La ambigüedad como método
Parece admitirse que en la política el único lugar aceptado para la ambigüedad es en la diplomacia. El diplomático ha recibido unas enseñanzas defensivas, con una preocupación básica de tener una puerta al menos para escabullirse. El diplomático utiliza el método periférico, porque representa fuera del país al Estado, y cuanto menos se le comprometa en los hechos mudables mejor. El diplomático es una especie de gallego ilustrado. Pero el político no puede ser así, salvo que trate cin extranjeros, o con clérigos romanos, o con democristianos. El método de la ambigüedad es recusable porque el político en una democracia es un elemento representativo de gentes; debe explicar claramente los actos de Gobierno, si fuera gobernante, o debe tratar de conectar con el pueblo o con el país, hablando claramente sobre lo que acontece y las soluciones a los grandes o a los pequeños problemas. La ambigüedad, o es una deformación dialéctica, o es un truco.De poco tiempo a esta parte se puede oír a diario a todos los políticos esta frasecita: «Yo diría...» Esto es inaceptable. No se puede hablar en condicional. Si expresa unas opiniones o unas ideas, no hace otra cosa que decirlo y no establece las posibilidades de decirlo o de haberlo dicho. Es mucho más correcto decir -yo digo, que yo diría. Es también más valeroso y más natural.
Pero hay como un deseo de no comprometerse excesivamente, de apuntar las cosas y no afirmarlas, de ejercer la sugerencia y no la calificación. Por eso se está poblando la vida española de ambigüos, de melifluos, de cucos.
Recientemente hemos podido ver y escuchar al ministro del Interior, Rodolfo Martín Villa en una intervención en el Parlamento con ocasión de los sucesos de Pamplona; y en una rueda de prensa con cuatro periodistas distinguidos, los cuales rivalizaron en ambigüedad con el ministro, seguramente por contagio. Yo creo que esta ambigüedad le venía, a algún político del viejo régimen desmantelado, por dos tipos de formación: la formación religiosa, y la formación característica del antiguo régimen que no permitía personajes muy concretos, sino escurridizos y ambiguos. A Martín Villa le viene esta formación por las dos vías, una de ellas la agustiniana de su Colegio Mayor, y la otra la de haber realizado un largo recorrido de funciones públicas al lado de grandes y relevantes ambiguos en el pasado reciente. Y es una pena. Rodolfo Martín Villa es un personaje inteligente, un trabajador de despacho y una musculatura política para los grandes pesos. Pero no tiene la imagen de un ministro del Interior para dirigirse al Parlamento y a los españoles en un momento como el actual en donde la conflictividad política levanta ya las barricadas, se acentúa la disociación de los españoles por razones territoriales, culturales, históricas, la calle va siendo cada día menos para pronunciarse y más para contender, y las muertes son ya mucho más numerosas que aquéllas que crearon un clima de cuerra en nuestro país, y al fin se produciría aquella guerra en 1936. Un ministro en esta situación no puede dirigirse lastimosamente al Parlamento, mediante una previa negociación con los portavoces del Congreso, sin otro ánimo que de lamentarse de lo ocurrido y prometer una investigación a fondo. Un ministro del Interior tiene que tener la información enseguida y decirla cumplidamente al Parlamento. Y después será el Parlamento quien abra un debate, se oigan las diferentes versiones de los parlamentarios, Y al final podrían remitirse todos estos materiales a Una comisión especial investigadora.
El ministro no puede aparecer, posteriormente, en televisión que es la gran balconada ante el pueblo español y dar allí una deslumbradora lección de ambigüedad y de ofrecer una de cal y otra de arena, y de emitir un atrevimíento y lograr equilibrarlo con una prudencia. Todo esto es pura ratonería política, vieja escuela romana, antiguo refugio para no dar la cara y dejar a los españoles como estaban y que es no saber lo que ha pasado, quiénes son los culpables y saber lo que va a hacerse. Y a todo esto, los periodistas convocados tenían la misma cara de congoja del ministro, alguno de ellos hasta con cierta siniestralidad temerosa y asustada y sin ningún interés de poner al ministro el explosivo natural de un periodista, puesto debajo de la silla, como hacen los ciudadanos de Elche en su fiesta sagrada de agosto. Los ministros del Interior han sido en este país los que han tenido que bailar con la más fea. Es una función bonita para un político, es el departamento que tiene mayores caudales de política dentro. En el fondo, un político de vocación ha esperado siempre en nuestro país a ser ministro del Interior o de Gobernación. Pero lucizo se enfrenta con los asuntos mas desfavorables o menos rentables. El Ministerio del Interior gasta al político mucho más deprisa que otros. Solamente hubo un caso milagroso. que fue el de Carlos Arias Navarro. En su tiempo mataron al presidente del Gobierno y el jefe del Estado lo hizo presidente del Gobierno. El hecho era insólito. Ningún magnicidio perpetrado en nuestro país ha glorificado a ningún ministro de la Gobernación. sino que los ha desfenestrado. Pero esto ocurre en todas partes. Recientemente ha ocurrido en Italia, tras el asesinato de Aldo Moro. Fraga se metió inocentemente en el Ministerio del Interior, para llenar de política toda su humanidad y le rnandaron al poco tiempo a Alianza Popular, que es corno un inhóspito lugar de destierro de ex ministros de Franco.
La ambigüedad como método no es recomendable. Es muy humano que el político utilice la ambigüedad para salvarse, pero solamente cuando la falta de concreción no sea perniciosa para todo un pueblo, y que se reduzca a ser una contienda de destrezas entre políticos. En el primer año de este siglo, en plena guerra de Africa. había una campaña popular cada vez que embarcaban soldados con destino a Marruecos. Hubo momentos en que era muy difícil embarcar a las unidades en los trenes. Se tenía la impresión de que aquella guerra no solamente era inútil sino que estaba destinada a servir determinados intereses. Entonces un ministro, el vizconde de Eza, se dirigió al país hablandole claro y, fue tan firme, y estuvo tan asistido de información, que se acabaron las campanas y todo volvió a su lugar.
El fenómeno que se ve, sin forzar demasiado los ojos, es que este Gobierno apetece gobernar de manera compartida con todas las fuerzas políticas. Esto a veces es bueno para redactar una Constitución, pero no es habitual para gobernar. El Gobierno debe tener las ideas propias, autoridad. y la necesaria información y documentación para sostenerlas. Esto es lo que se llama un Gobierno responsable. Un Gobierno. vamos. Y todo lo que hace a cada instante es templar las gaitas de los parlamentarlos. especialmente de los más decisorios como socialistas, comunistas, catalanes y vascos. El Gobierno da la sensación de que lo han puesto allí por alguna injusticia o privilegio que quisieran legitimar tendiendo la mano a sus contrincantes o bajándose los pantalones. La palabra que tiene permanentemente en la boca es la de rectificar. Martín Villa lo está diciendo todos los días. Lo normal no es rectificar, sino marcharse si se han cometido errores grraves. El Gobierno. por el contrario, ha sido extraído de la minoría rnayoritaria del Congreso y del Senado. Tiene las asistencias suficientes en el Parlamento, Y fuera de él, ¿qué tiene el Gobierno como asistencia, fuera del Parlamento? Pues en principio. el Rey, puesto que la minoría mayoritarla del Parlamento es la Unión de Centro Democrático. El Rey está ante la necesidad democrática de asistir al primer partido del país. Después tiene la legalidad sobre la que se asienta -puesto que no está en el vacío- y las Fuerzas Armadas que tienen el deber de defender esa la realidad. Nunca un Gobierno en la vieja democracia había tenido más asistencia que éste. Y si se añade que la izquierda es moderada en el soclalismo y moderadísima en Santiago Carrillo, ¿qué más quiere? Pues entonces lo que tiene que desterrar es la ambigüedad y decir abiertamente quiénes organizaron los sucesos de Pamplona y, del País Vasco, con sus nombres y, apellidos y los desmanes que hicieron después: y quiénes son los miembros de las Fuerzas Armadas que sobrepasaron sus obligaciones, también con nombre y apellidos: y finalmente mandar a algunos gobernadores a su casa y decir por qué. Esto es lo que tiene que hacer un ministro del interior, no bajar la cabeza y subir las gafas. y pensar lo que va a decir para no decir nada, y ponerse delante de cuatro periodistas que de antemano -aunque sean brillantes- tampoco estaban dispuestos a ser molestos sino convenidamente incitadores para que el ministro pudiera lucir con esplendidez su ambigüedad. Y digo todo esto con decepción y sentimiento. Me gustaría decir cosas más lucidas a Martín Villa, a quien profeso un vicio afecto y no poca admiración.
A la izquierda también conviene decirla algunas cosas de buena fe. Y si no las aceptara tampoco me importaría gran cosa. La izquierda parece como si tuviera el oficio de respaldar toda "contestación". Y no es eso. Eso sería una izquierda revolucionana que ese no es el caso de nuestra izquierda. Y si es que fuera revolucionaria tiene la obligación de decirlo. Hasta ahora sabemos que la izquierda está integrada en un sistema político democrático que se propone la convivencia y se somete a la soberanía popular. Estamos construyendo una democracia al estilo de las europeas, donde los revolucionarios pertenecen al pasado, y ahora solamente podríamos distinguir como dos familias políticas: los avanzados y los retardatarios. La izquierda tiene más credenciales para ser los avanzados y no los otros. Pero entonces tiene que empezar a depurar a mucha gente que creen que la izquierda representa la idea de poner al país boca abajo. un poco a la manera anticuada de las revoluciones francesa o rusa. La izquierda no puede tener viejos clichés y seguir haciendo solarnente antifranquismo como la gran bandera de su legitimidad. La izquierda tampoco puede ser ambigüa en los sucesos del Norte v tiene que preservar con su conducta al país de una desestabilización que podría llevarnos otra vez -por rigurosa necesidad y ante balances catastróficos- hacia nuevas formas de autoridad que respaldarían una creencia muy extendida de que los españoles no estarnos preparados para la democracia. Precisarnente quien más posibilidades y más bazas tienen para salvar la dernocracia es la izquierda. La única exigencia es que no sea ambigua, o que se hiciera la distraída con el terrorismo y las barricadas. Y los que tuvieran que rnarcharse de su lado, que se marchen. El país es mucho rnás importante que un partido y no se puede estar jugando permanentemente al error o a la debilidad del contrario. Y si el Gobierno se pone voluntariarnente en las cuerdas, delante de la izquierda, lo que tiene que hacer la izquierda en lugar de golpearle en esa triste situacion, es mandarle a su banquillo para que se reponga. O que alguien y, no la izquierda le de por derrotado, por inferioridad manifiesta. Todo lo que nos sucede es estar utilizando la ambigüedad como método. Meter la cabeza bajo el ala. No decir más que la verdad a medias. Salir como sea del asunto con prontitud y escaso decoro. Pero esa es una vieja y lamentable política. Aquella que se llevaba en los finales de la primera restauración. Ahora estamos llenos de gentes jóvenes, de muchos idealistas, y delante de un monarca joven que quiere hacer una monarquía de todos, y con todos. Esto se nos podría morir por una epidemia de rácanos. En el fondo un ambiguo es aquel que no sabe lo que tiene que decir, o que lo sabe y no se atreve. Ninguna de las dos especies son recomendables.
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