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Reportaje:

Posible constitucionalización del Patrimonio Nacional

Atentos, sin duda, a otros asuntos de mayor revelancia política, nuestros senadores, incluso los más fiables, acaban de dar vía libre y carta constitucional, si Dios no lo remedia y ellos mismos no se desdicen (el pleno en curso les brinda la primera oportunidad, quedando la segunda y definitiva a merced de la comisión mixta), a una de las herencias más cualificadamente negativas del franquismo: el llamado Patrimonio Nacional, La amplitud y ambigüedad de su título (al que desde el advenimiento de la Monarquía se ha agregado, sin modificación alguna de su anterior cometido, el subtítulo parentético de Casa Real) inducen y seguirán induciendo a confusión con otras instituciones públicas de clara afinidad de lectura, o mera resonancia auditiva, y absoluta disparidad de contenido, cuales pueden serlo el Patrimonio Artístico Nacional y el Patrimonio del Estado. Vale la pena deshacer, una vez más, la presumible e inexistente sinonimia entre dichas tres entidades públicas, habitual causante de equívocos como aquel en que parecen haber incurrido los bien intencionados padres de la Patria. Bajo la común advocación de Patrimonio Artístico, o Tesoro Artístico, quedan comprendidos, al margen de su respectivo régimen de propiedad, todos los bienes (muebles e inmuebles, públicos privados, eclesiásticos y civiles) que el Estado protege a través de la Dirección General del Patrimonio Artístico, Archivos y Museos, de pendiente del Ministerio de Cultura. El Patrimonio del Estado, por su parte, depende del Ministerio de Hacienda y engloba aquellos bienes que son de su específico dominio (los bienes del Estado, a secas), sin hacer distinción alguna en cuanto a su significado cultural o notoriedad artística.

¿Y el Patrimonio Nacional? Aparece configurado con tal nombre por la vigente ley de 7 de marzo de 1940. Su ámbito se extiende a aquellas propiedades que durante siglos se vieron confundidas entre el patrimonio de la Corona y el personal de los monarcas, afirmándose su personalidad jurídica a lo largo del siglo XIX. La ley del año 1932 lo reconforma y reestructura como Patrimonio de la República, y la citada de 1940 le atribuye, tras la guerra civil, la harto equívoca denominación que hoy ostenta, confiriendo a sus bienes (reconocidos como propiedad del Estado, adscrita a la primera Magistratura) el carácter de inalienables e imprescriptibles (los mismos que recoge la enmienda de nuestro caso) bajo fórmulas atípicas de Gobierno y Administración.

Constituido como organismo autónomo, el Patrimonio Nacional agrega a su flagrante anomalía jurídica el derecho y el hecho de escapar al control del Tribunal de Cuentas del Reino y de la Hacienda pública, en lo económico, y del ya citado Patrimonio Artístico en lo cultural. En el preámbulo de la vigente ley de 1940 se nos dice textualmente: «Los bienes constitutivos del antiguo Patrimonio de la Corona estuvieron asignados al uso y servicio del jefe del Estado como la más elevada representación nacional. Al modificarse ésta con la República, la ley del 22 de marzo de 1932 los desvinculó de su antiguo y propio destino, dándoles aplicaciones varias, sin sentido útil algunas, partidistas y sectarias las otras. Recuperada por la Jefatura del Estado la plenitud de su tradicíonal significación, debe volver el antiguo Patrimonio de la Corona a servir al alto, fin para el que fue constituido.»

Sin hacer cuestión acerca de la rectitud de intenciones del texto preambular, se me ocurre dejusticia señalar que de esas aplicaciones varias (por sectarias, partidistas e inútiles que al nuevo legislador le parecieren) no fueron pocas las que con la República hallaron un destino más común o menos privatizado que los regímenes precedentes y subsiguiente. Justicia obliga igualmente a reconocer que en el período republicano pudo la Hacienda pública ejercer sobre ellos el control exigible, frente a la absoluta autonomía económica e independencia jurídica que el nuevo régimen especial (al que apunta sin ambages la enmienda de marras) regalaba, y sigue regalando, en bandeja al sedicente Patrimonio Nacional y a la gestión de sus más directos responsables.

A cualquier ciudadano consciente ha de parecerle equitativa y conveniente la desamortización, concesión, venta o alquiler de aquellas propiedades del llamado Patrimonio Nacional que se avengan a públicas demandas o tiendan a remediar perentorias exigencias sociales. No creo, sin embargo, que obedezcan a lo uno o lo otro muchas de las concesiones hechas por el Patrimonio Nacional, como las del Club de Campo o el de la Herrería, la tala y venta de las maderas de Valsaín, la urbanización y privatización de algunas de las zonas de su dominio, cuales las operadas en terrenos del desaparecido Buen Suceso, la enajenación de parcelas tan significativas como las de la Florida, Puerta de Hierro... o las anejas a la muy anómala Fundación Generalísimo, por cuya desgracia (dicho sea de paso) a punto está de ver cerradas sus puertas la Real Fábrica de Tapices; concesiones y enajenaciones primordialmente destinadas a viviendas, y no precisamente de las llamadas sociales.

Tales son algunos de los síntomas de la supuesta indivisibilidad y presunta inalienabilidad a que ha venido ateniéndose el cumplimiento (?) de la ley de 7 de marzo de 1940, creadora del tan traído y llevado Patrimonio Nacional. Y a ellos, y no a otros, se ciñe explícitamente la enmienda que, aprobada por la Comisión Constitucional, merece ser objeto de serena reconsideración cuando en un par de días pase al Pleno del Senado y más tarde a la comisión mixta. A donde jamás debe pasar es al texto definitivo de la Constitución. ¿Por qué constitucionalizar, sin ulterior remedio, una práctica tan plagada de irregularidades, que, a favor de una argucia semántica (¿Patrimonio Nacional?) ha sembrado confusiones sin cuento, llegando a convertirse en auténticofeudo a lo largo de estos últimos cuarenta años? ¿Por qué, muy al contrario, no someter el caso al régimen común, con el debido y doble control del lado del Ministerio de Hacienda y del de Cultura?

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