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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Los republicanos, las autonomías y el terrorismo

Presidente de ARDE (Acción Republicana Democrática Española)

Ciertamente que no han sido muchas las ocasiones en que los republicanos españoles hemos tenido la oportunidad de exponer nuestra opinión en los grandes medios de comunicación social. Olvidemos la televisión, que, sin duda, por ser organismo estatal, no ha dedicado ni un solo segundo a comentar noticias o acontecimientos, modestos acontecimientos, que a nuestro partido se refieran, y pensemos en los restantes medios. Observemos el eco que se nos concede; a veces se ocupan, de cuando en cuando, para llamarnos viejecitos nostálgicos. Y lo más curioso es que en muchas ocasiones quienes así nos califican consideran actuales ideas y conceptos del siglo XIX ampliamente rebasadas ya por el inexorable caminar de la Historia; otras veces nuestra propia indiferencia, justificada ante el acontecer político que tiene lugar entre bastidores y a espaldas de sus verdaderos destinatarios, es poco estimulante para vencer esa especie de resistencia que se nos opone para que podamos expresar nuestras ideas sobre hechos concretos que seguramente demandan la colaboración de todos los españoles en momentos como los actuales, en que puede estar en peligro un sugestivo proyecto de vida en común.

A este cúmulo de circunstancias contribuye igualmente el que seamos, por necesidad, un partido extraparlamentanio. Digo por necesidad, porque el 15 de junio de 1977 no estábamos legalizados, a pesar de haber presentado la documentación en febrero, y ello nos impidió concurrir a las elecciones. Nadie sabe la suerte que hubieran podido correr nuestras posibilidades. Quizá hubiéramos tenido representación en el Parlamento o quizá no, el hecho es que los demás tienen ocasión de amplia publicidad, y hasta partidos escasamente representativos, extraparlamentarios también, y cuya filosofía política puede considerarse ajena y aun contraria a la actual organización política del Estado, han disfrutado de escasos minutos ante la llamada «pequeña pantalla».

Pero, con todo, no venimos hoy a pasar a nadie una lista de supuestos o reales agravios; si vencemos nuestra inercia y salimos a decir algo es porque pensamos que cumplimos un deber, y que puede ser que lo que tengamos que decir hoy sea más importante que lo que cada día callamos.

Los trágicos acontecimientos que han salpicado, de cuando el cuando, el largo e incierto caminar de una incipiente democracia y las discusiones casi kafkianas del problema de las autonomías nos empujan, con impulso que nos cuesta mucho trabajo reprimir, a decir lo que pensamos, útil por nuestra experiencia, desinteresado por nuestro origen, digno de atención por nuestros fines, tan distantes de los del poder o de las alternativas de poder, y obligado, en último término, por nuestro concepto del patriotismo, que hace que nada de lo que en España sucede nos sea ajeno.

Sin duda que el problema de las autonomías regionales nos ha hecho recordar a muchos republicanos su planteamiento en 193 1. Y sin duda que a muchos que no son republicanos les habrá servido para hacer un examen de conciencia y revivir viejas actitudes irracionales en su día, pues no será difícil que hayan comprendido que la República no inventó ese problema que tampoco ha sido inventado por la Monarquía actual, que en 1931 como ahora afloraron sentimientos dormidos o domeñados, pero bien vivos y latentes desde hace siglos.

La solución que el proyecto constitucional de 1978 da a las autonomías, si es cierto que parte de parecidos términos a los que recogía la Constitución de 193 1, ha ido más lejos en su alcance, seguramente porque el problema que pretendía resolver está hoy más agudizado que entonces. Pero no será ocioso ni inútil que hagamos un poco de memoria, porque entre las virtudes de nuestra raza no está, precisamente, la de recordar lo que no nos conviene, aunque sea un hecho obvio. Volvamos a las Cortes Constituyentes de 1931 y reproduzcamos los debates -públicos y sin pasillos- sobre el estatuto de Cataluña. Dos grandes figuras de la escena política e intelectual del país oponen diversas tesis sobre el candente problema de la autonomía. De un lado don José Ortega y Gasset, el pensador más profundo y que más huella ha dejado en generaciones de españoles, examinaba, desde un punto de vista puramente intelectual, el problema catalán y le resumía, el 13 de mayo de 1932, en estas bellísimas palabras: «Pero una vez hechas estas distinciones, que eran de importancia, reconozcamos que hay de sobra catalanes que, en efecto, quieran vivir aparte de España. Ellos son los que nos presentan el problema; ellos constituyen el llamado problema catalán, del cual yo he dicho que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar. Y ello es bien evidente: porque frente a ese sentimiento de una Cataluña que no se siente española existe el otro sentimiento de todos los demás españoles que sienten a Cataluña como un ingrediente y trozo esencial de España, de esa gran unidad histórica, de esa radical comunidad de destino, de esfuerzos, de penas, de ilusiones, de intereses, de esplendor y de miseria a la cual tienen puesta todos esos españoles inexorablemente su emoción y su voluntad. »

¿No le parece al lector de 1978 que estas palabras podrían haber sido pronunciadas en el Congreso cuando se ha discutido el problema vasco, con sólo cambiar los términos «Cataluña» por «Vascongadas » y «catalanes» por «vascos»? Claro que no fueron pronunciadas, porque el problema no saltó al salón de sesiones y porque, además y entre otras cosas, no había, por desgracia, ningún Ortega y Gasset.

Este punto de vista era el de un pensador sin responsabilidades decisivas de gobierno. No era el de un hombre que tenía que decir sí o no al estatuto de Cataluña; sí o no a la autonomía. Y que tenía que justificar ante sí mismo, ante sus amigos políticos, ante España entera y ante su propio, angustioso, patriotismo el porqué de su decisión. Este hombre era don Manuel Azaña. Desde la cabecera del banco azul, en el momento supremo de su decisión sobre las autonomías, este hombre se levantaba y pronunciaba estas palabras: «No se puede entender la autonomía, no se juzgarán jamás con acierto los problemas de la autonomía si no nos libramos de una preocupación: que las regiones autónomas -no digo Cataluña-, las regiones, después que tengan la autonomía no son el extranjero, son España, tan España como lo son hoy, quizá más, porque estarán más contentas. No son el extranjero, por consiguiente no hay que tomar respecto de las regiones autónomas las precauciones, las reservas, las prevenciones que tomarían en un país extranjero con el cual acabásemos de ajustar la paz, para la defensa de los intereses de los españoles. No es eso. Y además está otra cosa: que votadas las autonomías, ésta y la de más allá, y creados éste y los de más allá Gobiernos autónomos, el organismo del Goblerno de la región -en el caso de Cataluña, la Generalidad- es una parte del Estado español, no es un organismo rival, ni defensivo ni agresivo, sino una parte integrante de la organización del Estado de la República española. Y mientras esto no se comprenda así, señores diputados, no entenderá nadie lo que es la autonomía.»

Pero sigue la discusión parlamentaria, y cuando el estatuto es aprobado el jefe de Gobierno va a Barcelona y en la plaza de San Jaime pronuncia estas palabras: «...La implantación de la autonomía de Cataluña, y pronto la de no significa, ni en el pensamiento modalidades que le sean propias, no significa ni en el pensamiento ni en el corazón de los que hemos trabajado por realizar esta obra de justicia, no significa ruptura, no significa disociación de caminos, no significa corte de amarras; es todo lo contrario: es fundar la colaboración en motivos espirituales, internos, superiores a las organizaciones del Estado; es fundar la colaboración con la fraternidad y la buena inteligencia en los fines superiores de la civilización dentro del ancho marco que se nos abre a todos, y en el deseo de poner el nombre de España y de todas sus partes o personalidades propias bien articuladas en el lugar en que estamos obligados a mantener el nombre de la ínclita raza de que venimos.»

Nada tendríamos que añadir los republicanos de hoy a estas dos magistrales lecciones de lo que hay que entender por autonomía en cualquier parte de España; un medio de colaboración; un proyecto de vida solidaria que sea capaz de la generosidad de dar espontáneamente lo que por la fuerza no sirve más que para sentar las bases del rencor y de la revancha. No estamos anclados en el ayer inmediato los republicanos de 1978; no, nuestras soluciones son -como eran en 1931 -más bien proyectos de futuro que imposibles retornos a situaciones históricas superadas. La oportunidad de decir hoy estas cosas es para recordar a los españoles de todas las comarcas o regiones, o nacionalidades como ahora quieren decir, que no siendo los creadores del problema intentamos su solución y que hoy, en 1978 y con Monarquía, como ayer, en 1931, con República, sin solidaridad, sin espíritu de transigencia, y sin sentir que la historia no puede borrarse, nuestra andadura será corta y la luz que entrevemos puede que sea violentamente apagada, otra vez.

Y también tenemos que decir algo los republicanos sobre el tremendo, angustioso problema del terrorismo. En primer término, que cuando damos una nota, por breve que sea, expresando nuestra condena o nuestra oposición a los métodos que producen víctimas inútiles y absurdas, sistemáticamente se nos sintetiza, se nos ignora. Ya estamos acostumbrados, cuando más, a leer: «y también condenaron los actos terroristas los demás partidos y organizaciones, entre ellos ARDE, etcétera». No somos más importantes que los demás; pero quizá nuestras condenas y nuestras notas hayan sido más significativas porque proceden de hombres que ni esperan, ni cobran, ni temen; es decir, de hombres, si los hay, absolutamente objetivos en la actual situación política, de la que no esperan nada.

Y queremos salir al paso del fácil recurso, que se hace tópico, de que las víctimas del terrorismo son víctimas de la democracia. No es cierto. Un cúmulo de desgraciadas circunstancias hizo que al comienzo, en gran escala, de los actos de terrorismo no coincidieran con la modesta apertura a la democracia. El jefe del Gobierno, víctima de un acto terrorista, no fue el jefe de Gobierno de la democracia; ni los cinco miembros de las fuerzas de orden público asesinados en Madrid el primero de octubre de 1975 lo fueron en un régimen democrático, ni el comisario Manzanos, ni tantos otros. Es una falacia afirmar que un régimen de libertad tiene que pagar su tributo en vidas humanas.

Urge decir que el Gobierno tiene, a nuestro juicio, que asumir sus responsabilidades indeclinablemente; que es el responsable de las fuerzas de orden público y que a él le compete su defensa como también le compete asumir sus errores, si los hay. Y una vez dicho esto hay que añadir que el problema del terrorismo no puede resolverse, no se ha resuelto nunca en ningún sitio, con autoridad que no esté previamente respaldada por la sociedad entera. Que hay que huir del miedo -capaz de los mayores excesos- y del odio -capaz de justificarlos-; que sólo con el concurso de todas las gentes de buena voluntad, de todos los partidos políticos, de todas las organizaciones sindicales será posible agostar el terreno en donde pueda crecer la planta terrorista. Y para eso no sólo se precisa no acabar con la libertad, sino que se exige defendería con los medios que la propia libertad pone en manos de quienes gobiernan, sin un exceso, pero sin una debilidad.

Es preciso convencer a los ciudadanos todos que el terrorismo es el camino de la desesperación sin salida, que por muchas víctimas que ocasione todo lo más que podrá conseguir será provocar lo que pretende evitar. Sin recurrir a otros ejemplos en los que abunda la Historia, ahí están los recientes de Chile, Argentina, Uruguay y Brasil.

Por eso los republicanos nos oponemos al terrorismo; porque, sobre todas las cosas, amamos la libertad y porque si alguna vez hemos pensado que nuestras ideas pueden ser aplicadas en España desde el Gobierno, lo serán por haber accedido a él por vía democrática y pacífica, y que si la democracia integral que propugnamos es alguna vez posible lo será con fidelidad a sus propios procedimientos. Nuestra fe en la libertad es una fe robusta, pero no nos impulsa a falsearla ni a confundirla con el motín, la algarada o la bomba que repugnan a nuestra sensibilidad y a nuestra formación. Aspiramos a una convivencia apacible y sabemos que la mayor servidumbre de nuestras ideas es, justamente, la de respetar a quienes no piensan igual que nosotros o piensan justamente lo contrario que nosotros. Por ello, y por ser coherentes con nuestra propia ideología, nos oponemos al terror y decimos: ¡basta!

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