El manifiesto ideológico de Dylan
El Festival de Cannes comienza hoy, martes, su segunda mitad, y lo cierto es que ha pasado su ecuador con una dignidad y fascinación poco habituales. El éxito de ese rubicón deberá atribuirse en exclusiva a tres filmes: Desesperación, de Reiner W. Fassbinder; Girlfiriend, de Claudia Weill, y el Renaldo y Clara, de Bob Dylan.Descubrir a Fassbinder a estas alturas sería excesivamente pedante por nuestra parte si esta crónica se publicara en cualquier diario de cualquier país de la Europa occidental. España pertenece a dicha zona geográfica, pero con unas peculiaridades excesivamente pronunciadas. Así, en el campo de la fílmico, Fassbinder, uno de los realizadores más brillantes del momento y con más de veinticinco largometrajes en sus escasos treinta años de vida, es casi un perfecto desconocido. Todo parece indicar que con su Desesperación logrará romper, cuando menos, las reticencias de distribuidores y exhibidores, no sólo de España, sino de todos aquellos países con una política excesivamente proteccionista. Dick Bogarde, absolutamente genial en su papel de rico, sofisticado y lúcido fabricante de chocolates de la Alemania prenazi; Andre Ferreo, La grand bouffe, actuaImente en exhibición en España, en un rol de esposa estúpida y adorable y una trama perfectamente legible en la que se aceptan los cánones tradicionales de la narración sin por ello renunciar al especialísimo estilo del realizador, convierte esta Desesperación en uno de los filmes más atractivos de cuantos se llevan vistos en la sección de competición. Es cierto que, por lo general, las películas de Fassbinder suelen radicalizar las reacciones de sus espectadores: o se aceptan íntegramente y con admiración, o se rechazan con energía, pues bien, Desesperación (dos millones de dólares de costo) plantea el mismo dilema al espectador. Desde críticas muy elogiosas, hasta el rechazo más absoluto. Los expertos señalan a Bogarde, presente en Cannes, como uno de los más firmes candidatos al premio de interpretación. Una película que, suponemos, se estrenará pronto en España y que, a nuestro juicio, es uno de los ejercicios más brillantes y atractivos de los realizados este año.
Girlfriend, de Claudia Weill, sobrina del compositor Klaus Weill, autor de la música de La ópera de los cuatro centavos, fue proyectada en la quincena de los realizadores, lo que sirvió, por lo menos, para dos constataciones: que la mujer tiene la misma capacidad creativa que el hombre -lo que importa es la sensibilidad y no el sexo- y que la quincena, afortunadamente para ella, no sólo es la sección de los compromisos absurdos, como hizo suponer la programación de The mafu cage, de la también norteamericana Caren Arthur, Claudia Weill nos cuenta la vida cotidiana de una joven fotógrafo neoyorquina. Una vida común, sin grandes sobresaltos ni dramas espectaculares, pero que posee la suficiente sensibilidad como para hacer atractiva una existencia monótona y vulgar, es decir, la existencia de todos nosotros. Personajes muy próximos al espectador, diálogos claros y lógicos, sin alardes de ingenios difíciles de mantener, con historias de amor en las que prácticamente nada ocurre, salvo la realización de determinados actos fisiológicos.
Renaldo y Clara Dylan, de Bob Dylan, proyectada en su originario metraje, algo menos de cuatro horas de duración, es, sin duda, algo más que una película. Se trata, o puede describirse de tal manera, como un documento ideológico de irrenunciable valor. El próximo 1 de julio será lanzada en Europa con una duración mucho menor -dos horas-, pero se tratará, sin duda, de otra película muy distinta. Lo que la hace sumamente interesante es precisamente su duración actual, puesto que ello permite conocer, acercarse, no sólo a las maravillosas canciones de Dylan, sino también a su concepto del mundo. Y a la de las gentes que le rodean, es decir, a sus ideologías. Unas concepciones que no sólo son exclusivas de quienes surgen en la pantalla, sino que, por obra y gracia de los medios de comunicación y la industria del disco, han influido notablemente en la juventud de hace unos años. Renaldo y Clara muestran varías cosas. En primer lugar y, por encima de todo y de todos, al propio Dylan, director y protagonista, con toda la vanidad del mundo como no podía ser de otra forma en un artista sincero: una Joan Baez que acepta ser tratada con crueldad y que, probablemente, en ese masoquismo evidente encuentra su grandeza un Ginsberg que, cómo no, nos habla de su madre y de sus dioses, pero que es presentado en un club de viudas a ritmo de bolero para Strip teases; una Ronne Blakely (actual compañera de Dylan) con una de las voces más hermosas de la canción actual; un Huricane excarcelado, crítico, la justicia norteamericana, la tumba de Kerouac, en definitiva, un amplio recorrido por Estados Unidos de una cierta marginación triunfal en las que las canciones de Dylan se muestran como síntesis ideológicas perfectamente meridianas. Por si todo ello fuera poco, hace unos días llegó a Cannes otro de los grandes mitos del siglo XX, Cassius Clay o Mohamed Ali, dispuesto a promocionar su filme Freedom Road.
Parece que hay días en los festivales de Cannes en los que todo es demasiado.
Sobrepasado el primer tercio, todo parece indicar que de la primera parte del festival existe un filme con mayor aceptación por parte del público y de la crítica, El exprés de medianoche, lo que, evidentemente, no quiere decir que tenga asegurado alguno de los galardones a los que opta. Para nadie es un secreto el que no necesariamente coinciden los gustos de público y crítica con los intereses de las multinacionales o las influencias de cinematografías nacionales y potentes. En Cannes se da como seguro que los cineastas norteamericanos vienen dispuestos a copar el palmarés.
Para ello existen dos datos relativamente objetivos: presentan cuatro películas con un interés apriorístico indiscutible, sobre todo las firmadas por Mazurski, Ashby y Malle, y se traen a la plana mayor de sus respectivas producciones (Jane Fonda incluida) y, por otra parte, el último Oscar a la producción extranjera se concedió a un filme francés semidesconocido, cuando se presentaba también el último Buñuel.
El pasado viernes se proyecto una de las películas precedidas de mayor interés y expectación: El imperio de las pasiones, del japonés Naghísa Oshima, realizada inmediatarnente después de la ya legendaria El imperio de los sentidos, producida también por el francés Duman y con la rentabilidad heredada del éxito y el escándalo de la anterior. Todo ello supone un reto excesivamente difícil que, a nuestro juicio, Oshínia no ha sabido resolver con éxito y no porque El imperio de las pasiones sea una película fallida, que no lo es, sino porque como era de prever, la genialidad cinematográfica no es algo permanente y constante. Esta segunda película de la etapa imperial de Oshima es, sin duda, un producto correcto: en él se nos cuenta una historia de amor y muerte con conocimiento del medio que se utiliza, pero es simplemente eso: una historia contada cinematográficamente con dignidad.
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