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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

¿Quién agita las cárceles?

LA SITUACIÓN de las prisiones comienza a convertirse en una seria amenaza política. Motines, autolesionados, destrucción de cárceles y hasta asesinatos caracterizan el panorama efervescente que viene observándose en el sistema penitenciario español en los dos últimos años.La llegada de Carlos García Valdés a la dirección general correspondiente, tras el brutal asesinato de su antecesor, marcó una pausa que ha resultado excesivamente corta para el amplio caudal de esperanzas que suscitó. En las dos últimas semanas, las casas de cristal han vuelto a agitarse de nuevo, con una sospechosa coordinación que ha culminado con el asesinato, en Carabanchel, de un interno, perpetrado -al parecer- por otro recluso. Esta situación, que amenaza con convertirse en cotidiana, no deja cuando menos, de plantear sospechosas interrogantes.

En tiempos de la dictadura las cárceles estaban gobernadas por un reglamento y unas prácticas autoritarias implacables. El orden, conseguido las más de las veces a costa de los derechos humanos de los presos, se vio alterado en muy pocas ocasiones.

La política de los Gabinetes que han gobernado durante la transición política, administrando amnistías e indultos a cuentagotas, jugó como catalizador de la inquietud de los presos comunes, primero beneficiados por dos indultos y luego testigos de cómo los políticos abandonaban las cárceles en varias fases, cosa que alimentaba en ellos la esperanza de una medida similar que les afectara.

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Paralelamente comenzó a estructurarse desde la Administración una política de reforma penitenciaria que fuera capaz de llevar a las prisiones, al menos, el espíritu de los mismos cambios democráticos que se estaban operando en la sociedad española. El punto máximo de credibilidad de esta reforma se alcanza, probablemente, con el nombramiento de un impenitente defensor de un sistema penitenciario progresivo, y consumado oponente a la pena de muerte, como Carlos García Valdés.

Y es entonces cuando, ante esas reformas que, fundamentalmente, tienden a garantizar los derechos de los reclusos, largamente conculcados en el pasado, surgen unos inexplicables sucesos en las prisiones que, sin duda, actúan como torpedos contra la línea de flotación de la reforma penitenciaria. En efecto, de la situación sólo se benefician quienes, de forma más o menos explícita, no quieren ver en las prisiones un sistema penitenciario progresivo. O porque pierden antiguos privilegios o por que no respetan la condición humana. Frecuentemente, por las dos cosas al mismo tiempo.

Por eso, y ya que el señor García Valdés dice contar con el apoyo de todo el Gobierno en su función, la Administración debe apoyar la labor de su director general sin escatimarle medios y sin recelos. Fondos suficientes para acabar con las macroprisiones de Carabanchel y Barcelona, digna retribución de los funcionarios y una rápida tramitación de la ley General Penitenciaria serían formas especialmente claras de que el Gobierno demostrara su apoyo al director general. Por lo demás, de las fugas y los hechos delictivos cometidos en el interior de las prisiones se derivan unas responsabilidades para presos y funcionarios cuyo esclarecimiento puede ayudar a que a las cárceles no haya que ponerlas permanentemente bajo la vigilancia de las brigadas antidisturbios.

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