mano, «una vez en la cárcel, porque no entendía nada, ni qué cojones había hecho yo». La prensa hablaba de ritos satánicos en las afueras de Madrid y de un cabecilla a lo Charles Manson capaz de las mayores atrocidades, «y otra vez este verano, con un progre cabrón que venía aquí a tirarnos tierra encima, nada más que a criticarnos, a decir que este sitio era de todos, incluso de la gente que nos desagradara, que la libertad es eso, fuera nuestro o no el terreno. Hemos terminado hartos, y te juro que llegué a sentir odio, cuando yo le decía: «Es que mi trabajo es mío, lo que yo he hecho con mis manos es mío, y él me llamaba fascista. Claro que también ha venido gente estupenda, que casi no se notaba que estaba aquí».

El otoño de 1971 fue el final de aquella primera tentativa comunitaria en la que participó Antonio Saiz Huertapelayo, un pueblo abandonado de Guadalajara, había sido el escenario ideal para la experiencia que terminaría después, con cuatro comuneros en la cárcel. « Conmigo se ensañaron», levanta los recortes viejos Antonio y las notas del libro que ha empezado a escribir, «ni siquiera fumaba entonces cigarrillos, y nos acusaron de fumar droga. La Guardia Civil que registró la comuna, porque a mí me detuvieron en Madrid, preguntó si era cierto que andábamos desnudas por el monte y las zarzas no nos pinchaban, y si de verdad comíamos alfalfa en un cubo.» Y recuerda leyendo lo que entonces dijeron de él algunos periódicos, las túnicas blancas que encontró la imaginación de algún periodista en el sótano de una boutique cuya propietaria era amiga suya. «Desde que nos instalamos en Huertapelayo; que tenía una iglesia de transición al gótico bellísima, empezaron a correr por todas partes rumores de que había cien moros sueltos por el campo. Todavía me pregunto: ¿a quién molestábamos?»

Fusión con el pueblo

En Burguillos todo el mundo conoce la comuna, y los chavales jóvenes que oyen música en el improvisado pub-cine-cuadra del pueblo son sus amigos y alguno piensa incluso en unirle a este grupo bastante heterogéneo de gente de ciudad. «Sería algo maravilloso para el movimiento comunero conseguir esta fusión con el pueblo, creo que nunca se ha producido, pero es la síntesis de todos nuestros ideales.» Y eso que en el fondo la gente mayor piensa que son unos chalaos, gente con estudios y de la ciudad venirse a esta tierra perdida de Badajoz de donde emigran todos los días decenas de jóvenes. En la fonda dos ancianas recogen los recados de Enrique, que está a punto de volver, y en la panadería se les reserva el pan atrasado, que es más barato. El carburo en la casa se apaga una hora antes de acostarse, para que se consuma lentamente la llama y el fuego se enciende lo imprescindible, a veces con ramas de higuera. El dinero se reserva siempre para mejoras, para comprar más animales, para plantar mil cosas, para montar todo lo que aún es sólo un proyecto. «La casa nueva tendrá luz y así podremos oír música y tendremos una buena biblioteca más tarde, no estamos en contra de la cultura, ni tampoco somos partidarios de quedarnos todo el año aquí sin salir. Hay que hacer viajes, en cuanto estemos organizados y podamos distribuir mejor el trabajo. La electricidad la generaremos nosotros, aunque todavía no hemos estudiado qué sistema nos viene mejor.»

Antonio Saiz hace proyectos para el futuro comunero. «Nuesira experiencia, entre tantas otras negativas, yo creo que tiene un enorme valor. Un año viviendo aquí, soportando visitas como las que te contaba antes, gente que sólo trabaja en lo que le enrolla, con decirte que a uno sólo le enrollaba hacer casitas en pequeño con jardincito, y del trabajo que nos da de comer, nada. Bueno, pues soportar esto, gracias a que ya somos un grupo muy unido, muy sólido, es la demostración de que la comuna es posible.» Piensa con el tiempo potenciar nuevas experiencias de este tipo, cuando El Manantial crezca y sus ideales sean económicamente exportables, y piensa también en la integración absoluta con el medio. «Nuestra agricultura es biológica, y procuramos que la alimentación sea lo más sana posible, pero no tenemos pretensiones naturistas, queremos vivir como auténticos campesinos, pero abriendo nuevas posibilidades de comunicación.»

"Luchamos contra todas nuestras castraciones"

A las nueve de la noche es fácil encontrarlos en el pueblo, charlando con losjóvenes que un día u otro terminarán por irse, y de día, el trabajo, aunque, eso sí, sin horarios, sin angustias, sin esa tensión que todos odian y recuerdan y a la que no podrían regresar. «Luchamos contra todas las castraciones que una determinada educación nos ha impuesto y hemos llegado a un nivel en que casi nos resulta más difícil reprimirnos que ser absolutamente libres.»

Las ratas de campo han dejado de venir, después de los tomates envenenados y un silencio profundo rodea de día y de noche las dos hectáreas de «El Manantial». La carpa del estanque y los tres o cuatro peces de colores que vienen a comer migas de pan a la mano de Antonio se esconden con las primeras gotas de lluvia. «Están acostumbrados al sol y al buen tiempo; después de todo estamos en el Sur.»

Antonio Saiz, superviviente de aquel «serrallo de jóvenes drogados, alguna muchacha para darle una pincelada de color al cuadro, un botafumeiro de marihuana y LSD», se ríen Sera y Pepe incrédulos, piensa una vez más que entonces ni siquiera fumaba cigarrillos. «Y Antonio, como dueño absoluto de cuerpos y almas en quien la noche y ciertas fases de la luna operan las más aterradoras de las metamorfosis.» Piensa en dos años de la séptima galería de Carabanchel, «sin ningún derecho a hacerlo, primero porque era la única vez que había sido detenido», la cárcel de Vitoria, dos años de destierro después, en el mejor estilo inquisitorial, «se nos prohibió la entrada en las provincias de Madrid y Guadalajara».

La carpeta de sus malos recuerdos está bien guardada, al abrigo de todas las goteras, de moscas y de ratas de campo, y aunque hubiera podido querellarse contra todos los que le difamaron prefiere archivar esta historia y vivir. Piensa en el movimiento comunero, la gran alternativa, en la superación de todos los tabúes. «Precisamente iba a escribir una carta a Ajoblanco para anunciar unas jornadas de comunicación aquí, en «El Manantial», para que venga la gente y se informe un poco de lo que es la vida aquí, pretendemos dar unas charlas sobre agricultura también.»

La gente se pregunta qué pintarán aquí estos chicos de ciudad y todos con estudios, Sera, que era fresador, y los demás licenciados en letras, o Antonio, pedagogo, y los encuentran hasta un poco ridículos trabajando esa minúscula tierra extremeña de la finca, buscando agua, construyendo colmenas, alimentado cuatro crías de cerdos, gallinas y cabras, redescubriendo una naturaleza semiabandonada.

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