Un cine inmensamente feliz
ENVIADO ESPECIAL, La industria cinematográfica norteamericana sigue cultivando, con el éxito que se le reconoce, los viejos mitos del amor, la violencia, la religión y la muerte con el mismo candor y la eficacia técnica de siempre. La renovación de esta industria se muestra, sobre todo, en las habilidades que ha alcanzado en el mundo de la distribución y en la capacidad que tienen sus responsables para trivializar todo aquello que en las manos de un cineasta francés, por ejemplo, sería grave y trascendente.En el Festival de Cine Americano que hoy se clausura en Deauville (Francia) con el estreno europeo de Grease, el último filme de JohnTravolta, ha habido señales suficientes sobre esas características, de la filmografía de Estados Unidos. Todas las cuestiones que acaparan la atención de los directores europeos -la homosexualidad, los conflictos de la pareja, el documento histórico- han sido estudiados y realizados cinematográficamente durante el último año en América del Norte. Los resultados han sido desiguales. Lo que es innegable es que tales resultados van a ser extremadamente beneficiosos para la industria que los produce.
En primer lugar, la homosexualidad. Una pareja de lesbianas -una bella, otra histérica- admiten en su círculo a un joven homosexual, cuyas habilidades culinarias y domésticas pagan la hospitalidad que recibe de las dos jóvenes. La relación triangular es perfecta. Una de ellas, la bella, llega a casarse con él -un extranjero en San Francisco, California- para proporcionarle un permiso definitivo de estancia en Estados Unidos. En la noche de bodas, es ella la que lo lleva en sus brazos hasta la puerta de la casa que ambos siguen compartiendo. La otra lesbiana -la histérica- ya vive en otro lugar. La relación se mantiene estable: el nuevo matrimonio continua desarrollando su vida homosexual tradicional, hasta que una noche todo cambia, hacen el amor, esperan un hijo y se convierten en una pareja heterosexual feliz, que rompe con su pasado con mayor o menor dificultad y que al final se enriquece y masca chicle mientras conducen por los prados. Hay una pequeña cuestión: el modisto de éxito se halla rodeado de tentaciones. Para vencerlas, cuenta él mismo, se acuesta con todas las modelos que halla a su paso, hasta que la mujer lo descubre. Ha sido, cuenta él, una lucha desesperada por no volver a la vida anterior. No es fácil de comprender y hay ruptura. Hasta que se produce la reconciliación, la pantalla se llena de gags que tuvieron su origen en El graduado y que el cine norteamericano ha seguido cultivando con sabiduría y música. El resultado de esta simplificación cinematográfica, que va a indignar a los homosexuales, se llama A different story (Una historia diferente), es el primer filme de Paul Aaron y su principal intérprete femenino es Valerie Curtin (Alicia ya no vive aquí).
Otra simplificación: Semi-Toungh, de Michele Ritchie (¡Oh papá!, ¡pobre papá!, El candidato), los actores son seguros: Burt Reynolds, Kris Kristofferson y Jill Clayburg, la gran actriz de Una mujer descasada, de Paul Mazursky. La historia es vieja como la vida misma: un triángulo amoroso similar al que se produce en Jules et Jim, pero a la americana. A los estadounidenses sólo les falta americanizar la batalla de Waterloo. Los dos hombres son jugadores de ese peculiar y violento fútbol norteamericano. Ella es una joven brillante y espabilada que comparte con ellos la casa. El triángulo es perfecto y divertido. Sobre todo, divertido feliz, sin complicaciones. La historia se complica, claro, cuando ella opta por uno. La declaración de amor se hace pública -al tercero- en el retrete en el que este último (Burt Reynolds) dicta un libro sobre fútbol a un minúsculo magnetófono. En realidad, todo seguirá como siempre, no hay motivo para celos. Burt Reynolds (Billy Clyde en la película) no se lo cree. Los tres se someten a curas espirituales y se ponen en manos de charlatanes que les explican cómo se puede ser perfectamente feliz. Billy simula llegar a ese estado imposible y aguanta los prolegómenos de la ceremonia de la boda. En el momento culminante, Kris Kristofferson (Shake Tiller en el filme) dice no. El trío no se ha roto. No hay boda. La boda, claro, va a producirse más tarde, y en este caso el novio que dirá sí paseando por una playa de Cali fo rnia, rodeado de turistas feli ces, es Billy Clyde. Shake, mientras tanto, se repone de la paliza que le dió el padre de la novia. Una tercera y última simplificación: la religión. Viene Dios, nada menos. La industria cinematográfica norteamericana comienza este año lo que muy bien podría ser. La saga de Dios. La película en la que Dios aparece, disfrazado de jugador de polo, de barrendero, de chófer, de locutor de radio, de camarero, se titula, justamente, Oh God (¡Oh, Dios!).
Es la historia de un subdirector de supermercado al que Dios le envía un mensaje con una cita. Se encuentran en un edificio misterioso, en el que Dios le da al joven tendero una serie de recomenda ciones. El mundo, dirá, como Jorge Guillén, está bien hecho. Los hombres lo están estropean do. El tendero va con la cita ecológica por todo el territorio de Estados Unidos. Nadie le cree. Le expulsan de su trabajo, le persiguen por las calles. Se convierte en lo que Steve Mc Queen es en su última película: Un enemigo del pueblo. Pero él sigue viéndose con Dios, que le llama por teléfono, conecta con él a través de la radio y aparece misteriosamente disfrazado de camarero para con testar una serie de cuestiones que los teólogos norteamericanos le hacen llegar a través de este insólito intermediario, que además es ateo. Por supuesto, como en casi todos los filmes norteamericanos que apoyan su capacidad de éxito en el suspense, hay un juicio, en el que el tendero es acusado de mentir divinamente. Antes de que se produzca la sentencia, el acusado pone a Dios por testigo y Dios surge en la sala. Vuelve a dejar citas ecológicas, se marcha y tras de sí deja vírgenes las cintas magnetofónicas en las que pretendió registrarse su voz. No hay evidencia: Dios no ha venido, dice el atónito juez. Pero vuelve a aparecérsele al tendero: «Ya no vendré más a verte. Ahora serás tú quien me hable y yo escucharé».
El cine norteamericano no se conforma con un solo descubrimiento por década, y éste le viene bien para contrarrestar a John Travolta.
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