Masiva asistencia de delegaciones no católicas en la inauguración del pontificado de Juan Pablo I
Juan Pablo I inauguró oficialmente su pontificado la tarde del domingo con una ceremonia imponente y paradójica. Todo debía haber sido más sencillo que nunca porque este nuevo Papa, apellidado el Papa de «la sonrisa y de la humildad», rechazó, después de más de mil años de historia del catolicismo, todos los símbolos del poder: la tiara preciosa, la silla gestatoria, el rito de la coronación. Pero en realidad nunca un Papa empezó su camino, con una celebración tan espléndida.
El escenario de la plaza de San Pedro era la envidia de un director de cine: 200.000 personas distribuidas geográficamente desde la puerta de la basílica hasta la calle de la Conciliazione con riguroso orden castal, desde los privilegiados de las tribunas, a los sentados en sillas de madera o plástico, sin olvidar los que estaban en pie o sentados en el suelo. El tiempo espléndido, algunas nubes, la puesta de sol, los contraluces de la imponente basílica de San Pedro, la llegada de la noche con la plaza iluminada artificialmente como una imagen de las mil y una noche fueron el mejor regalo para la Mundovisión a color. Entre lo no litúrgico, lo más televisado y con mayor simpatía, fue la blanca mantilla española de la reina Sofía.Nunca hubo tantas representaciones de las iglesias no católicas en la inauguración de un pontificado: más de trescientas, desde los ortodoxos a los luteranos, a los monjes de Taize. Todos felices. Por primera vez estuvieron representados varios países comunistas, como Cuba, Hungría, Polonia, Checoslovaquia, Yugoslavia, República Democrática Alemana... Hubo también un telegrama de Brejnev. Entre reyes, jefes de Estado y de legaciones varias estuvieron representados 113 países.
Nunca un Papa en estas ocasiones pronunció un sermón tan religioso y tan poco político. Se dirigió primero a Dios, después a la Iglesia y a la Virgen María. Renovó su profesión de fe como cristiano y como obispo de Roma y vicario de Cristo con «alegre firmeza». Recordó que su ministerio era de «servicio» y no de poder, pero también subrayó que Cristo le dio a Pedro las llaves del Reino, del cual él es hoy el humilde 263 sucesor.
Nunca tanta religiosidad y tantas sonrisas por parte del Papa, pero, al mismo tiempo, nunca hubo en estas ceremonias tanta tensión política por temor al terrorismo y por la asistencia a la misa del Papa del general argentino Rafael Videla, de algunos ministros chilenos y de algunas delegaciones de países dictatoriales considerados enemigos de los derechos humanos fundamentales.
Protesta política
Los comunistas habían pegado en las paredes de Roma carteles que decían que esta presencia «ofendía los sentimientos de los demócratas italianos».Todo esto movilizó 10.000 policías en la plaza de San Pedro y alrededores, helicópteros de vigilancia, calles cerradas al tráfico y todos los médicos de los grandes hospitales de la ciudad en estado de alarma ante la posibilidad de atentados terroristas.
A pesar de todo no hubo atentados graves, pero sí manifestaciones de protesta: algunas pacíficas y otras violentas, con coches quemados, cócteles molotov en la puerta del vicariato de Roma y en los coches de algunos cardenales, como Antonelli, pancartas de insultos Videla asesino, y cantos revolucionarios. Se oyó también en español la canción El pueblo unido jamás será vencido.
Entre los manifestantes pacíficos importantes cabe señalar al ex abad de la basílica de San Pablo, el benedictino Dom Franzoni.
Sólo una cosa no pudo impedir la policía, que había secuestrado todas las octavillas y pancartas contra los dictadores: durante la celebración se levantó en el cielo de la plaza de San Pedro, gracias al impulso de veinticinco globos de colores, un cartel blanco y rojo que decía: «Videla verdugo.» La provocación voló por toda la plaza, ante la impotencia de la policía hasta perderse, muy alta, por la parte del castillo de Sant'Angelo. Fue el único momento en el cual los cientos de miles de personas y la televisión y máquinas fotográficas de miles de periodistas quitaron los ojos de la figura sencilla del Papa para dirigirlos curiosos hacia un gesto no litúrgico.
En su sermón el Papa no condenó nada ni nadie, ni las críticas le impidieron que recibiese en audiencia privada al general Videla, después de los reyes presentes, entre ellos los españoles. Dijo el Papa que la presencia de tantos jefes de Estado le había «conmovido» porque «vemos en tal participación la estima y la confianza que profesáis a la Santa Sede y a la Iglesia, humilde mensajera del Evangelio a todos los pueblos de la Tierra, para ayudar a crear un clima de justicia, de fraternidad y de esperanza sin la cual el mundo no podría vivir». Ante un Papa alegre y cordial con los cardenales, sereno y firme al mismo tiempo en sus palabras, la gente presente en la plaza de San Pedro reaccionó con entusiasmo y continuos aplausos. Hubo de todo: gente que lloraba, monjitas que mandaban besos al Papa sonriente, pero también jóvenes que levantaban el puño en alto, católicos que protestaban porque «la política no debe entrar en esta plaza». El cardenal negro Malula había manifestado momentos antes su esperanza de que la Iglesia se convierta «sólo en una isla de espiritualidad».
Discurso en latín
Estuvieron contentos los seguidores intransigentes del rebelde obispo Lefebvre, ya que el Papa les dio el regalo de empezar su sermón en latín comentando que lo había hecho «para demostrar que el latín es la lengua oficial de la Iglesia, que manifiesta de manera eficaz su universalidad y su unidad».Horas antes de la solemne inauguración, hablando a los fieles desde la ventana de su despacho, Juan Pablo I afirmó: «Un escritor español ha dicho que el mundo va mal porque existen más guerras que oración.» Y añadió: «Hay que hacer todo lo posible para que al contrario en el mundo crezca la oración y disminuyan las guerras.» Se refería a Donoso Cortés.
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