Consolidar la democracia
Los latinos solemos ser gente aficionada a la abstracción intelectual. Discutimos sobre las ideas mientras violan nuestros intereses. Quizá por eso la democracia es de tan difícil factura a orillas del Mediterráneo.El regreso del verano nos está deparando a los españoles algunos aburrimientos más de los deseables. Apenas hay noticias dignas de mención, como no sean las de la actividad terrorista. Y aun éstas, con toda su carga de dramatismo, no logran despertar la sensibilidad de una piel de toro demasiado llena de cicatrices. La polémica sobre el viaje del Rey a Argentina, el conflicto de la policía, lo penoso de la situación económica o las disquisiciones sobre el Senado no bastan para atraer las preocupaciones de un público hastiado de palabras. La prensa denuncia escándalos que nadie cree, quizá porque los propios periodistas nos hemos encargado de aportar la suficiente poca credibilidad a nuestro trabajo, y ni siquiera la perspectiva de unas posibles elecciones generales parece sacudir el sueño del cuerpo social.
¿Qué es lo que pasa? El país se halla metido en una especie de agujero letárgico, abrumado por los problemas de desempleo, atemorizado por los disparos del terrorismo y las bravuconadas de la extrema derecha, perplejo ante las batallas partidistas, cansado de los debates constitucionales y dudoso de un futuro sobre el que nadie parece tener planes suficientemente claros.
Alguien ha dicho que deberíamos ir acostumbrándonos a que la democracia es aburrida, pero yo no lo creo. En primer lugar, porque la democracia no es en sí misma sino una forma de convivencia política. Los aburridos, pienso, serán los políticos, demasiado llenos de miedo y vacíos de imaginación para ilusionar a la gente con un proyecto de sociedad.
La política del consenso está convirtiendo esto en una especie de democracia controlada -ni poca ni mucha- donde la clase política parece haberse adueñado de todas las opciones sociales. De ahí al compadreo no hay más que un paso. El distanciamiento creciente entre la España real y la oficial, que recuerda los peores tiempos del franquismo, es, además, alimentado por la inseguridad jurídica que la transición ofrece. Este es un país en período constituyente desde hace ya casi tres años, después de llevar otros cinco en período de descomposición política. Nuestros problemas huelen y los señores representantes de la soberanía popular discuten demasiado sobre los aspectos formales de lo que nos sucede.
Entonces, uno coge el periódico y acude a ver las soluciones que gobernantes y Oposición ofrecen. Todos coinciden en declaraciones no exentas de cierta solemnidad en que lo importante a corto plazo es «consolidar la democracia». Eso, así enunciado, resulta bastante abstracto, y la abstracción acostumbra a ser el nombre piadoso de la tontería en política. La democracia sólo se consolidará si sabemos utilizar los mecanismos que prevé para gobernar un pueblo, respetando los derechos de todos. Aquí, en cambio, pretendemos hacerlo con un Parlamento plagado de conspiraciones y cabildeos, en el que ya nadie, salvo el señor Fraga, parece decir lo que piensa. Y para lo que el señor Fraga piensa más valdría que se callara.
Cada cual reconoce que la redacción constitucional viene durando demasiado, pero ninguno hizo nada para solucionarlo. Y, sin embargo, la democracia no se consolida tampoco añadiendo matices a un papel. Nuestros líderes deberían de tener más en cuenta el escepticismo de los españoles ante las leyes, toda vez que nunca los que las promulgan se han preocupado de cumplirlas ellos mismos. Este es, claro, un vicio popular, pero un político que se precie no debe ignorar los defectos de sus electores ni suponer que son corregibles de un plumazo. Y se ha firmado y roto ya tantas veces el consenso constitucional que el lector menos escéptico no puede menos que esbozar algunas perplejidades cada vez que esas noticias sobre amoríos políticos saltan a las primeras páginas.
La democracia, por lo demás, no es nunca algo consolidado en sí mismo, nada que se construya en el laboratorio de un pacto de notables ni nada que pueda desbaratarse por un simple golpe de fuerza emanado de la imaginación de los totalitarios. Estos aprovecharán, sin duda, los errores que se cometan, pero saben demasiado bien que a corto y medio plazo sus propósitos son irrealizables. Un golpe de Estado es literalmente imposible sin apoyo exterior. y literalmente imparable si el apoyo exterior existe. Pero ya ha declarado el señor Abril Martorell a los banqueros que eso del miedo al golpe es agua pasada, y hay muchas cosas que nos hablan del decidido propósito inicial de los americanos de mantener las instituciones democráticas en nuestro país. Esto, así dicho, puede irritar la conciencia nacional de alguno, a mí me da lo mismo. La irritación ante el conocimiento de la realidad es el privilegio de los ignorantes.
La democracia, en definitiva, está todo lo consolidada que pensarse pueda, y sólo la debilita el retraso en el referéndum constitucional. Ahora de lo que se trata entre los partidos es de consolidar o no sus propias posiciones de poder. Entonces creo que el consenso puede mantenerse o romperse, pero no por razones escatológicas, sino por razones políticas. La democracia puede correr peiligro si los gobernantes demócratas lo hacen tan mal que llegue a originarse un consenso -esta vez sí- generalizado de protesta o de hastío entre los ciudadanos. Si la opinión pública vuelve su espalda a las razones de civilización y modernismo que impulsaron su opción ante la reforma política y cambian libertades por seguridad en el empleo. en las calles o al menos en sus conciencias. Esto puede suceder, sin duda, pero es demasiado pronto para que suceda. La forma de evitarlo es comprometer verdaderamente a los ciudadanos en la reconstrucción de nuestro Estado y preocuparse de los asuntos que verdaderamente están en la calle. O la democracia es participación o no es nada.
Los resultados de la situación son paradójicos. Mientras problemas como los de desempleo, sanidad, equipamiento, enseñanza agobian al contribuyente, éste contempla que su dinero se emplea en filmar la «España de los Botejara» o en decidir si es español o castellano el nombre de nuestro idioma. El conflicto con la policía es, a estos efectos, relevante. Casi al tiempo que el señor ministro del Interior desmentía la existencia de controles policiales en su despacho y anunciaba que se ejercería la autoridad como es debido se publicó la reincorporación al Ejército del comandante Avila y el capitán Farizo, responsables de la Policía Armada en Pamplona y Rentería en ocasión de los incidentes del pasado verano. La opinión pública está todavía deseosa de conocer cuál es el resultado de las investigaciones judiciales de esos y otros muchos casos en los que han mediado víctimas. No sólo se trata de castigar a los policías negligentes o que cometan abuso, sino también de respaldar a los que en el ejercicio de su misión provoquen daños inevitables. Pero en una democracia es la autoridad judicial, y no la superioridad, la encargada de dilucidar esas responsabilidades.
Este es un ejemplo de las cosas que la siente esperaba y espera de la democracia, y que no acaban de producirse una moralización de la vida pública tal y como reclamaba recientemente en estas mismas páginas Pedro Altares, es necesaria. Pero eso no será posible mientras los miembros del Gobierno confiesen con humilde cara de impotencia que no saben cómo hincarle el diente a temas como el de la Seguridad Social. y que es uno de los mayores casos de fraude colectivo y dilapidación culpable de la historia de nuestro país.
El debate político no se puede constreñir a un pacto salarial y a un acuerdo de tregua sindical en las calles, por importantes que sean esas cosas. Tampoco se puede pretender que un país se gobierne durante años por consenso. aunque el consenso funcione en algunos casos, como los comunistas y la UCD parecen desear. Ni se puede ofrecer el espectáculo risible de un potente Partido Socialista amenazando con irse a casa de sus padres cada vez que el Gobierno quita una coma o pone un acento a un párrafo de la Constitución. Esta es una Constitución de equilibrio, pero no una pieza de relojería, caramba. La clase política de este país se encuentra ante el desafío de un sentimiento autoritario creciente que reclama y escribe sobre posiciones de guerra civil y que no reside sólo en los grupos extraparlamentarios, pues se encuentra afincado entre los franquistas irredentos de Alianza Popular. La democracia no se consolida con pactos de pasill9, ni con actitudes temerosas ante las amenazas de la violencia. La democracia se consolida sólo con un ejercicio responsable del poder que ilusione a este país para los próximos diez años. Porque no es el consenso entre los políticos lo que hoy más necesitamos, sino entre éstos el pueblo que representan.
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