Camilo, o de las insidias de la libertad
Quizá entre todas las virtudes de la democracia, resalte de manera especial la capacidad que conlleva de destruir mitos falsos, prestigios de papel que se derrumban con el soplo de la libertad. Este curioso fenómeno de la transición española, sin purgas prematuras y con acelerado cambio de chaquetas, ha comenzado ya a convertirse, aunque de modo silencioso, en un reclamo permanente del pasado. No hay más que abrir los periódicos y leer: éste fue fascista y éste demócrata de toda la vida. Como si así bastara para ubicar definitivamente a un hombre o una obra. Y no digo que no baste, sino que todo revisionismo auténtico debe ser general y no selectivo: afectar no sólo ni primordialmente a las personas, sino de manera muy significativa a las ideas. Porque esta especie de examen de conciencia que se nos cuela ahora por la puerta de atrás no debe ser rechazado. El hombre es fruto de sus obras: de todas ellas y no sólo de las que quiera recordarle el adversario.En la clase política el fenómeno ha sido comprendido así. Como lo que importa es la praxis del poder y el consenso de la convivencia, los pasados, que nunca se olvidan, han podido al menos superarse o disimularse. Hoy los españoles están dispuestos a creerse casi todo lo que les expliquen, salvo cosas como la engañosa horterada del reloj de la familia Franco. O sea, que los políticos pueden dormir tranquilos. La amnistía ha alcanzado a todos por igual.
Lo no amnistiado por la nueva situación es, en cambio, la cárcel permanente donde purgan su falta los envidiosos, los que suspirando de antaño por el poder se quedaron sin un acta de diputado o los que anclados en sus posiciones intelectuales honoris causa de no sé qué pensaron que la desaparición de la censura les podría liberar de su mediocridad. Naturalmente no ha sido así. Hay excepciones notables en el mundo de la política, donde personas como Joaquín Ruiz-Giménez han dado ejemplo soberbio de saber perder. Pero muchos pretendidos intelectuales de oficio y de beneficio son, con frecuencia, de otra especie. Y es que en el terreno de la creación artística las cosas marchan diferente: las votaciones se miden en número de ejemplares vendidos o en traducciones hechas; en la capacidad final de comunicación y diálogo que el autor tenga con su realidad entorno.
Había así prestigiosos pensadores antifranquistas que ahora se ha descubierto que, efectivamente, tenían quizá mucho de lo segundo, pero muy poco de lo que era exigible a su condición de intelectual. El pensamiento y la escritura necesitan de la libertad, sin duda, pero la libertad a secas no basta si no hay talento. Por eso se explica que los intelectuales de hoy, los verdaderos, sean los de siempre. No hay una clase pensadora o pensante nueva en este país. La están construyendo trabajosa y dramáticamente un grupo de españoles de mi edad, sobre los que el recuerdo histórico de la guerra y la corrupción de las mentes que originó el franquismo no pesan de manera dramática e individual. Y todos hemos aprendido ya que no hay más que dos clases de intelectuales en el mundo: los que escriben bien y los que escriben mal. Los que escribían bien supieron hacerlo hasta burlándose de la censura y de la policía; los que escudaban en ella su parvedad han necesitado el advenimiento de la democracia para demostrar lo que no son capaces de hacer.
Por eso nuestros escritores, nuestros pensadores y filósofos, siguen siendo en gran parte los que eran. Y preparan, honesta y entusiastamente, su relevo por las nuevas generaciones, con las que se sienten activos e identificados, No se improvisan hombres de la talla de un Aranguren o un Caro Baroja en unos pocos días. Son ese tipo de personas que no necesitan responder a los ataques que se les hacen con el rosario de persecuciones de que fueron objeto durante el franquismo. Su calidad intelectual viene avalada por un pensamiento y una actitud de creación imaginativa en permanente riesgo. Han pensado, vivido y escrito con este país. Han progresado y evolucionado con él. La prueba de su honestidad es su no inmovilismo mental y su permanente contestación al poder.
Todas esas cosas se perdonan muy mal entre nosotros y si es verdad que no hay hombre más tonto que el que presume de inteligente, no hay nada peor que un tonto envidioso del talento ajeno. Faustino Cordón -no sólo un experto biólogo, sino un maestro del pensamiento-, dice que está convencido de que un hombre de ciencia es un profesional de la propia estupidez. Sin duda, entonces un estúpido es un profesional de la propia inteligencia y no tiene más recurso que la insidia o las condecoraciones.
Todo eso explica que supuestos prestigios de antaño se hayan venido abajo ahora con estrépito de papeleras. Los tontos antifranquistas son igual de tontos que los que colaboraron con la dictadura. Y, a veces, más: se creían que iban a dejar de serlo cuando cambiara el Régimen. La respuesta de su amargura no se ha hecho esperar: este país -Julián Marías lo ha descrito muy bien- tiene hoy por deporte nacional traicionar, injuriar y desprestigiar al que triunfa. Y si en política el consenso ha limitado en cierto modo las insidias, los extraparlamentarios de la mente -a uno y otro lado del terreno de las ideologías- pretenden construirse prestigios propios siempre a costa de los ajenos.
Quizá uno de los ejemplos más irritantes de todo esto cuanto digo sea la campaña lanzada desde diversos sectores y en los últimos meses contra quien es, sin duda y desde hace mucho tiempo, el primer prosista español de nuestros días. No ha necesitado Camilo José Cela hacerse del Opus para que su Pascual Duarte sea la novela española más traducida después del Quijote y ganar en difusión al propio Escrivá de Balaguer. No ha precisado ninguna organización para-política o para-religiosa o para-filosófica detrás. Le han bastado su imaginación y su pluma, su condición de escritor por delante de cualquier otra condición. Le sobraban también su coherencia intelectual y moral, su protesta de español ante la España de siempre, la que no cambia con los regímenes, porque hay regímenes como el franquismo que se dedicaron a arraigar en ella sus defectos y cobardías. Pero hay cosas que no se pueden hacer impunemente. No puede ir uno por la vida escribiendo así, tener una hermosa casa en Palma de Mallorca y estar repetidas veces nominado para el Nobel sin que los rastacueros de turno le socaven el ánimo. Quienes conocen a Camilo saben que él es un obrero de la pluma, trabajador incansable de horas y horas, investigador minucioso del lenguaje, y no siempre en solitario, sino al frente de un equipo de hombres que le ayudan. Ha tenido el empeño y la osadía de no envejecer con la edad, de cambiar de estilos de escribir y de estilos de amar, y de que los jóvenes de hoy le sigan leyendo a él con idéntida pasión e interés que le leyeron los jóvenes de hace cuarenta años.
Yo no voy a decir que sea un mirlo blanco, claro, entre otras cosas porque es todo lo contrario de eso: mezcla de búho y urraca, socarrón de todas las verdades y madrugador de todos los instintos. Pero cuervo no, aunque sea simplemente porque no lo necesita para comer. Este hombre que dedicara sus obras completas «a mis enemigos, que tanto me han ayudado a triunfar», conoce la vida como sólo un gallego afincado en el Mediterráneo puede. Ha mezclado en su ser la veneración pagana por la estética que le llega del mare nostrum y el sentimiento pagano de culpa que le insuflan cada noche las meigas. Ahora apenas escribe, o apenas publica, sumido en actividades menores como la de ser senador real o entrevistar al Lute, que es uno de los resultados y símbolos vivientes de un régimen socialmente injusto y políticamente analfabeto. Pienso que no tenemos muchos de la especie de Camilo a los que conservar. Y, puesto que aquí no existen reservas ecológicas de escritores y artistas, y además Cela no iba a dejarse entornologizar de esa forma, habrá que ir pensando en buscar un sistema para que la tristeza de la insidia no marchite la creación de nuestros mejores. Antes o después, los señores de la Academia sueca van a tener que darle su codiciado premio a este vividor insaciable de las letras que es Camilo. En la hora de la recuperación de Miró, del reencuentro con Chillida, de la permanencia de Alberti, este país no puede volver a dar garrote vil a Pascual Duarte. Sería un suicidio.
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