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Crítica:CINE
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La balada de Bruno

Entre la multitud de filmes que, en los últimos años, han visto la luz amparados bajo la etiqueta de nuevo cine alemán, las obras de interés escasean. Junto a uno de los bluffs más grandes de toda la historia del cine -Rainer Werner Fassbinder- sólo un artista genial: Win Wenders. Y un autor de una extraña personalidad y una indefinible fuerza: Werner Herzog.Su último filme, Stroszek, sin duda alguna el más sencillo de todos los que ha realizado sin que esto quiera decir que carece de misterio o de los habituales enigmas, tan del gusto de su autor, es probablemente su obra más lograda, la más madura y serena.

Siguiendo los pasos de otros compatriotas suyos -Peter Handke en Carta breve para un largo adiós, Wim Wenders en Alicia en las ciudades, o Rudolph Thome en Made in Germany and USA- Werner Herzog lleva a sus personajes a Estados Unidos.

Stroszek

(«La balada de Bruno»).Guión, dirección y producción: Werner Herzog, Fotografía: Thomas Mauch y Ed Lachman. Música: The last thing on my mind de Tom Paxton; On my way down to Phoenix, de Chet Atkins, y Old lost John, de Sonny Terry. Intérpretes: Bruno S., Eva Mattesy Clemens Scheitz. Alemana, 1977. Local de estreno: Alphaville.

El reencuentro cinematográfico de Herzog y Bruno S. era de temer, pues nos negábamos a que este fuera otro personaje que Gaspar Hauser, que tan maravillosamente encarnó. Pero Bruno S. -actor- se funde con Bruno Stroszek -personaje- con más fuerza aún si cabe que con Gaspar. Fusión maravillosa ya que Bruno S. sólo en parte es Stroszek, recreándose así una enajenación original que le hace referirse a sí mismo siempre en tercera persona. Bruno Stroszek, personaje marginado, lógico y radical, amante de la verdad y la música, uno de los rostros más hermosos y desamparados que nos ha ofrecido el cine, a quien cada frase cuesta un esfuerzo sobrehumano, se ve obligado a abandonar una Alemania que le asfixia y atemoriza, en la que sólo encuentra agresividad y represión, abandonando para ello algunas de las cosas que más quiere: «¿Qué va a ser de este piano cuando Bruno no esté?», se pregunta, siempre sin respuesta. Sus compañeros de viaje serán Scheitz, anciano enano, obsesionado con la física y las matemáticas, y Eva, una prostituta tan desamparada como ellos, que intenta así huir del acoso de dos brutales chulos.

América es, una vez más, la nueva tierra, la tierra de la libertad. Pero para los personajes de Herzog se volverá un entorno agresivo y amenazador, un laberinto donde la lógica de Bruno se perderá para siempre. Stroszek es una historia del triángulo, el más insólito probablemente que hayamos visto.

Pero Herzog no cae en la mitificación del grupo, sino que, muy al contrario, describe sin concesiones su desintegración. Este triángulo de marginados no quiere, sin embargo, formar parte de ninguna galería de monstruos o de bichos raros. La inadaptación social de Bruno es visceral, su anormalidad, como la de sus compañeros, es a nosotros mismos a quienes, en primer lugar, remite. Porque es evidente que el marginado Bruno Stroszek es portador de una verdad que escapa a las demás, de una primitiva lucidez perdida para siempre, y por ello su aventura no puede ni debe tomarse como una anécdota aislada o curiosa, sino como un proceso abiertamente revelador.

Con todo, Stroszek es un filme lleno de fuerza, belleza y hasta de humor, de escenas extrañas y perfectas, entre las que destaca la del atraco más delirante jamás filmado o la impresionante escena de Bruno en la sala de niños prematuros, donde quizá resida alguna de las respuestas que tan obsesivamente busca. Como cantó Verlaine a propósito de Gaspar Hauser: «Si he nacido demasiado pronto o demasiado tarde,/¿qué es lo que hago en este mundo?».

El final de la película no puede ser más significativo ni lleno de pudor. En una reserva india para turistas, Bruno se quita la vida junto a un indio-anuncio, resistiendose a convertirse él también en un souvenir. Al elegir una muerte con dignidad frente a una existencia vil, ¿no está Bruno acaso tomando el relevo de lo que el indio fue y no es? La imagen final de un animal debatiéndose absurdamente en una vitrina, en la que Herzog fija su cámara más tiempo del que nuestro habitual confort de espectador quisiera, como prefiriendo la evidencia al riesgo de no ser entendido, acaba por volverse un inquietante espejo, inyectándonos la sensación de un temor antiguo y silenciado.

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