Claudio Díaz
No me gusta la palabra realismo. Hablemos, pues, de representación y, por si alguien tiene dudas sobre mi actitud, aclaro de salida que los dispositivos que la representación pone en juego en la pintura me parecen tan válidos, tan llenos de posibilidades y peligros como los que más. Pero también es verdad que, en relación a la inagotable. cantera de realistas de uno u otro apellido surgido en este país, y más en concreto en sus llamadas escuelas de Bellas Artes durante los últimos años, mi admiración y mi interés se ha ceñido, tan sólo, a la obra de algunos maestros reconocidos (Antonio López García, Julio L. Hernández y Carmen Laffon) y a la de algún que otro caso aislado, como el de Claudio.Por contra, en la gran mayoría de seguidores, imitadores o pretendidos discípulos de los maestros (sobre todo de López García), sólo encuentro retórica, artificiosidad o trucaje más o menos habilidoso. Sublimación del «oficio» y la sabiduría de escuela. Campo abonado para el lucimiento de escolares aplicados y virtuosismos estériles. Camino sin salida donde hemos visto desbarrar a muchas, demasiadas, promociones de jóvenes pintores. Cómplices fueron, desde luego, algunos galeristas que no quisieron perder el tren de la moda hiperrealista que florecía allende nuestras fronteras. También algunos críticos, empeñados en entronizar el realismo patrio a la categoría de escuela, dotándolo de. su propia filosofía y contenidos. Ellos, más que nadie, fueron los inventores de un pretendido realismo cotidiano a favor del cual rellenaron páginas y páginas discurseando sobre la magia de la realidad cotidiana o de lo trivial, sobre el encanto y la atracción de los objetos vulgares, sobre la poesía de las atmósferas íntimas, de los ambientes triviales. «Los americanos -parecían querer decirnos- pintan escaparates y neones. Nosotros tenemos todavía pocos neones, pero nos sobra raza y furia, por eso nuestros pintores prefieren nuestros entrañables retretes viejos y nuestros encantadores tapetitos de encaje.» Lo cotidiano se sublima así también como categoría artística en sí, y un crítico como J. A. Aguirre, para definir estas generaciones de jóvenes realistas se ve impelido a utilizar recientemente una fórmula tan triste como la de estética del viejo cuarto de baño, a la que, en buena lógica, habría que añadir la estética de la pared mugrienta, la estética del perro abandonado, la estética de la parada del autobús, etcétera. Y es que la crítica es capaz de todo tipo de malabarismos si, por ejemplo, lo que pretende es ocultar que esta joven generación realista no sólo no ha desarrollado las posibilidades, ni el campo de la representación, sino que, al contrario, lo ha yugulado por descentramiento, precisamente, de dos de sus problemas fundamentales: oficio y tema.
Claudio Díaz
Galería Egam. Villanueva, 29.
Vicios y falacias estas que nunca hemos encontrado en la obra de los maestros ni en la de aquellos que, como Claudio, nos interesan precisamente por haber sabido evitarlas. Pero hay algo más hondo, previo incluso al mismo acto de pintar y que para aquellos que trabajan a partir de la representación, más que para otros, tiene una importancia capital, algo a partir de lo cual, el oficio y la sabiduría técnica empieza a tener sentido, algo que nunca podrá formar escuela ni reducirse con etiquetas. Algunos lo llaman sensibilidad o emoción. Yo prefiero denominarlo capacidad amorosa en el sentido en que ya la definía Leonardo en su Tratado de pintura: «El gran amor no surge sino del gran conocimiento del objeto amado.» En él reside el único posible nexo de unión entre todos ,estos pintores, más allá de sus indiscutibles diferencias. Amor y conocimiento no de lo cotidiano, sino de lo más cercano, que se materializa en el proceso de representación del objeto elegido. Cercanía del alma que no supone forzosamente proximidad física. El tema, objeto, paisaje o personaje, elegido puede o no ser cotidiano, puede o no ser vulgar. Pueden también ser físicamente lejanos, fugaces, imprevistos, inusitados.
Amor, conocimiento, cercanía del alma, que es lo primero que percibimos en las obras de Claudio, en sus helechos, en sus costureros, en sus manzanas, en sus ventanas, en los retratos de su familia. Pintura de difícil sencillez, representación que no pide ni necesita etiquetas o sambenitos y con la que Claudio hace bueno lo que ya Bergamín cantara en excelentes versos: «Lo que miro, lo que escucho,/lo que toco, lo que siento,/Io que creo, es y no es/tiempo y alma y vida y sueño.»
Babelia
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