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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El capitalismo trilateral y la economía española en la transición / y 2

Diputado del PCE por MadridLas observaciones anteriores podrán parecerles excesivas a algunos lectores cuando pretendemos referirnos a la economía española en la transición. Pero en realidad no es así. Y no sólo porque el comercio exterior esté en función de las fluctuaciones internacionales. O porque el nivel de empleo y las tasas migratorias de la población española tengan no poco que ver con la situación económica en las Comunidades Europeas. O porque el Mediterráneo sea un mar crecientemente contaminado por todos sus países ribereños. Aparte de esas indudables imbricaciones -y otras muchas que cabría mencionar- lo cierto es que en lo referente a niveles tecnológicos, inversiones en industrias de punta, marketing y promoci6n del mercado, en todos esos aspectos, la incidencia de las mayores multinacionales en nuestro país -con un riesgo cada vez mayor sobre el posesivo nuestro- va resultando más y más ostensible.

Todo lo anterior se confirma con una circunstancia, que supera lo simbólico o anecdótico: por las mismas fechas en que escribo este artículo se ha concedido la primera autorización oficial para que en el mercado español se implanten ocho grandes bancos extranjeros. Podrá decirse que tal decisión se hacía ya inevitable por la obligada exigencia de reciprocidad que planteaba la creciente penetración bancaria española en otros paises (i!). Pero eso no pasa de ser una observación formalista y un tanto hiperbólica. Lo importante es subrayar que la llegada de los principales agentes de Wall Street, la City, o Francfort, representa el cierre del dogal de la dependencia. Se quiera o no admitirlo, gradualmente, el crédito y las magnitudes monetarias de nuestra economía también pasarán a estar condicionadas desde fuera.

«¿Qué otra cosa podría hacerse?», preguntará algún lector. «No hay otra salida», podrá contestarse a sí mismo para autoconformarse. Pero en realidad, las cosas son más complejas. Por ejemplo, dentro del sistema capitalista, en la postguerra, Japón, a pesar de ser un país vencido y militarmente ocupado, se resistió durante veinticinco años a la penetración del capital extranjero. Cierto que admitió, simbólicamente, algunas inversiones norteamericanas; pero no vaciló en cerrar el mercado en favor de su propia industria, al tiempo que inundó el mundo con sus productos. Y sólo de modo muy reciente, cuando ya tenía plenamente consolidado su poderío económico y tecnológico y su propio área de inversiones en el exterior, aceptaron los nipones abrirse al capital exterior. Y por una presión ya irresistible, pues no es casualidad que tal decisión coincidiera con la crisis desatada en 1973, y con la apertura, pocos meses antes, de la «Ronda Tokio» de negociaciones comerciales del GATT, donde, de no haber hecho concesiones Japón, podrían haberse adoptado decisiones muy negativas para sus exportaciones; en fin de cuentas abrió su mercado a la inversión, pero al tiempo que se convertía en uno de los grandes socios de la gran «Internacional» capitalista, la Trilateral.

El honorable español medio

El caso español -sin por ello intentar establecer absurdos parangones con Japón, y sin caer tampoco en el estúpido cepo de criticar al capitalismo español por no haber llegado a ser imperialista- ha sido bien distinto: a un país abierto a todos los vientos multinacionales, donde se hicieron tan increíbles «trajes a medida» como los «decretos Ford» de 1972, donde funcionaron -y aún funcionan de hecho- contratos tan leoninos como los de Telefónica con ITT, por no hablar de la forma en que Coca-Cola se hizo con todo el mercado español asociada a unos cuantos oligarcas, o al modo en que se abrió el camino a los grandes almacenes americanos, primero, y a los hiper-mercados, después.

Así se hizo posible que hoy un «español medio» -o algo más que medio- se desayune con leche vaporizada de la Nestlé, margarina vitaminada de Unilever, y mermelada de Hero; y si además come un huevo pasado por agua es altamente probable que sea transformación de piensos compuestos hechos bajo licencia multinacional. Luego irá al trabajo en un coche de marca norteamericana o comunitaria, oyendo música de alguna casa discográfica de esas mismas latitudes. Y antes de la comida, tal vez beba una ginebra o un whisky -o si es abstemio un jugo de tomate- de una de las muchas empresas «españolas» de algún conglomerado exterior. Y después, si el «almuerzo de negocios» es rápido, no será difícil que la sopa de lata sea Campbell y los alimentos congelados Findus, por no referirnos a la cerveza -directamente «de importación»- y al café soluble de la misma marca suiza ya mencionada antes.

Por la tarde, el mismo «ciudadano medio», acompañando a su esposa, seguramente se decidirá a ir de compras a un gran almacén de una cadena norteamericana -«comprador satisfecho o dinero devuelto»- y al volver a su casa absorberá una buena cantidad -que a plazo medio hace «sobredosis»- de grabaciones televisivas de la CBS, de la NBC o de la ABC, debidamente dosificadas con publicidad igualmente trasnacional. Eso sí, el «opio del pueblo», que es RTVE, quizá le convenza, a pesar de todo, de que los españoles estamos encontrando finalmente nuestra propia identidad. Pero ahí no acaba la cosa, y por si quedara alguna duda, el honorable «ciudadano medio», para conciliar el sueño lo más placenteramente posible, aún puede recurrir a un tranquilizante o a un somnífero -«de los que no crean hábito» también fabricado en España bajo patente multinacional.

Ni continuismos ni nostalgias

Frente a esa situación, que va cerrando el círculo de opciones dia a día, hablar de planificación -cuando se hacen cada vez más distantes los resortes de poder-, o referirse al diseño de una sociedad distinta -cuando de hecho las formas de vida vienen impuestas por el modo de producción capitalista/multinacional que nos vende el poderoso aparato publicitario- es algo que debe tomarse con no poco relativismo. A muchos incluso les llevará a una apreciación que les libere para pensar más seriamente sobre el significado profundo de la planificación democrática, y de lo que podría ser una sociedad que no esté machacada por el espíritu de acumulación del multinacionalismo trilateral.

A los que así piensen, de poco les servirá la alegación de que en multitud de países europeos occidentales sucede otro tanto. Más que consuelo, tal argumento no sería sino la expresión de la filosofía conservatriz de que las cosas cambien lo menos posible.

No, tales ideas no pueden ser razonamientos válidos para quienes piensan que en España -sin por eso ser «diferentes»- había y hay esperanzas bien forjadas de que con la transición a la democracia cambiasen muchas más cosas; incluso con planteamientos originales no necesariamente para adaptarnos a la horma preconizada desde Washington o Bonn. Muchos serán los que piensan que los largos y oscuros años de resistencia y lucha -o simplemente de opresión- hasta 1977 han de servir para bastante más que reproducir ahora miméticamente una sociedad insolidaria, de autoritarismo encubierto y al servicio del consumismo multinacional.

No se piense que razonar en la forma en que estoy haciéndolo es dar pie al pesimismo o al fatalismo. Ni lo uno ni lo otro. De lo que se trata es de no aceptar porque sí razonamientos panglossianos de que vamos irremediablemente al mejor de los mundos posibles. O de que, por el contrario, «antes se vivía mejor», de modo que la democracia, lejos de resolver los problemas, no hizo otra cosa que aumentarlos. Ni lo uno ni lo otro. Lo primero sería aceptar el más burdo neocontinuismo. Lo segundo, supondría tanto como volver pura y llanamente a un pasado en el que no había «tantos problemas» simple y llanamente porque se soterraban bajo el «ordeno y mando».

Una sociedad distinta

De lo que en verdad se trata es de saber dónde estamos, y contar con una estrategia a la altura de los tiempos, en la cual adquiera toda su relevancia un proyecto de sociedad distinta.

Con la particularidad adicional de que esa sociedad distinta puede interesar a gentes de tendencias políticas en apariencia muy diversas, a poco que en vez de los simples eslóganes electoreros se explique qué se quiere realmente y cómo conseguirlo. Habrán de aclararse, por ejemplo, las intenciones de quienes dicen que «nuestro modelo es el de Europa occidental». «¿Cuál?», hay que preguntar. ¿El del autoritarismo latente alemán? ¿El del burocratismo y centralismo francés? ¿El de la corrupción generalizada a la italiana? ¿El de la falta de eficiencia británica? ¿Qué se busca realmente? Porque si se va en pos del modelo más allá del océano, en vez del sueño americano más bien se encontrará la pesadilla del paro, los ghettos, la violencia, y una economía que tiene sus principales resortes en el complejo militar-industrial y en el predominio de sus multinacionales opresoras o controladoras de más de medio mundo. No nos engañemos: el «occidental» no es sino un modelo que defiende los intereses del capitalismo trilateral, y que en Europa se mantiene porque cuenta con un núcleo poderoso -el germanoocidental- que forma parte del sancta sanetorum del propio trilateralismo.

Frente a ese «seudomodelo» -en el sentido de que es algo no ejemplificador- resulta necesario plantear seriamente las bases de la nueva sociedad. No hay que tratar de convencer a la gente de que el capitalismo va a caer porque está en su crisis definitiva. Eso no es cierto. Es preciso explicar que el capitalismo, aunque hoy se llame a sí mismo científico, es irracional, y que en su fase trilateral genera aún más alienación que antes, y explota no sólo a los trabajadores, sino también a los pequeños y medianos empresarios, a lo que tradicionalmente se llamaba la «burguesía nacional», amenazando incluso las mejores aspiraciones de una Europa profundamente democratizada. Frente a esa cruda realidad hay que presentar las posibilidades, verosímiles, de una nueva sociedad, en la cual si se consigue llegar al orgullo del trabajo bien hecho no será un drama que todos trabajemos menos de las 36 horas semanales, algo no tan irrealizable y que ya en el siglo XVI preconizaban Tomás Moro..., y el padre Las Casas. Todo eso, en contraste con lo que hoy sucede, cuando para un Gobierno deja de ser dramático que haya una tasa de paro del 8%, que el 6% de la población activa potencial se encuentre en la emigración sin esperanza de un pronto retorno, y que los ocupados sólo lleguen al 28%; lo cual es el caso de España.

Una sociedad nueva será también aquella donde un día se pueda crecer menos del 5% sin por ello generar desempleo adicional donde el crecimiento, al tranformarse en desarrollo, no signifique necesariamente inflación y consumismo estéril, y donde la destrucción de equilibrios medioambientales en pro del «bienestar privado» dé paso a una verdadera preocupación ecológica; donde la juventud participe en la vida social, en vez de convertirse en espectador marginado; y donde las ciudades dejen de ser junglas de asfalto e infiernos contaminados, para transformarse en espacios de convivencia.

Es frente a la sociedad potencialmente nueva -con unos nuevos valores, y sin especuladores ni agentes multinacionales omnímodos- contra la que el capitalismo trilateral levanta hoy osada y provocadoramente su bandera: «No tenéis modelo», viene a decir; «el único modelo está ahí, es el nuestro, y es el que funciona». A pesar del terrorismo, el paro, la inflación, la droga, la violencia, y la enajenación en el trabajo y fuera de él que comporta, podríamos agregar...

Por eso hay que contestar que el capitalismo trilateral no sirve ni podrá servir a la inmensa mayoría. Existen posibilidades racionales de contar con un verdadero modelo. Pero, ciertamente, esa idea pasa por la discusión de las alternativas fuera de los convencionalismos crecimentistas, pasa por la critica de los procesos de cristalización a que llevan las inercias, por la meditación sobre lo inadecuado de no pocos planteamientos tácticos que pueden hacer persistir el círculo infernal de la confusión. Y no creo que pueda, decirse que todo eso es caer en infantilismos. Es bien sabido que la lucha política entraña siempre la pugna por el poder, y que por ello sería pueril pedir que los políticos, en aras de la racionalidad «y del bien del pueblo», renunciasen a sus ambiciones personales. Pero sí cabe plantear a los políticos más inteligentes y que verdaderamente estén por un cambio de la sociedad que recapaciten sobre muchas cosas; que piensen más libremente y sin las ataduras cotidianas que cortan la visión a tres meses como máximo. E igualmente cabe pedirles, si están convencidos de esa nueva sociedad, que trabajen más seriamente y más unidos en la difusión de la idea

España y Europa

Pero no se trata sólo del caso de España frente a su devenir. También falta la estrategia para una Europa integrada que no tiene por qué ser indefinidamente un designio del gran capital. En una Europa federal, conjuntando las fuerzas favorables al progreso, será posible ensanchar y profundizar la democracia mediante la descentralización autonómica, y a través de la participación popular en las decisiones políticas a los distintos niveles del sistema político y productivo. Y esa Europa es la única esperanza frente a la cristalización del capitalismo trilateral. Entre los pueblos europeos existe el anhelo de resistir el peso de las superpotencias, sin que esa posibilidad lleve a la paradoja de autotransformarse en una nueva superpotencia, sino con el propósito de construir nueva sociedad que sí quepa considerar como un modelo presentable. Y en esa Europa -que sólo la decisión de los propios europeos cambiará- podrá participar España en los años ochenta.

Sin embargo, será muy distinto el futuro, según que el acceso a las Comunidades Europeas se haga de una u otra forma. De seguir las tendencias todavía imperantes, nuestra presencia en el concierto europeo sería la de un país dominado por sus fuerzas oligárquicas, trasnacionalizado en las más importantes decisiones sectoriales, con un sector público raquítico, y con los más graves desequilibrios por la polarización de la actividad económica en unas pocas áreas. O, por el contrario, si la sociedad española se conciencia a fondo y sabe aprovechar una gran oportunidad histórica que no va a ser demasiado larga -tal vez sólo los pocos años inmediatos- se podrá ir a una democratización profunda de las instituciones económicas que reduzca a la omnímoda oligarquía a mero recuerdo histórico. Se contará con un sector público poderoso, eficiente, que haga posible una planificación efectiva y un contrabalanceo de las multinacionales; se dispondrá de sendos núcleos dinámicos y modernizados en la pequeña y mediana empresa y en el sector agrario; habrá una economía descentralizada y participada a todos los niveles; el país pasará a ser de todos y no sólo de unos pocos.

Ese va a ser el reto para quienes, jóvenes y menos jóvenes, aspiren a cambiar las cosas. Por el contrario, si seguimos en el plano inclinado de la dependencia exterior y de la burocratización interna, que vaya restando espacios a la democracia potencial, el futuro sería bien diferente: gris, sin otra esperanza que la mera supervivencia en un mundo casi de reflejos condicionados y de pobreza espiritual. Pero aún es tiempo. Aún es posible que nos adentremos en el camino de la autorreconstrucción, del lanzamiento y defensa de nuevas ideas y nuevos valores, de un desarrollo que lejos de deteriorarse se potencie en el marco del proceso integratorio de una Europa que también en su conjunto está bien necesitada de autorreconstruirse.

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