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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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¿Rutina o hipocresía?

El párrafo segundo del artículo 62 del texto constitucional aprobado por el Congreso, y actualmente discutido por el Senado, tiene (como tantos otros de ese texto) un defecto de redacción que es muy fácil de corregir. Dice: «Los miembros de las Cortes Generales no están ligados por mandato imperativo. » Tanto el párrafo primero como el tercero del mismo artículo hablan en futuro («nadie podrá», «no vincularán», «no podrán»); sólo este segundo está redactado en tiempo presente, como si se tratase de una declaración anunciando lo que actualmente ocurre, y no de una disposición preceptuando lo que en el porvenir debe suceder. Pero la triste verdad es que lo que ese párrafo se dice, ni ocurre actualmente, ni tiene trazas de cumplirse en lo sucesivo.La prohibición del mandato imperativo es una regla clásica de la democracia liberal. En nuestras viejas Cortes y en las asambleas correspondientes (Estados generales, Dietas, Parlamentos) de otros países, antes de la revolución liberal, muchos de los miembros estaban ligados por mandato imperativo: habían recibido poderes para decir o votar tal y tal cosa, y no podían apartarse de las instrucciones que se les habían dado. En las asambleas de la era democrático-liberal, los elegidos han recibido la confianza de los electores para que voten con arreglo a su conciencia, a su conciencia de hombres responsables, o sea a su conciencia individual.

Comportamiento anticonstitucional

So pretexto de que los electores no depositan su confianza en los representantes que eligen, sino en los partidos que proponen las correspondientes candidaturas, progresa desde hace años la mala costumbre de que los parlamentarios no voten con arreglo a su conciencia individual, sino con arreglo a las instrucciones (nuevo mandato imperativo) que reciben de los capitostes de sus respectivos partidos. No quiero decir con ello que los parlamentarios estén contradiciendo continuamente los dictados de sus conciencias, pues lo más frecuente es que las instrucciones que de sus jefes políticos reciben coincidan, más o menos aproximadamente, con sus propias convicciones; pero sí quiero decir, y creo necesario repetir incansablemente, que en un número considerable de ocasiones los hombres en quienes el pueblo depositó su confianza (aunque lo hiciera con las reservas fáciles de imaginar) votan con arreglo a las consignas de sus respectivos partidos, aun cuando no estén de acuerdo con ellas, y aun cuando votando en esa forma tengan que hacer violencia a sus propias convicciones. Es ésta una forma como cualquier otra de estar ligado por el mandato imperativo. De manera que, si los redactores del texto constitucional desean, al utilizar el tiempo presente, declarar lo que hoy ocurre, se equivocan. Y si desean preceptuar lo que debe suceder en el porvenir, corren el riesgo de verse continua y gravemente desobedecidos por el comportamiento anticonstitucional de los partidos.

Lo más escandaloso del asunto es que este comportamiento no constituye una corruptela, que es contraria a los reglamentos de los grupos parlamentarios y que subsiste en la práctica a pesar de ellos, pero que tales reglamentos tratan de desarraigar mediante disposiciones adecuadas, aunque incumplidas o cumplidas sólo a medias; sino que constituye la aplicación estricta de dichos reglamentos (al menos, los de los grupos políticos más importantes) reforzada por las disposiciones de los mismos, las cuales, si acaso se infringen, no es porque sean contrarias al mandato imperativo, sino porque lo imponen tan estrictamente que la «corruptela» consiste en desatenderlas para poder cumplir la norma que nuestros constituyentes han inscrito en el texto de la nueva Constitución; ya que, si se sometiesen disciplinadamente a ellas, esa norma sería violada todavía con más frecuencia de lo que ya lo es.

Sabido es que la enfermedad está muy extendida; pero hay países donde adoptan formas (por así decirlo) más benignas. Así, en el Parlamento de Londres, los que deciden acerca de las consignas que han de seguir los diputados no son sus respectivos partidos, sino los propios grupos formados por esos diputados. Y puede ocurrir -y sucede con cierta frecuencia- que el grupo parlamentario de una consigna distinta de la que sería del agrado de los órganos que gobiernan el partido correspondiente, pues se entiende que la voluntad de un grupo parlamentario compuesto de diputados elegidos por el pueblo debe prevalecer sobre la voluntad de unos órganos partidistas compuestos de dirigentes elegidos por los afiliados al partido. Y en algunos casos (raros, pero importantes) se libera a los diputados de la disciplina de voto, y vota cada cual con arreglo a su conciencia. Cito el ejemplo británico por el prestigio que muy merecidamente tiene, y por la estabilidad de que da ejemplo, la democracia liberal del Reino Unido. Normas muy semejantes se aplican en la mayoría de las democracias occidentales, aun que a ellas suelen sustraerse los parlamentarios comunistas, los cuales votan, por lo general, ateniéndose a las consignas que re ciben del partido.

Medidas coactivas

Un refinamiento muy especial para conseguir la disciplina de voto a las órdenes del partido consiste en hacer del diputado o senador un asalariado de éste. La tesorería del partido comunista local suele percibir en los países europeos los emolumentos que se destinan a los parlamentarios del partido, pero que van directamente a la caja de éste, mientras que tales parlamentarios perciben de dicha tesorería un salario cuya cuantía fija el partido (el cual puede aplicar así sanciones, y mantenerlas secretas, recortando el sueldo correspondiente, y no se priva de ello). Un proceder semejante, por más que lo hayan adoptado en España no solamente los parlamentarios comunistas, sino, también, los del PSOE, es de corte totalitario y constituye una presión difícil de aceptar, del partido sobre los parlamentarios. Si éstos quieren que sus emolumentos reviertan en la caja de aquél, están en su perfecto derecho al hacerlo; pero sería más claro, más limpio y más conforme con el espíritu que mueve al contribuyente a sufragar la remuneración de sus representantes, el que lo hicieran después de haber percibido tales emolumentos, sin que el partido desempeñe un papel de intermediario que no le corresponde por ningún concepto.

Otra medida, también aplicada en España, consiste en que los parlamentarios entreguen a su partido una carta, firmada y sin fecha,, renunciando a sus respectivos escaños. Carta que el partido conserva. Si el parlamentario quebranta la disciplina, el partido pone fecha a la carta, la hace pública y procede a tramitar la renuncia al escaño que, según nuestra ley Electoral, pasa a ser ocupado por el candidato siguiente que no resultó elegido, de la lista presentada por el partido a las elecciones. Con esta espada de Damocles suspendida sobre sus cabezas, los diputados observan la disciplina mas rigurosa.

«Y la observamos muy gustosos», dirán los interesados. Si el gusto fuese tan grande, no harían falta tantas cautelas, decimos los que consideramos ese procedimiento como una coacción moral que, si no fuera necesaria no se emplearía.

Intermediarios forzosos

Añádanse a ello los resultados inevitables del sistema proporcional -que parece ser el que va a prevalecer entre nosotros, consagrado nada menos que por la propia Constitución-, y se verá que la partidocracia no es una amenaza imaginaria, sino un hecho muy real Porque en los distritos electorales uninominales (como son los de Francia y los de los países de habla inglesa), al no haber que elegir mas que un solo diputado, los electores conocen, mucho o poco, a casi todos los candidatos, y, desde luego, a los que tienen más probabilidades de salir elegidos. Pero en distritos donde se eligen varios diputados (que pueden llegar a ser treinta y tantos, en Madrid y Barcelona) es imposible que los electores conozcan, no digo a todos los candidatos, pero ni siquiera a la mitad de ellos; a lo sumo, a los que encabezan las listas y a unos pocos más. Esas listas las elaboran, por ende, los partidos, teniendo en cuenta muchas cosas, además del prestigio personal de los candidatos entre los electores, y en bastantes casos sin tener para nada en cuenta este prestigio, el cual sirve de bien poco cuando son tantos los nombres que figuran en la papeleta (si lo que figura en la papeleta es una lista de nombres, y no un mero símbolo con la sigla del partido, quedando los candidatos en el anonimato). En esa forma, se obliga al elector a pronunciarse, más que por unas personas, por un partido, y éste es dueño y señor a la hora de poner y quitar nombres. Si, además, los elegidos tienen que presentar la dimisión por anticipado, para que el partido disponga de ella como le venga en gana, y renuncian a sus emolumentos a favor del partido, pasando a cobrar de éste un salario, la situación que se crea no es la de una,democracia parlamentaria, sino la de unos partidos erigidos en intermediarios forzosos entre el pueblo y sus representantes, y un Parlamento gregario sometido a los dirigentes de los partidos e incapacitado para liberarse de su tutela.

En condiciones tales, prohibir el mandato imperativo es un puro escarnio. Es repetir -¿por rutina o por hipocresía?- una fórmula tradicional, a la que se ha privado de su contenido y de su validez. Es tratar de hacernos creer que los parlamentarios representan al pueblo, cuando la verdad es que representan a los partidos. Estos deben ser, y son, servidores de la democracia: servidores valiosos e indispensables. No son sus legítimos dueños. Un servidor que, abusando de que es indispensable, se convierte en dueño, es un usurpador. Los artículos de la .Constitución relativos a las Cortes, en vez de repetir fórmulas vacías de sentido, debieran contener normas concretas que, estrictamente aplicadas, puedan impedir semejante usurpación.

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