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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Una Constitución poco constitucional

Tan contentos han quedado los señores diputados de la Comisión, inmediatamente después de haber liquidado, a marchas forzadas, el trabajo de aprobar la redacción de la Constitución, que han organizado un partido de fútbol contra los periodistas. Vaya usted a saber si este es un acto constitucional o preconstitucional, el primero, de reparación por la actuación pésima, según me dicen los entendidos y puedo deducir yo, del equipo que ha representado tan fugazmente los colores, españoles en el campeonato del mundo.Me ha extrañado muchísimo que el árbitro no sea el señor Attard, paisano mío, aunque no ejerce demasiado, ya que hubiera sido un colofón digno de sus actuaciones premiadas con el trofeo Naranja por no sé qué peña madrileña. Y, por cierto, que premiar con un trofeo Naranja al presidente de un Banco que se llama de la Exportación es como elevarle al cubo, lo cual puede ser excesivo atendida su corpulencia. Pero tampoco la del árbitro elegido es manca y la verdad es que si no de director del encuentro, ¿de qué podía haber actuado mi amigo Peces-Barba?

Puede que la Constitución que acaba de ser enviada a las Cortes para que la apruebe antes de las vacaciones sea la mejor posible. Seguramente lo es; puede también que sólo haya podido cocerse como se ha cocido, con clandestinidad incluida; pero no es, desde luego, la que hubiéramos imaginado desde la oposición clandestina de los años cincuenta, sesenta, setenta y hasta en el año anterior a la muerte de Franco, cuando funcionaron aquellas Inefables plataformas que ya prefiguraban el «consenso» al que se ha llegado. Sin embargo, ¿nos será permitido a algunos, no sé a cuántos, me figuro que a bastantes más de los que parece, abrigar la esperanza de que pueda algún día reformarse? Es decir, que algunos, no sé cuántos, una minoría, si se quiere, a la que, sin embargo, no sé por qué, las mayorías tienen algún miedo a juzgar, por el interés que muestran en descalificarlas, echamos a faltar en esa Constitución muchas cosas esenciales que la hacen menos « constitucional » de lo que hubiera convenido.

Las prisas por aprobarla cuanto antes parece que explican sus limitaciones. No sé si la libertad de prensa de que disfrutamos -unos más, otros menos- permite decirlo todo. Yo supongo, diré utilizándola, y basándome en lo que creo saber, que una parte de las fuerzas fácticas tenía prisa por contar con la legalidad constitucional que pasará -seguro- las pruebas necesarias en el Congreso y el Senado, para contener las nostalgias peligrosas de otra parte de esas mismas fuerzas fácticas. Este es el resultado, probablemente inevitable, de que no haya habido ruptura, como se pretendía, sino sólo transición, como se podía suponer. Y me gustaría dejar claro que no hay contradicción entre haber visto desde siempre que eso de la ruptura era imposible, al mismo tiempo que no se admiten sus consecuencias. Porque siempre hay quienes las admiten y conviene que algunos -tantos como se pueda- resistan a ellas para que quede testimonio de que no es eso. Y se pueda llegar un día a otra cosa. Toda la cuestión está, creo, en la capacidad de renunciar y esperar, trabajando lo que se pueda, por cambiar las cosas, o en la decisión de tomar, inmediatamente, vela en el entierro para que parezca que el muerto está ya muerto. Y no lo está, puesto que no se arregla todo con un solo muerto. Habrán de pasar a mejor vida, si es que es posible, muchas otras gentes que están desde hace cuarenta años políticamente vivas y coleando mucho.

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Pero dejemos este tema, que da él solo para un artículo, y volvamos a la Constitución para que se vean algunos de los «apaños» que se han tenido que hacer de prisa y corriendo. Hay, al menos, dos de mucho bulto: el de la forma de gobierno y el de las llamadas «autonomías». Uno confiesa por delante que es republicano, ya que no ve otra forma de gobierno en que se pueda llevar a cabo, tanto como sea posible -que es mucho- la sociedad sin clases en la cual no existan relaciones de trabajo que creen dependencia social como consecuencia de la dependencia económica. Pero aunque no fuera así, seguiría preguntándome: ¿Cómo puede estar ausente de una Constitución democrática la decisión civil de este tema capital? Seguramente, contra lo que yo creo que debería ocurrir, y contra lo que espero que ocurrirá algún día, la mayor parte de la ciudadanía -incluyendo buena parte de clase obrera- hubiera votado por la monarquía, pero ese más que probable resultado no excusa haberse saltado a la torera la fórmula imprescindible. Si más no, porque muchos parlamentarios han tenido que aceptar lo contrario de lo que creen. Por ejemplo, todos los que aspiran a una sociedad de clase única, por decir las cosas muy sumariamente, puesto que el tema de este comentario no es discutir si esa sociedad es posible y cómo se puede llegar a ella. Así, pues, en el «consenso», socialistas y comunistas no han votado lo que creen sino lo que conviene, que es bien diferente.

El otro gran tema es el de las «autonomías». Su ambigüedad, la incoherencia del voto en el caso de algún artículo, etcétera, ha presidido todo lo que se ha hecho en este sentido. Aquí, el asunto era tan grave, desde luego, como en lo de la forma de gobierno, por aquello de «la sagrada unidad de la Patria», que siempre se echa por delante para descalificar cualquier lectura de las historias peninsulares, diferente de la única lectura autorizada para la historia de España desde, por lo menos, Felipe V.

Ha habido dos «comunidades autónomas» que han pesado más que las otras.

Las combinaciones electorales mutuas, de unos y otros, en las que no vamos a entrar porque son evidentes, ha hecho que se dé un trato especial a Cataluña estricta La UCD, minoritaria allí, busca una alianza, más o menos pública, pero, sin duda alguna, «de clase», con el centro -izquierda digamos que nacionalista, ya que la mayoría la tiene la izquierda sobre todo, por la alianza PSC-PSOE. Una alianza que también ha pagado su precio de renuncia nacionalista aceptancia increíble limitación que no se pueden federar entre sí «comunidades autónomas» limítrofes. ¿Por qué, si lo decidieran así sus habitantes, con mayoría suficiente? ¿Quién tiene miedo a qué? ¿Con qué argumentos democráticos se puede defender semejante limitación? Estamos, sin duda, ante la pervivencia del espíritu de la Nueva Planta.

El problema, electoral, de esta cuestión, es más dificil en Euskadi y por eso no ha habido la misma unanimidad en el voto del centro, que allí es menos izquierda o no lo es en absoluto. El PNV no quiere perder electorado -lo cual, por otra parte, tampoco convendría a la UCD- y el PSOE sabe que no va a ganar más del que tiene. Se ha arbitrado, incluso, una fórmula constitucional para resolver el problema de Navarra -sobre cuya inclusión en Euskadi están de acuerdo todos menos UCD-, pero ni por esas. La cosa allí es más profunda. Se trata de la inclusión de una noción tan normal como es la de la autodeterminación. La autodeterminación sólo se ejerce mediante las urnas, y si es así, para no incluirla, ¿qué argumento democrático se opone? Ninguno, salvo la imposibilidad por razones obvias. Después viene Galicia, donde la izquierda no está interesada en una autonomía dominada por la UCD de forma abrumadora. Es natural en este caso, por la misma razón que lo es en el otro, es decir, en el de la UCD catalana ante su situación minoritaria, que trata de remediar anticipando la preautonomía con la llegada de Tarradellas y acercándose desde el centro hacia la izquierda socialdemocrática. Pero en Galicia no se ha encontrado un Tarradellas de izquierda para compensar, sino todo lo contrario. Lo cual, junto con las autonomías de «segunda clase» de las que ha protestado Emilio Gastón hablando como aragonés -y nadie hablando como valenciano, cosa curiosa cuando el mismísimo presidente de la Comisión dice que lo es y para defender, por ejemplo, el Tribunal de las Aguas, deja la presidencia y vuelve al estrado-, es una consecuencia de la ambigüedad a la que me he referido antes. Porque actuando coyunturalmente sobre la marcha, los padres de la patria encargados del asunto se han sacado de la manga una especie de Estado regional que ni siquiera confiesa su nombre, cuando lo menos que debería haber salido, para que la Constitución dure más que los poderes Fácticos limitativos que la han en esta ocasión, es una Federación de Estados verdaderamente autónomos, es decir, autogobernados con fiscalidad propia, que es lo único que les puede garantizar la vida política real.

Este es, sin embargo, y es malo que así sea, un tema «tabú». Lo seguirá siendo mientras la «unidad de la Patria» siga siendo también «unilateral» y «sagrada». ¡Pero si la discusión ha estado, fuera del Congreso, en los periódicos, con artículos irritados de personajes que aparentan serenidad! La serenidad ha estado de la otra parte, de la parte de las «nacionalidades », por aquello de que estamos ya habituados al trato que venimos recibiendo. Aunque más que de serenidad habría que hablar de resignación provisional y vigilante.

La ambigüedad en que todo ese asunto ha quedado es la culpable de muchas cosas graves, como, por ejemplo, votos favorables y abstenciones que no eran imaginables en los tiempos de la oposición clandestina y que sólo se explican por compromisos políticos momentáneos, de los que las partes contratantes harían bien en no fiarse. Y, sobre todo, está el hecho de que la cuestión no se haya resuelto, siga soterrada y continúe, como hasta hoy, y desde hace por lo menos casi tres siglos, pugnando por salir a flote. Seguirá así, no hay duda de eso.

Este es un resumen breve de los desacuerdos, que me parece sano ir sacando a la luz, sobre la Constitución que van a servirnos -después de cabildeos, sesiones clandestinas en despachos de abogados al margen de las Cortes y con asistentes que no pertenecen a la Comisión, etcétera-, ya que sería increíble para cualquier observador que el famoso «consenso» alcance a toda la población contribuyente del Estado español. Creo que un «consenso» sin «disenso» no se llama «consenso». Se llama de otra manera.

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