El poder de la imagen: ilustración y fantasía
Hay un cantar de gesta francés del siglo XIII, Amís y Amiles, que trata en lo fundamental de una amistad profunda entre dos hombres, caballeros y condes en la Europa de Carlomagno. El momento cumbre de esa amistad se traduce en un hecho trágicamente singular: Amís ha contraído la lepra, y su cuerpo, que fuera hermoso, es ahora triste patrimonio de llagas y úlceras; para remediar ese mal, Amiles debe degollar (según la extraña lógica del relato) a sus dos hijos con cuya sangre lavará a su amigo Amís, que recuperará la salud. Todo esto es terrible, pero se cumple. Al día siguiente, el buen Dios, siempre proclive al happy end, hará que se transforme en sueño la muerte de los niños y que todos sean felices, como si nada hubiese pasado. Pero lo que aquí me interesa de esa historia (que acabo de leer en una espléndida traducción castellana de Carlos Alvar, publicada por el Instituto Caro y Cuervo, de Bogotá) es su capacidad para suscitar en mí la espantosa imagen del degüello, la borrosá visión de una alcoba infantil bañada en sangre, el acto de suprema amistad que supone, a veces, el crimen, la impiedad hermanada con la piedad. Gustave Doré supo plasmar en forma correctísima este género de horrible tensión entre lo onírico y lo real, característica del folk tale, y lo hizo, por ejemplo, en sus ilustraciones a los Contes de Perrault. Recuérdese, si no, aquel grabado terrorífico en el que el ogro, cuchillo enorme de cocina en mano, se dispone a degollar a sus propias hijas, víctima de la oscuridad y de la astucia de su oponente. No cabe duda de que Amís y Amiles, que en el fondo no es más que otro foIk tale con infinidad de recitados paralelos en la reserva legendaria de muchos pueblos, es un tema excelente para un paisajista de la imaginación, para un ilustrador de la fantasía.Entre 1860 y 1920, la ilustración de libros anglosajona alcanza su mayor brillantez. Es la época de Walter Crane, Aubrey Beardsley, John Tenniel, Howard Pyle, Jessie King, Arthur Rackham, Harry Clarke, René Bull, Edward Detmold, Kay Nielsen, Noel Paton, Edmund Dulac y los hermanos Robinson, por citar los nombres de los artistas más conocidos. dotados hoy, en su mayoría, de una o varias monografías, asequibles en el comercio, sobre su obra. Es la época de William Morris al frente de la Kelmscott Press, de donde salieron los libros más hermosos del mundo. Pues bien, a partir de 1920 los gift books cederán terreno ante el cinematógrafo y el comic, lo que explica, junto a una relativa decadencia de la clase social que constituía el mercado tradicional de esos libros, el descenso global (con numerosas excepciones) de calidad que puede constatarse en los ilustradores de las décadas posteriores. Este tipo de observaciones, y otras mucho más divertidas y menos sociológicas, puede encontrarse en las páginas de Fantasy (Londres, 1975), precioso y documentado volumen sobre la ilustración fantástica de libros que ha llevado a cabo, con innegable acierto, Brigid Peppin, y que puede significar, para algunos, el encuentro con un mundo absolutamente maravilloso, aunque para los más no suponga otra cosa que recorrer de nuevo estupendos caminos ya conocidos. En los años setenta la ilustración en libros y revistas alcanza unos niveles más que aceptables. Hay dibujantes jóvenes, como Brian Froud, que no hacen añorar a los viejos maestros. Vivimos otra edad de oro de la iIustración.
Virgil Finlay, Frank Rudolph Paul
Arellano Editor. Madrid. 1978.
Sin recurrir a simplificaciones triunfalistas, ni a biliosos rechazos, la gente, en países como Inglaterra o Estados Unidos, suele asumir con plena libertad, con elegancia y pulcritud, su pasado histórico, y ello produce constantemente frutos positivos, tanto en la realidad como en la ficción. Dentro de una colección de ilustradores de SF. Francisco J. Arellano (cuyo Moorcock, pese a sus deficiencias técnicas, aún permanece en mi memoria) ha incluido sendas monografías sobre Frank R. Paul y VirgiI Finlay, dos extraordinarios dibujantes norteamericanos (por más que Paul, nacido en Viena, lo fuera sólo de adopción). Los cuadernos constan de 48 y 64 páginas, respectivamente, y, excepción hecha de unos breves prólogos y, en el caso de Paul, de un index nominum y de un detalle informativo de todas las portadas de revista ilustradas por él, se componen en su integridad de grabados. Tanto Paul (que trabaja principalmente entre 1926 y 1935) como Finlay (que desarrolla casi toda su actividad en los años cuarenta y en los cincuenta) son magníficos exponentes de lo que fue en su tiempo la ilustración fantástica, y trabajaron sobre textos de autores tan notables como H. G. Wells, Robert Silverberg, Jack Vance, Isaac Asimov, Hugo Gernsback, Henry Kuttner y Philip José Farmer.
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