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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Una política exterior de propósitos

Emilio Menéndez del Valle

(Comisión Internacional del PSOE)

El presente comentario ha sido escrito escasos días antes de la reunión cumbre de la OUA, en Jartum, Sudán, que tratará, entre otros, el tema de la «africanidad» de las islas Canarias. Ha sido redactado con independencia del resultado de Jartum, porque lo que trata es denunciar la falta de política exterior del Gobierno Suárez para con el continente africano. Aparte de lo que ocurra el 18 de julio en la citada capital árabe -favorable o perjudicial para los intereses de España- la actitud del Gobierno Suárez hacia Africa puede resumirse en el consabido «acordarse de Santa Bárbara cuando truena».

Las líneas que siguen parten, por supuesto, de que la pretensión de la OUA es absurda, pero quieren demostrar que tal pretensión está basada en la ausencia de unas adecuadas relaciones exterior es españolas en Africa, explicando algunas de las principales carencias de nuestra política internacional. Hay que explicar porqué y cómo se ha llegado a la insólita situación de que en el momento presente la mayoría de la OUA exprese una hostilidad formal hacia España.

La explicación aparentemente más plausible de esta actitud es la casi total ausencia de política africana de este Gobierno y de los que le han precedido. Alguna política ha habido, pero se ha tratado de una política alicorta, limitada prácticamente al Magreb y siguiendo las más de las veces opciones equivocadas.

Nadie puede pretender -ni falta que nos hace- que tengamos una política africana semejante a la de las superpotencias, con sus intereses y estrategias globales, o a la de aquellas potencias (Gran Bretaña, Francia) que lograron las mejores «tajadas» en el reparto colonial. Pero ahí está la política africana en todas sus vertientes de países mucho menos «africanos» que España, como los escandinavos, Holanda, Italia, por no hablar de los mismísimos Japón o República Federal de Alemania.

Africa es mucho más que la caricatura que algunos, frívolamente, suelen trazar. Africa no es sólo un continente frustrado y desgarrado por enfrentamientos tribales (en la mayoría de las ocasiones resultado del monstruoso reparto colonial o azuzados por las potencias coloniales o neocoloniales); no es sólo un continente que lucha con palabras contra la dominación extranjera (Argelia, Angola, Mozambique, Guinea Bissau, Zimbabwe, Namibia... demuestran que no se ha luchado, ni se lucha, únicamente con palabras); no es sólo un continente que ha permitido el exterminio de Biafra (pero que también ha permitido una ejemplar reconciliación nacional recién concluidas largas y cruentas gue rras civiles como las de Nigeria o Sudán); no es sólo un continente que no se pronuncia contra las dictaduras sanguinarias de Bokassa, Amín o Macías (¿se ha pronuncia do el Gobierno español sobre las de Pinochet, Videla o Somoza?)... Africa es un continente que ha es tado sometido al más brutal de los colonialismos y que aún se debate en una pugna, en parte interna, en parte alentada desde el exterior, entre países que a duras penas tra tan de ganar su independencia económica.

En Africa occidental, área que por razones históricas y geopolíticas toca más de cerca a nuestro país, se habla de un eje Rabat -Nuachot - Dakar - Abidjan - Libreville, cuyo motor estaría en París. Después de la vergonzante entrega del Sahara a los dos primeros países del eje, ¿cómo se explica que la política del Gobierno español se limitara prácticamente a coqueteos con Senegal y Gabón, integrantes del eje neocolonizado? ¿Será casualidad que hayan sido los países rivales de Senegal y Gabón quienes han estado, al parecer, detrás de las iniciales recomendaciones de la OUA sobre Canarias? ¿De qué ha servido ese torpe alineamiento por efímero y superficial que pudiera ser? Una de las empresas de la política neocolonial giscardiana -esta vez en Africa oriental- que ha concitado la condena unánime de los países africanos es el desmembramiento de las islas Combras y la subsiguiente separación de la isla Mayotte. Empresa que el Gobierno español ha apoyado.

Finalmente, sobre los candentes problemas de Africa meridional (Suráfrica, Rodesia, Namibia) que también unifican, al menos formalmente, al Africa independiente, ¿cuál es la política activa del Gobierno español? ¿Se ha concedico ayuda, no militar, pero sí moral y material, como hacen otros países occidentales, a los movimientos de liberación o a las víctimas de los regímenes racistas? ¿Se contribuye con un sólo dólar a los diversos fondos de las Naciones Unidas para el Africa meridional? ¿Se hace alguna aportación, por cauces bilaterales o multilaterales, a los diversos programas de asistencia a los países africanos más desfavorecidos?

En definitiva, vemos que unas erróneas opciones unidas a una falta de sensibilidad hacia los problemas africanos más acuciantes generan la hostilidad de unos, la indiferencia de otros y -lo que puede ser más grave- la ausencia de resortes con los que enderezar una situación que se nos ha puesto difícil.

Con respecto a Argelia, tampoco se trata dejustificar la actitud intolerable de su Gobierno en el tema de Canarias. Pero hay que encontrar una explicación: la entrega del Sahara a Marruecos y Mauritania, que acarreó el desequilibrio y la desestabilización de la zona, fue parte de una operación de mayor envergadura que socavó el prestigio del régimen de Bumedian y el liderazgo argelino a los países no alineados, liderazgo que resultaba cada vez más incómodo a las potencias occidentales -y en menor medida, también a la superpotencia oriental- en una serie de cuestiones, tales como la OPEP, «nuevo orden económico internacional», Conferencia Norte-Sur, etcétera. Argelia, que siempre ha considerado los acuerdos de Madrid, de noviembre de 1975, como una «puñalada por la espalda», decidió utilizar a fondo una baza barata -Antonio Cubillo- que ya tenía en sus manos con anterioridad y con la que puede golpear a España con relativa facilidad. Otra cuestión sería analizar si esta política, incluso desde la óptica argelina, es acertada o más bien contraproducente, así como la parte de responsabilidad que a Argelia le cupo en todo el proceso que condujo a los llamados Acuerdos de Madrid.

En todo caso, si el Gobierno español quiere restaurar los puentes rotos con Argelia parece obvio que la política seguida hasta ahora no es la acertada: ambigüedad en el tema del Sahara, venta de armas a Marruecos y Mauritania (los contratos, no sabemos si las entregas también, no se interrumpieron hasta el verano pasado, según ha reconocido el propio Gobierno), notas en lenguaje de ultimatum no acompañadas de la voluntad de rupturá de relaciones diplomáticas, ratificación del acuerdo pesquero con Marruecos, que supone el reconocimiento implícito de su soberanía sobre el Sahara, etcétera.

Así, pues, las tormentosas relaciones con Argelia marcan otro hito, no el único (recuérdense, por ejemplo, los apresamientos de pescadores por el Frente Polisario o por las autoridades angoleñas) en la impotencia del Ministerio de Asuntos Exteriores. No sería, sin embargo, justo atribuir todos los errores y carencias de política africana al Gobierno actual. En gran medida son imputables al régímen anterior. Pero es necesario y urgente que el Gobierno tome conciencia de su continuismo en muchos de esos errores y carencias. Cuando se quiere eludir la autocrítica, es frecuente recurrir a las simplificaciones o a la búsqueda de chivos expiatorios.

No se trata, cuando se está al borde del precipicio o con la espada de Damocles sobre la cabeza, de arbitrar a toda prisa una, pretendidamente, espectacular (pero vacía de contenido) «ofensiva africana». No sirven -si no están sólidamente sustentadas durante un tiempo razonable en una actitud coherente- misiones del Parlamento o del ministro de Asuntos Exteriores a Africa. Las «buenas intenciones» de última hora, se quedan en eso. Por ahora, en éste como en otros. temas, la política exterior española sigue quedándose en una política de propósitos. Independientemente de lo que suceda en Jartum, los socialistas deben prepararse para convertir esa pglítica de intenciones y propósitos en otra de principios y realidades.

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