El día en que dinamitaron a Stalin
Aquella noche, los habitantes de Praga habían escuchado unos extraños ruidos. Al despuntar la mañana, muchos vieron con asombro cómo la inmensa estatua de Stalin que se levantaba a orillas del río Voltava estaba medio derruida. Era el año 1963. Había pasado ya una década desde que comenzó el proceso de desestalinizaclón en los países del Este. Había llovido mucho desde que Kruschev, en el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, ofreció el relato de los abusos estalinistas.El trabajo de los dinamiteros del Ejército checo que intervinieron en la voladura, a instancia de las autoridades, no fue un éxito. Parte de la estatua se mantenía todavía en pie a la mañana siguiente. La resistencia de Stalin por abandonar su pedestal -desde el que parecía contemplar toda la ciudad de Praga- dio lugar a abundantes chistes Los checos poseen un sentido del humor suavemente cínico que les lleva a reírse incluso de sus propios miedos y desgracias. La ocasión merecía la pena. Había que afilar el ingenio.
Aún hoy, el gran pedestal que sostenía la estatua, con su estrella de cinco puntas, sigue presidiendo la ciudad. Parece dispuesto como para que, en una noche de mal sueño, los trozos dispersos de la estatua de Stalin vuelvan a refundirse y se encaramen de nuevo en su puesto de vigía.
El derribo de la estatua de Stalin fue tardía. Las causas de este retraso no pueden achacárseles ni a la desidia de los dirigentes ni a la proverbial lentitud burocrática de los socialismos del Este.
El estalinismo había sido especialmente cruel en Checoslovaquia y era lógico que sus símbolos tardasen más en desaparecer.
Un antojo de la historia -aunque hay quienes ven en ello algo más que una casualidad- hizo que Klement Gottwald, el hombre que dirigía Checoslovaquia desde el golpe de 1948, muriese pocos días después que Stalin. Sin embargo, el aparato del PC quedaba intacto. Dentro de él estaban todavía los hombres que habían montado todo el mecanismo depurador de los primeros años cincuenta.
La sombra de Slansky
Rudolf Slansky, secretario general del PC y alto dirigente del país desde 1948, no pudo ver tampoco el derribo de la estatua de Stalin. Sus cenizas, junto a las de otros diez altos dirigentes, habían sido esparcidas sobre el hielo de una carretera cercana a Praga al amanecer de un día de diciembre de 1952. Todos ellos habían sido condenados por crear un «centro de conspiración contra el Estado». Uno de los acusados en aquel proceso, Artur London, que logró escapar a la pena de muerte, lo ha relatado minuciosamente en su novela-testimonio, La confesión.
Ni Slansky, ni ninguno de los otros acusados habían tenido «actividades conspirativas» contra el Estado, al que servían, ni tan siquiera mantenían una postura crítica frente a los soviéticos. Precisamente, uno de los argumentos que los instructores del proceso utilizaban para arrancar la firma de confesiones -cuando ya los malos tratos, la tortura y el aislamiento habían dejado de surtir efecto- era que el proceso «era necesario». En plena guerra fría, algunos de los condenados subieron al patíbulo creyendo posiblemente que su muerte era necesaria.
Aún hoy, veintiséis años después, es difícil adivinar cuáles fueron las razones últimas de aquellas depuraciones. ¿Fueron simplemente producto de una paranoia política o se trataba de una estudiada lección para evitar posibles tensiones de reforma?
Por aquel tiempo, y paralelamente a la guerra fría que había partido el mundo en dos nuevos bloques, se había producido otro hecho que había logrado, poner aún más nerviosos a los soviéticos. El yugoslavo Tito, que había logrado hacer la revolución en su país sin la ayuda de los rusos, daba la espalda a Moscú. Era el primer cisma del Este. Automáticamente, sus antiguos compañeros de la resistencia antifascistas se convertían en sospechosos de titismo. Muchos interbrigadistas de la guerra civil espanola, junto a antiguos resistentes de Francia o Italia, fueron depurados, encarcelados o ejecutados en aquella época. La mayor parte de ellos hacía sólo cinco años que habían salido de los campos de concentración nazi.
La por entonces reciente creación del Estado de Israel había dado lugar a una nueva categoría de sospechosos. Todo judío era potencialmente sionista. En el capítulo de acusaciones, ésta fue una más para los fiscales del proceso Slansky.
El aprendiz de brujo
Aún hoy, el museo dedicado en Praga a Klement Gottwald, ha borrado de sus paneles históricos aquella época. Si se hace caso a lo que se contempla, Rudolf Slansky no existió. O, dicho de otra forma, el PC de Checoslovaquia no tuvo ningún secretario general entre 1948 y 1951, primeros años del entonces nuevo régimen socialista.
En cierto modo, Slansky había ayudado a cavar su propia tumba. El, como segundo hombre de la política checa de aquel momento, conocía y había aceptado la llegada de asesores soviéticos para cuestiones de seguridad. También sabía que la llegada de estos asesores había precedido ya, en otros países del bloque oriental, a la celebración de procesos políticos. Sin embargo, su confianza era tal que nunca pensó que él sería la principal víctima. Muchos de los detenidos en un principio llegaron a pensar en un primer momento que se encontraban en manos de agentes occidentales.
Los checos nunca habían albergado ningún sentimiento antisoviético. Más bien al contrario, sentían gran simpatía por los rusos, ya que éstos eran los que les habían liberado de la invasión nazi. Sin embargo, existía una larga serie de razones para que el Moscú de Stalin prestara un especial celo en las depuraciones. Por un lado, la incontestable situación estratégica del país y su gran potencial industrial lo hacían especialmente valioso. Por otro, las peculiaridades históricas de su Partido Comunista les indicaba, quizá, que debían andarse con cuidado.
Fueron precisamente Slansky y Gottwald en quienes Stalin confió el PC checoslovaco a partir de 1929. Hasta aquel momento, el partido había subrayado sus características nacionales y democráticas. Al contrario que los demás partidos comunistas, el PC checoslovaco siempre fue legal: desde la creación del Estado checoslovaco en 1918 hasta la invasión nazi de 1938. La legalidad permitía una mayor discusión interna y obligaba, naturalmente, a entrar en un juego democrático pluralista.
Este estado de cosas no fue aceptado por el Komintern, que, en 1928, en vísperas de que triunfase la línea bolchevique, calificaba al organizado y fuerte Partido Comunista checoslovaco como «la peor entre las secciones de la Internacional Comunista».
Aún hoy, las sombras de los muertos del proceso Slansky pesan sobre el régimen checo. Las primeras rehabilitaciones no llegaron hasta 1963, el mismo año en que se comenzaban a derribar los símbolos del estalinismo, precisamente en vísperas casi de que, de nuevo, la línea dura volviese a instalarse en el Kremlin.
En 1957, el entonces dirigente Novotny mandó hacer un informe sobre las depuraciones. Pasaron seis años más hasta que comenzaron las rehabilitaciones. El tema quemaba las manos de los dirigentes que, de algún modo, habían participado en las purgas. Sin embargo, quedaba poco por rehabilitar. Ni siquiera quedaban sus cadáveres. Los verdugos habían sido previsores y los habían incinerado, para, posteriormente, dispersar sus cenizas sobre una carretera helada. En compensación, el antiguo dirigente Gottwald sería trasladado, en 1963, a una tumba más pequeña.
Aquellos que se salvaron de la muerte en el proceso Slansky tardaron cierto tiempo en salir de la cárcel, desde el momento en que los altos dirigentes del PC comenzaron a reconocer su inocencia. Algunos, incluso, vieron cómo los instructores de sus procesos eran encarcelados y luego lograban la libertad antes que ellos.
Hasta la primavera de 1968 los checos no supieron con exactitud qué les había pasado a los hombres del proceso Slansky. La política de apertura informativa de Dubcek lo hizo posible. Algunos sectores del partido -los mismos que mostrarían su oposición a la política liberalizadora comenzada aquel año- tratarían de evitar que se les recordara sus vergüenzas.
En plena primavera, las viudas de los acusados en el proceso Slansky recibieron la Orden de la República, la misma condecoración que se concedió años antes al teniente coronel Doubek, uno de los más crueles instructores de aquel proceso.
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