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Reportaje:

La Bienal y la ciudad de Venecia

El mayor inconveniente o embarazo con que topa y topará, si pervive, la Bienal de Venecia es la propia ciudad de Venecia. Reflejada, a diestra y siniestra, en el discurso elocuente del Gran Canal y sus mil confluencias viarias, la ciudad se hace espejo de sí misma y llega por sí misma a entrañar veto o invectiva a lo que ante ella no se alce y configure a imagen y semejanza de ella. Puertas adentro agudízase el caso en cantidad y calidad, hasta el extremo de quedar arquetípicamente ejemplificado aquello de la coz contra el aguijón para desánimo del más ferviente de los émulos' y disuasión del más tenaz de los epígonos. Tantos y tales son los tesoros custodiados en la ininterrumpida sucesión de palacios y templos, cámaras y academias, que en verdad exige cautela y acreditada condición creadora al advenedizo promotor de sorpresas, novedades y otras neo-lindezas, sobre suelo o cauce veneciano.Ignoro si los mentores de la Bienal son conscientes de la clara desproporción existente entre lo que la ciudad de Venecia les viene ofreciendo desde el siglo V y cuanto ellos se empeñan en contraponer, cada dos años, por vía de parangón irrisorio o extremada jactancia. Tal vez obren de buena fe, a favor de enigmática orientación didáctica, o quizá sea la familiaridad misma del espectáculo urbano, fiel a su propio mostrarse, la que les impide calibrar el verdadero alcance e inusitada grandeza de lo que tienen delante de sus ojos. La contradicción, pese a todo pesar, salta a la vista del asiduo visitante e incluso se acentúa con el ir y volver de las sucesivas ediciones festivaleras, sin que el hábito de lo nuevo, más y más pretencioso e incongruente, logre restar un ápice de asombro a la contemplación de lo viejo, cada vez más radiante y cargado de atractivo.

Se requieren, por ejemplo, agallas para contrarrestar el soberano concierto de cúpulas, crestas y mástiles de la basílica de San Marcos, plaza y palacio ducal incluidos, con el aburrido despliegue de unas cuantas lonas, mecano-tubos fundas de plástico, montones de piedras y astillas, socavones y hacinamientos (que de todo ello resulta abundosa la Bienal en curso) u oponer una ridícula torre formada por embudos metálicos (tal es la propuesta de uno de los ingeniosos concurrentes) a los casi cien metros de altura del campanile del propio San Marcos o de San Jorge... o de tantas y tantas atalayas con que la ciudad se asoma al intestino discurrir de sus canales. Y únicamente a probado sentido del humor cabe achacar el que los enjalbegadores de turno sigan hablando de la pintura-pintura, tras haber contemplado la Madonna de Giovanni Bellini en la Academia, la Asunción de Tiziano en la iglesia de los Frari o las telas de Tintoretto en la Scuola de San Rocco.

Cuando una ciudad consta de un aproximado medio centenar de iglesias mayores y otros tantos palacios (confundida su noble traza, por si fuera poco, con la llaneza de otros y otros edificios de tan buen ver como milagroso integrarse en el tejido urbano) resulta más que pedante ofrecer el parangón de una muestra de arquitectura de lo imposible al modo de la ramplonamente montada en los almacenes de la Sale, en Zattere (¡vana insistencia demagógica la de que la Bienal abarque diversos puntos de la ciudad!) y por muy sonoros que sean los nombres del Archizzom, de Carlo Aymonino, Mendini, Portoghesi, Gregotti, Rossi... No menos sorpresivo, en Fin, se le ocurre a uno el que en un marco como el veneciano, donde la conmemoración histórica está a la vuelta de cada esquina, se programe (con todo el esplendor que brindan los salones napoleónicos de la plaza de, San Marcos) una exposición conmemorativa de tres pintores contemporáneos (Grioli, Cintoli y La Rocca) por el mero hecho, a lo que se ve, de que son de casa y murieron muy jóvenes.

La contradicción llega, sin duda alguna, a exceder su propia desmesura en la mera comparación del título o consigna («De la naturaleza al arte del arte a la y naturaleza») de la presente edición de la Bienal, con el medio material en que se pretende desplegar su hipotético contenido. Proponer, así, por las buenas, la arbitraria relación entre naturaleza y arte en una ciudad como Venecia y sugerir en ella unos raquíticos ejercicios presuntamente ecológicos equivale a llevar mantecadas a Astorga o navajas a Albacete. No creo que se dé en el mundo un ejemplo tal de adecuación entre el arte (el gran arte) y la naturaleza (la naturaleza en pleno flujo y reflujo) como el que Venecia regala a la luz del día, tras quince siglos de su historia. Difícil le será al visitante discernir dónde se inician los canales y dónde concluye la urbe, cuál es el territorio propio de aquéllos y cuáles las legítimas fronteras de ésta.

Pues bien, a los magnates de la Bienal no se les ha ocurrido otra cosa que dar la espalda al milagro, inmediato y elocuente, de una asombrosa arquitectura embargada, penetrada y definida por una ola omnipresente, insensiblemente ramificada y distensa, sin solución alguna de continuidad y sin el más leve sobresalto. Para nada han atendido al ecuánime pugilato entre el tejerse milenario de la ciudad y el diario transcurrir de los canales, entre el hacerse y proseguirse del ente urbano y el desvanecerse, como el agua en el agua, de un sueño colosal que da paso a una realidad tangible y transitable. Han preferido acumular escombros, lonas, tubos, plásticos, ladrillos, ramas de arbusto, vacas mecánicas en celo, desmadrados sementales, pastores y ganados, fotografías y proyecciones, pinturas y pintadas..., con el ánimo de que el ciudadano común (¡el veneciano a la cabeza!) se vaya enterando de qué van estos asuntos de la creación artística y la preocupación ecológica.

Un paseo por la ciudad

Los pioneros en las propuestas conciliadoras entre expresión artística y entorno natural (las aguerridas gentes del land art) acertaron a elegir cuidadosamente el medio (cataratas del Niágara, llanura de Arizona, cañón del Colorado ... ) en que el contraste complementario entre aquélla y éste se hiciera manifiesto a pleno sol y en toda su crudeza. No así los sagaces organizadores de la Bienal veneciana. ¡Con lo fácil que hubiera sido, para dar razonable cumplimiento al lema oficial («De la naturaleza al arte y del arte a la naturaleza») el simple recorrido colectivo -promotores y artistas, anfitriones e invitados, exégetas y simples mirones- a lo largo y lo ancho de la ciudad, por el laberinto de sus calles y la maraña de sus canales mayores y menores, y tras la enseñanza estético-ecológica que la pulpa urbana y aledaños saben explicar sin mediaciones!

¿Cabe en la cabeza de alguien tal desatino cual la transferencia de la ciudad de Venecia a la reproducción fotográfica sobre su propio suelo y en sus mismas aguas? Lo que podría acharse a fantasía, alucinación o probada locura ha tomado cuerpo de verosimilitud y expresión artística en el pabellón que representa a Bélgica. Gary Bigot (flamenco él) se ha encargado de obrar el milagro, no sabe uno si de la identidad o de la estupidez. A lo largo de las salas del pabellón de su país ha encadenado una serie de fotografías en las que se facilita al contemplador la lectura del Gran Canal, cuando el Gran Canal discurre a unos metros de su absurdo e intempestivo reportaje, adornado (iagudeza y arte de ingenio que el

mismísimo Gracián para sí quisiera!) con explicaciones teórico-literarias de esta índole: «La identidad de Venecia viene determinada por aquella ondulación que el Gran Canal constituye. »Y aun así (es decir, por vía de aberración o desatino) ha sido el belga el único pabellón que ha caído en la cuenta de que la Bienal y su lema oficial tenían lugar en Venecia, de cuya lectura se nos brinda otro singular ejercicio fotográfico dirigido ahora al conocimiento del palacio Ducal. Los demás países, hecha abstracción del medio, han interpretado la consigna bienalera («De la naturaleza al arte y del arte a la naturaleza») de forma tan caprichosa como infantil. Para los finlandeses, por ejemplo, ha sido cosa de presentar una serie de esculturas realizadas con arena humedecida, cortezas de árbol, hojas, hierbas (¡corno si la piedra no fuese materia natural!) y otros productos del campo, más propios de belén navídeño que de muestra internacional del arte.

También a los yugoslavos les ha tentado la propuesta forestal con tales cuales adobos pictóricos y unas cuantas figurillas de escayola. El sueco Lars Englund, invocando una extraña tradición constructivista, ha dejado plagadito el pabellón de su país de una suerte de enrejado metálico con aire naturalista-decorativo- foIklórico, que no parece sino pensado para telón de fondo de espectáculo televisual. De la representación griega se ha encargado el pintor Yannis Pappas, empeñado en colmar el stand de desnudos masculinos y femeninos, eminentemente grotescos (no sabemos si a propósito o por torpeza) y nada acordes con la enseñanza de sus ilustres antepasados. Desnudos son igualmente los ingredientes del pabellón noruego, debidos a la mano poco hábil de Frans Wieleberg y configurados, pese al fuego expresionista que en vano quiere animarlos, como auténticos chafarrinones.

Grandes rebajas

Se me dirá que sólo atiendo a la faz negativa de la Bienal. ¿Cree usted que es cosa fácil dar con la otra cara de la moneda? En la reseña del pasado jueves destaqué, entre lo poco destacable, ciertos aspectos del pabellón alemán, el buen hacer del británico Boyle, la soberbia exposición del norteamericano Diebenkoi-n y el lúcido planteamiento de la propuesta italiana. Cabe agregar al saldo favorable (algo de saldo o de grandes rebajas posbalance tienen continente y contenido de la Bienal) las pulcras sugerencias fotográficas del islandés Sigurdur Gudmundsson, las expresiones minimales de los japoneses Koji Enokura y Kishio Suga, las chapas recortadas y perforadas por el canadiense Henry Saxe... y el mentaje del pabellón francés, pese a que un aura de cursilería (tal vez provocada) deje impregnadas de rosas y azules sus paredes.

¿Y España? Dejé apuntada, el jueves pasado, la dignidad con que, entre la improvisación y la penuria, nuestro pabellón había resuelto la papeleta. En su conjunto (con la cota más alta en las modificaciones espaciales de Navarro Baldeweg y la más baja, o más por los pelos traída al caso, en los testimonios fotográficos de los ingenieros Fernández Ordóñez y Martínez Calzón) la aportación española resulta, efectivamente, digna, si se tiene en cuenta, sobre todo, la mediocridad circunstante y sin que ello nos otorgue el papel siquiera de tuertos en país de ciegos. Hay dignidad, pero tampoco falta una virtud tan de la raza como la improvisación, ni se ausenta una cierta penuria de medios, santo y seña, sin duda, de los tiempos que por aquí corren o de la desfavorable coyuntura a que nuestra economía se atiene.

Juan Navarro Baldeweg ha dejado sentada, en la sala central del pabellón de España, una preclara iección de cómo es posible modificar un espacio dado, mediante la estratégica disposición de unos cuantos, mínimos, elementos que en parte reflejan la estructura del local, en parte la transforman y en parte (la mejor) la contagian de certeza, de evidencia, no exenta de emoción. Reducida a menos de un metro, se reproduce en el centro de la sala, y por partida doble, la estructura acristalada de la sala, cuyos ángulos, sabiamente interdistanciados, dan cabida a tres tetraedros, logrado el primero por adición (de adobes), por sustracción (de briquetas de carbón) el segundo, y reducido el tercero al vacío, merced al soporte angular de dos chapas de cobre. El cuarto ángulo queda simplemente sugerido por la disposición escalonada de dos elementos repetidos, de los que penden uvas en sazón y uvas agos tadas. El resto es para ver, para verificar y sentir la evidencia del es pacio en cuanto que tal.

La Bienal de los gondoleros

A las puertas del pabellón, Nacho Críado ha montado otra propuesta, de condición mucho más empírica, destinada a modificar el acceso, en su aspecto frontal y lateral. El visitante se ve obligado a desviar el recorrido, reconformando con ello un espacio de tan obvia apariencia. La idea, en tales términos, era clara. El artista, sin embargo, se ha empeñado en confundirla con un barroquismo que, a juicio mío, no era del caso. Fina Miralles ha trazado una metáfora, más literaria que plástica, en torno a la amenaza de muerte que pesa (y ya no hay remedio o recurso) sobre el mar Mediterráneo. Pilar Palomer ha seguido la senda contraria: el reportaje directo, y directamente verificable, de la depredación forestal. José María Yturralde nos ofrece una colección de cometas órtogonales, que cuando emprenden vuelo son un gozo y se semejan a trastos de un garaje cuando quedan ancladas en el interior de la sala. Los ingenieros Fernández Ordóñez y Martínez Calzón presentan fotografías de puentes por ellos realizados, cuya indiscutible calidad he glosado en otras ocasiones y difícilmente podría ahora volver a glosar en cuanto a su congruencia con aquella característica, al menos, de inutilidad a que obedece la manifestación del arte. La Bienal de Venecia, en fin,

versus la ciudad de Venecia, a tenor de un lema de combate («De la naturaleza al arte y del arte a la naturaleza») en la que ésta lleva todas, las de ganar. Lo mejor y más acorde con el título oficial de la edición presente ha tenido lugar, en mi opinión, fuera del ámbito bienalero, en las calles de suelo firme de Venecia. ¿Imagina usted un espectáculo dadaísta cual la disposi ción de las góndolas venecianas, varadas, en fila india, sobre el firme de las calles? Tal y no otro fue el acontecimiento que nos depararon los gondoleros, el día mismo de la inauguración de la Bienal. No, no trataban de integrarse en ella a través de un dadaísmo a ultranza; se limitaban a lanzar su protesta contra el abuso de las lanchas mo toras que a diario irrumpen en los pequeños canales y que, aparte de sembrar la contaminación, pueden dar al traste, por mor del oleaje que provocan, con los milagrosos cimientos de la ciudad. « ¡Salvemos a Venecia!», era su lema, que desde aquí hacemos nuestro frente a la vana pretensión del que los pro hombres de la Bienal han preten dido hacernos tragar.

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