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Necesidad ugente de un nuevo auditorio musical en Santander

La Plaza Porticada, inadecuada para los festivales actuales

Hace ahora veinticinco años Ataúlfo Argenta y la Orquesta Nacional interpretaron en la plaza Porticada el ciclo de las nueve sinfonías de Beethoven. Si con él el director montañés alcanzaba una cima de prestigio, el Festival de Santander, iniciado dos años antes, lograba una marca de amplia asistencia popular.

No se trata de afán conmemorativo. Si recuerdo el hecho es, precisamente, porque el espíritu y el ambiente de los ciclos santanderinos se caracterizó por su popularidad, rasgo a lo que contribuían el marco elegido, la plaza de Velarde y los mismos precios de las localidades. Y es sobre esa condición, sobre la que hay que plantear cualquier revisión del festival, incluso sobre bases de mayor representatividad descentralización, como sugiere el director de la vigésimo séptima edición festivalera, González Sobral y como, por otra parte, he reclamado desde hace lustros no sólo en el caso de Santander, sino también en el de su hermano en el tiempo y en la internacionalidad, el Festival de Granada.

Pro y contra de la Porticada

La mayor crítica que hacerse puede al festival y a cuantos desde la Administración central o la provincia le prestaron atención, le otorgaron impulso y hasta salvaron baches posibles de discontinuidad, es la eternización de la plaza Porticada como escenario principal y casi exclusivo del agosto musical santanderino. Arrancar allí, aun sin toldos, estaba justificado. ¿Qué otro lugar había que ofreciera amplia cabida, audición aceptable y tónica popular? Ninguno. Los peligros de la lluvia y los ruidos fueron, si no conjurados, sí paliados por los largos toldos amarillos-azules y la suspensión del tráfico durante las audiciones. Todo lo cual no fue suficiente para que, llegado el caso, bajo el tamborilear (o timbalear más bien) del aguacero sobre las lonas viésemos, más que escucháramos un recital de Yehudi Mentihin, por ejemplo.Bien. No es necesario detener más tiempo nuestra mirada al pasado si no es para deplorar que, después de veintisiete años -más de un cuarto de siglo, que no es grano de anís-, la situación permanezca inalterable y sólo agravada por el progresivo e inevitable aumento del ruido exterior. Todo lo cual resulta más incomprensible si pensamos que una ciudad del peso cultural de Santander carece, desde hace bastantes años, de un teatro, una vez que el decimonónico Pereda fue derruido.

Una y mil veces hemos escuchado propuestas y proyectos; se ha discutido sobre el lugar y la forma de la que sería un Palacio del Festival o, más bien, una verdadera Casa de la Cultura. Pero los ayuntamientos o aquellos «a quienes correspondiera» no acertaron o no pudieron, como hizo Granada, tirar por la calle de en medio y dotar a la capital de Cantabria de tan necesario ceno. El reto, aquí y ahora, está claro: no seguir «eternizando» la Porticada, no dar lugar a que, dentro de veinticinco años, se puede volver a escribir lo que hoy escribo. Eso sí: comprometiéndose desde ahora a conservar acentuar lo que podríamos denominar el «espíritu de la Porticada», su aire popular, su capacidad de larga convocatoria. El asunto, como tantos otros de la cultura, no debe quedar tan sólo en manos de las autoridades competentes, aunque éstas no puedan ni deban quedar al margen. Es tema de la sociedad, es decir, de dos, este de resolver el futuro del festival y, por extensión, el de sus actividades culturales y artísticas de Santander a lo largo del año. Cada cual en la medida de sus posibilidades y de su situación debe colaborar. El plazo, creo yo, es de unos tres años si las cosas se llevan de un modo eficaz. Cuando el próximo día 22 se celebre la última representación del XXVII Festival nadie debe pensar que algo ha terminado y que, tras once meses de reposo, volverá a iniciarse o repetirse. Al contrario, ese mismo día debe ser el primero de la gran operación sociocultural planteada, sin descanso, con visión de futuro.

Calidad internacional

Por lo demás, y dentro de las estructuras habituales de los ciclos santanderinos, no puede decirse que el último carezca de valores. La presencia de solistas como Jessie Norman, en doble intervención, la organista Marie Clalre Alain, en el santuario de la Bien Aparecida, los pianistas Rafael Orozco, Zoltan Koksis, Joaquín Soriano y Ranzi Yassa, el cuarteto Amadeus, las orquestas Nacional de España y Enesco, de Bucarest, y los ballets Rambert, de Londres, folklórico del Senegat y Nacional de Checoslovaquia, unido a los hechos santanderinos del Concurso Paloma O'Shea y la Coral de la Ciudad, suponen un conjunto, si no arriesgado, sí atractivo y de calidad homologable a la de muchos festivales extranjeros. En la próxima crónica comentaremos alguna de estas actuaciones, seguidas con máximo interés y desigual asistencia dentro de un ambiente de crisis, término que, como es sabido, no ha de entenderse necesariamente en un sentido negativo.

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