Una nueva imagen de Manzoni
En el verano de 1827 Jean Pietro Vissleux, director de la revista Antologia, da en Florencia una recepción con motivo de la presencia en la ciudad del poeta Giacomo Leopardi y del comediógrafo Alberto Nota. Creo que fue en aquella ocasión cuando le fueron presentados a Leopardi dos autores de excepción: Stendhal y Manzoni. El encuentro entre Leopardi y Manzoni es altamente significativo, no sólo por el hecho en sí, sino también porque en aquel mismo año de 1827 ambos autores publicaban dos de sus obras clave -Las Operette morali e I promessi sposi (Los novios), respectivamente- y, sin lugar a dudas, las dos obras fundamentales en prosa del siglo XIX italiano.Recuerdo todo esto al ver la valiosa edición que Esther Benítez ha preparado de Los novios. Y veo también de qué forma ambas obras son -salvando, claro está, las notabilísimas diferencias- complementarias de un tiempo. Algo parecido podíamos decir de los autores, tan dispares. Pero ahí está, por citar sólo un ejemplo, el hecho de que si Leopardi partió de una educación reaccionaria en lo político y catolicísima en lo religioso para pasar, tras el deslumbramiento bonapartista, al liberalismo y al agnosticismo, Manzoni parte de una juventud desenfadada y librepensadora para acabar -acuciado acaso por condicionamientos familiares y por sus contactos con el París antinapoleónico- en una celosa, exacerbada religiosidad, en un patente conservadurismo. De aquí la importancia de ese encuentro, en un año en que las personalidades de ambos autores parecen haberse decantado definitivamente, en una ciudad plagada de refugiados políticos del Nápoles borbónico y, en consecuencia, enriquecida por las ideas en libertad. De aquí también la frialdad y las lógicas contradicciones del encuentro.
Los novios
Alessandro Manzoni. Clásicos Alfaguara. Madrid, 1978.
Pero volvamos a Los novios y al fermento que el contenido de la obra supuso en la sociedad política y literaria de su tiempo. En el terreno de las ideas, porque radicalizaba los julcios entre católicos y no católicos. De hecho, entre las opiniones extremas de un Goethe, que deseó enseguida traducir la obra, y la más reciente de un Gramsci (Que Dios se encarne en el pueblo puede creerlo Tolstoi, pero no Manzoni), se han venido debatiendo panegiristas y detractores. En cualquier caso, ahí queda la obra de un autor al que sólo le aventaja en bibliografía el mismísimo Dante y que acaso encontró en su novelón el medio ideal para librarse de sus frustraciones de poeta mediocre.
Mucho más sustanciosas me parecen las ideas suscitadas en el terreno literario, al avivarse -acaso en exceso- la polémica que años atrás había provocado un artículo de madame de Staël, artículo al que Manzoni y el propio Leopardi habían dado puntual respuesta. Se trataba de la apasionante polémica entre clasicismo y romanticismo que se ha venido prolongando hasta nuestros días. La novela de Manzoni es todo un abrumador y soberbio testimonio de este último movimiento.
Como en otras obras del género, se plantea también en Los novios la oportunidad y los condicionamientos de la novela histórica, en la que por subrayar sólo un aspecto, el espacio que se dedica a las descripciones palsajísticas suele ser siempre de una jugosa calidad. (Recordemos, entre nosotros, el ejemplo de El Señor de Bembibre. Descripciones paisajísticas que suelen estar siempre muy por encima del entramado histórico, casi siempre algo aburrido. Muy ricas son las impresiones que Manzoni recoge de los incomparables valles que se extienden entre los lagos de Como y Mayor.
Espléndida, en cualquier caso, la ocasión que Esther Benítez nos ofrece para meditar sobre antiguas cuestiones literarias y tener de la obra de Alessandro Manzoni -indudable ejemplo de laboriosidad- un concepto menos tópico, menos apasionado y más objetivo del que nos brindaban las podadas y abstrusas ediciones de que hasta ahora disponíamos en nuestro país.
Babelia
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