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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
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Las comunidades autónomas y los partidos

Catedrático de Teoría del Estado y Derecho Constitucional

Se entiende que una comunidad territorial goza de autonomía cuando tiene la facultad de organizarse jurídicamente, de crear derecho propio; derecho que no' sólo es reconocido como tal por el Estado, sino que éste lo incorpora a su propio ordenamiento jurídico y lo declara obligatorio, como las demás leyes y reglamentos. La autonomía implica siempre competencias legislativas. Ser entidades «autónomas» no supone que sean «soberanas », sino que presupone su integración en el Esta do. De ahí que la actividad legislativa de las comunidades autónomas ha de estar de acuerdo con los principios de integración del Estado del que forman parte. La autonomía implica, en efecto, la facultad de promulgar normas, pero en coordinación necesaria respecto a una colectividad más grande, a saber, España.

La autonomía presupone la descentralización política. No hay, pues, que confundirla con la autarquía -en su acepción iuspublicista- que implica tan sólo la noción de descentralización administrativa. Lo que nosotros queremos mantener es que la autonomía presenta su lugar adecuado en el capítulo relativo a la descentralización política, pues que atañe al problema de la unidad política del Estado. La descentralización política implica la administrativa, pero no al revés.

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Podemos definir a toda comunidad autónoma -como las nacionalidades y regiones del proyecto constitucional español- como corporaciones territoriales públicas dotadas de autonomía legislativa y de órganos de autogobierno, o también la podemos definir como una entidad pública territorial dotada de personalidad Jurídica soberana o suprema. Las comunidades autónomas derivan su vida del reconocimiento por parte de la única Constitución nacional del Estado. Esta es una de las características que la diferencia del estado-miembro en un Estado federal, pues en éste cada «Estado-miembro» tiene derecho a darse «su» propia Constitución. Por eso, las «comunidades autónomas» no son soberanas o supremas, porque no están dota das de la potestad total de Gobierno o de imperio, propia del Estado, sino solamente de una potestad legislativa y de administración limitada y condicionada por la Constitución del Estado y a ella subordinadas.

Las entidades autónomas tienen sus propios órganos de gobierno: asambleas, juntas o Gobierno y presidente. Pero en tanto la autonomía será verdadera en cuanto que sus órganos no están condicionados ni regidos desde el exterior, es decir, desde fuera del cuadrante autonómico correspondiente. Los órganos de autogobierno local deben responder a los mandatos del cuerpo electoral autonómico que los eligió y no deben, por tanto, estar sometidos -mediante ningún tipo de mandato imperativo- a los partidos a los que puedan pertenecer los miembros integrantes de los órganos de autogobierno local. De ahí la importancia que tiene el problema de las relaciones entre las «comunidades autónomas» y los partidos».

Nacionalidades y regiones del proyecto constitucional

Frente al concepto político de nación, nacionalidades, el proyecto constitucional ha cristalizado lo que, con Meinecke, llamaríamos «naciones culturales», que no son más que aquellas que posean una cultura común sentida como tal. En este sentido, Arias Salgado dijo que frente a la «nación-Estado» había que distinguir la «nación-histórico-cultural», que -según él- no tiene vocación de soberanía, pero que identifica a una determinada población en su singularidad cultural e histórica y que es a lo que en el texto constitucional se denomina « nacionalidades». Con la aprobación ya del artículo dos por ambas Cámaras, habrá que distinguir, en España, la existencia jurídica de «dos tipos diferentes de comunidades», las «nacionalidades» y las que se denominarán «regiones», pero que si se analiza bien el texto constitucional se podrá llegar a la conclusión de que tal distinción no tiene relevancia constitucional.

La definición culturalista de « nacionalidad es» arriba transcrita puede aplicarse también a otro término: el de «región». Entre «nacionalidades» y «regiones» que integran «la indisoluble unidad de la nación española», que además es la soberana, no existe diferencia jurídico-constitucional de relieve hasta el punto de crear entidades constitucionales sustancialmente diferentes. ¿Por qué? Porque las nacionalidades han quedado «desustanciadas», y transformadas de un «colectivo sociopolítico en sí» en partes de «un todo nacional soberano» (como las regiones». He aquí las palabras del diputado Arias Salgado: «El vocablo nacionalidad del artículo dos no es, ni puede ser, fundamento de un derecho a constituirse en Estado, sino sólo de un derecho a tener un régimen de autonomía. No es, ni puede ser, el fundamento para legitimar una autoridad soberana, porque la soberanía es patrimonio exclusivo de la nación española. Finalmente, no es, ni puede ser tampoco, fundamento para reclamar la aplicación del principio de las nacionalidades o del principio de la áuto-determinación, porque se sobrepone la realidad histórica de España como una unidad política nacional en la que no existen minorías o pueblos bajo dominación colonial.» Entonces, ¿qué son las nacionalidades?: no son más -según Arias Salgado- que el «reconocimiento de una singularidad y fundamento de un derecho a la autonomía y a la autoidentificación... » (cfr. EL PAIS, 13-5-78). Esto, lógicamente, también es aplicable a las regiones.

Entre las «nacionalidades y regiones» no existen, pues, diferencias jurídico-constitucionales sustanciales, sino tan sólo de grado.

Si analizamos con detenimiento el texto constitucional, veremos qué fácilmente podremos llegar a la conclusión que tal organización territorial de España en «nacionalidades» y «regiones» tendrá -como hemos dicho- escaso relieve e importancia constitucional, Se trata, a nuestro entender, de una cuestión más bien de prestigio que de una real diferencia jurídico-constitucional entre ambos tipos de comunidades autónomas. De ahí que el Estado creado por el proyecto constitucional será un Estado autonómico, pero nunca un Estado federal.

Las comunidades autónomas y el sistema único de partidos

El Estado «autonómico» o «nacional-regional» -como cualquier otro tipo de autogobierno local- es incompatible, en su funcionamiento, con todo tipo de régimen que fácticamente realice la confusión de poderes, bien en provecho del Gobierno, bien de la asamblea o del «partido». Si bien teóricamente un régimen de partido único monolítico puede admitir en su Constitución una descentralización de entidades autónomas, «de hecho» sería puramente ilusoria dicha declaración constitucional. Opinamos que el autogobierno local, en sus diferentes formas, es particularmente incompatible con la existencia de un «partido único» en cualesquiera de sus versiones, sea fascista o social-comunista. Refiriéndonos a la URSS, podemos afirmár que la unidad del territorio estatal queda asegurada, sobre todo, por la existencia de un «partido único», el PC, cuya organizacion, basada en el llamado «centralismo democrático», contrabalancea las libertades «teóricas» conferidas a las «entidades confederadas» en la Constitución del,78. De hecho, el PC de la URSS detenta todos los puestos directivos, tanto en la Unión como en las Repúblicas, regiones y distritos. Análoga afirmación podría hacerse si nos refiriéramos a los regímenes del tipo fascista o nacionalsocialista, en los que se realizaba una confusión de poderes por subordinación de todos los órganos gubernamentales a los «jefes de los Gobiernos respectivos».

En los regímenes de partido único monolíticojos órganos representativos de las colectividades con autogobierno legislativo, si los hubiere, realizarán más bien la voluntad de los órganos centrales del Estado -es decir, del jefe o del partido- antes que la voluntad del colectivo representado, es decir, de las comunidades autonomas que la constítución, v. gr., la actual soviética, pueda reconocer.

El Estado autonómico con un partido único, es decir, el «sistema autocrático-totalitario», tanto de izquierdas como de derechas, aunque pueda tener una Constitución federal como el de la URSS, «de facto», en el funcionamiento real del sistema, la autonomía de las comunidades descentralizadas es meramente ilusoria. La existencia de un «partido único» hace inviable cualquier forma de autogobierno local. No hay ningún autor o tratadista de Derecho Constitucional que no afirme que el Partido Comunista de la Unión Soviética ha convertido la forma federal de Estado en algo meramente teórico. Un régimen de partido único y un «Estado autonómico» se excluyen mutuamente.

Por lo que se refiere al «Estado autonómico» en el marco del sistema democrático pluralista, cabría distinguir los siguientes supuestos:

1. Que el «Estado autonómico» funcionase con un sistema de partidos «centralistas», con una estructura rígida interna apoyada en un sistema electoral de listas cerradas y bloqueadas. Podría afirmarse que, en este supuesto, el autonomismo perdería gran párte de su fundamentación lógica. En efecto, se correría el peligro de que los órganos centrales de cada partido fueran los que tomaran las decisiones vinculantes para los órganos representativos de las comunidades autónomas. Si las listas electorales son confeccionadas por los comités centrales de los partidos, ¿no se vería mermada la capacidad de autojobierno local?, Pero es que, además, tal y como vienen funcionando los partidos en España, no hay duda alguna de que los lartidos políticos vienen funcionando de un modo centralizado. Y que entre el partido y sus diputados y senadores existe un nuevo tipo de «mandato imperativo», que es contrario a la vida política democrática. Los diputados y senadores obedecen, en el momento de adoptar un comportamiento político concreto en el seno de su correspondiente Cámara, lo que el partido, su comité, les manda: «votaré lo que me mande el partido.» He aquí la pauta de conducta de nuestros parlamentarios seguida hasta ahora. Dijimos que los partidos, a través de «su» grupo parlamentario y de la «disciplina de voto», seguida por los diputados y senadores, está imponiendo un nuevo tipo de «mandato imperativo» que es abiertamente antidemocrático. Bastantes diputados y senadores españoles, actuales, posponen su «disciplina personal» a la «disciplina de voto» impuesta por el partido. Hay que denunciar, « este peligro oligárquico» que pende sobre la joven democracia española. Si no se adoptan las medidas oportunas, pronto veremos que las instituciones creadas por la Constitución serán puras correas de trasmisión de la voluntad de los comités de los partidos. Con ello el camino tristemente seguido por la democracia italiana estará ante nosotros, y la joven democracia española tomará idénticas andaduras. Y frente a la democracia surgirá, suplantando la voluntad de la mayoría, pero con el respeto de la minoría (y basada en el «mandato representativo»), la «partitocracia». Y el partido es para la democracia y no para desvirtuarla, como sucede en Italia. La democracia debe basarse en el «gobierno de los ciudadanos» y no en una «oligarquía caciquil», cual es la de los «comités de los partidos». Hay qee evitar la «dictadura de los partidos». En caso contrario las instituciones políticas serán meras transmisoras de la voluntad de los partidos en el poder. Y si así sucediera, la Constitución se habrá convertido en semántica o nominal.

2. Que el Estado autonómico funcionase inserto en el marco de un sistenia de partidos autonomistas, independientes unos de otros. Sin duda, en este caso la autonomía cobraría su mayor pujanza; habría un verdadero autonomismo, pero se correría el peligro de avanzar por la senda del separatismo, desvirtuándose así la forma de «Estado autonómico» creado por la futura Constitución.

3. Consideramos que el sistema de partidos que mejor combina con el autonomismo, cristalizado en el Título VIII del proyecto constitucional, es decir, de las comunidades autónomas, bien sean « nacionalidades » o «regiones», integradas en el marco de la «indisoluble unidad de la Nación española» (art. 2.º), es aquel que tuviera una estructura interna flexible, federativa, pero sin perder su visión «global» de los intereses generales de todos los cuadrantes españoles, pues sólo así se salvaría la «solidaridad» entre las « nacionalidades » y «regiones», de la que nos habla el artículo segundo de la futura Constitución. Es la solución que parece más acertada. Ante el equilibrio entre el «centro» y la «periferia» el sistema podría madurar. La política de partidos sería «nacional», a la vez que «autonómica», pues no se olvidaría a la «periferia», a la vez que se respetarían las necesidades del todo colectivo: España. La estructura de los partidos debería ser totalmente democrática. Mil propuestas podrían efectuarse al respecto. Cabe postular la representación de todos los líderes reP,ionales en el Comité Central del partido, e incluso que estos representantes regionales votasen en bloque por región (como en el Bundesrat de la RFA), y no personalmente. Se trataría de luchar, en definitiva, contra la «tendencia oligárquica de los partidos». El control no debería limitarse sólo a la estructura del partido, sino alcanzar también a su funcionamiento. Pero, en fin, todas estas cuestiones y otras más las plantearemos en artículos sucesivos.

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