Las libertades de excepción
Park Tong Sun, según un resumen de sus interrogatorios, reconoció haber entregado, entre otras cantidades, 80.000 dólares en sobornos para hacer enviar arroz norteamericano a Corea del Sur. El señor Park, bien introducido en los medios mundanos y políticos de Washington, habría distribuido, de esta forma, hasta 500.000 dólares a una centena de parlamentarios. El acta de acusación dice que actuó para «crear una actitud favorable a Corea del Sur y a sus dirigentes». Varias personalidades del Partido Demócrata de Jimmy Carter, habrían sido, especialmente, víctima de este tráfico de influencias. Hay quien ha visto en ello la revancha del Watergate, que fue nefasta para Nixon y los republicanos. Pero el nuevo escándalo, él «Koreagate», como ironizan los editorialistas norteamericanos, no afecta solamente a los fieles del «incorruptible» Jimmy Carter, ha hecho temer a los dirigentes de Seúl que se produzca, si no un frenazo, sí un retraso en la ejecución del programa de ayuda militar de Estados Unidos a Corea del Sur. Porque ciertos senadores, entre ellos el ex candidato a la presidencia McGovern, no han dudado en reclamar un «reexamen completo» de las relaciones entre los dos países. Lo que no contribuye a solucionar los problemas de los surcoreanos, ya inquietos por la idea de que los 33.000 hombres del Ejército de Tierra norteamericano estacionados en su península, serán progresivamente repatriados en cuatro o cinco años.Tampoco Corea del Norte aparece limpia de mancha y hay que recordar en este sentido el tráfico de drogas al que se dedicaban sus diplomáticos en el extranjero para financiar páginas completas de publicidad en diarios occidentales. Pero la imagen de marca de Corea del Sur no se ve afectada solamente por el «asunto Park», como se denomina púdicamente en la prensa de Seúl, sino también por situaciones que no agradan nada a Amnesty International y a los «¡dealistas» de Washington. Porque si se habla de Park en la prensa surcoreana, no se dice nunca nada, en cambio, de manifestaciones callejeras, de la detención de estudiantes, de procesos a disidentes, salvo en ciertos casos, siguiendo directivas del Gobierno, porque la prensa surcoreana está habituada está habituada a practicar la autocensura.
Detener lo menos posible
El régimen actual es un régimen duro, basado en las leyes de excepción de 1972, justificadas, en el contexto asiático de entonces, por el peligro comunista. El toque de queda sigue vigente entre medianoche y las cuatro de la mañana, no existe el derecho de huelga, las manifestaciones son escasas y con razón: la policía interviene inmediatamente. La oposición moderada del nuevo Partido Demócrata ocupa un cuarto de los escaños del Parlamento, pero la alternancia en el poder es, hoy por hoy, impensable. El general Park Chung Hee llegó por la fuerza al poder hace diecisiete años, Había sido precedido por el dictador Syrigman Rhee, que debió retirarse, en 1960, después de sangrientos disturbios estudiantiles. Se trataba de la explosión de reivindicaciones que, durante un año, se tradujo en toda una serie de huelgas.
Park Chung Hee acabó con todo aquello y se convirtió en presidente de la República el 15 de octubre de 1963. Es él quien, hoy en día, designa directamente a un tercio de los diputados de su mayoría. Los 56 diputados de la oposición aprovechan la sesión ordinaria de noventa días (del 20 de septiembre al 20 de diciembre) para presentar interpelación tras interpelación porque, durante el resto del año, el Gobierno no tiene porque dar cuentas de su acción. La amenaza militar del Norte y el peligro comunista, de carácter abierto y subversivo, son permanentemente invocados.
Es cierto que no hace más de veinticinco años que el armisticio fue firmado y que esta generación debe hacerlo todo. Es cierto también que la población en su conjunto es bastante disciplinada y no contesta al poder. Los extranjeros residentes allí lo atestiguan. Y así, los contados núcleos de disidentes que surgen son fácilmente controlados. Esta disidencia no está basada en un movimiento de masas. el número de opositores encarcelados, según las investigaciones hechas en el lugar y las cifras citadas por el Departamento de Estado en Washington, gira en torno a la centena. «El régimen intenta detener lo menos posible», estima un diplomático europeo destacado en Seúl. Las penas se reducen si el condenado muestra un cierto «arrepentimiento» (según la terminología oficial). Con motivo de la Navidad, el Gobierno indultó a once detenidos políticos, lo que lleva a 43 el número de las personas indultadas durante los últimos seis meses. Entre los últimos liberados se encuentra el padre Han Se Ung, un sacerdote católico que fue, en 1976, uno de los firmantes del «manifiesto para el restablecimiento de la democracia», documento en el que se pedía la dimisión de Park Chung Hee.
«Dura lex»
En Seúl, se hace notar, generalmente, a los visitantes, que el país vive bajo leyes de excepción y que no se encarcela más que a aquellas personas que no las respetan. No hay detenciones arbitrarias. Dura lex, sed lex, la ley es dura pero es ley, repiten a menudo los miembros del cuerpo diplomático extranjero. Para algunos de ellos, el régimen no sería represivo sino disuasivo. Admitiendo que sea autoritario, no puede ser metido en el mismo saco que aquellos donde los opositores se cuentan por millares. Que el lector juzgue sobre estas distinciones académicas. Porque si hay aparentemente menos policías en las calles de Seúl que en las de París, se debe a que el régimen funciona a la china, es decir, con un encuadramiento eficaz de la población. El presidente se presenta como un déspota ilustrado y su política, «musculada», le garantiza la permanencia en el poder durante algún tiempo más.
Además, los coreanos no quieren comparar su suerte a la de los países extranjeros: no hay medios para desplazarse porque es necesario ser un hombre de negocios para viajar, a menos que se sea invitado o se disponga de una beca. Ellos comparan, pues, su situación a la del pasado y se sienten felices de ese éxito del que se habla tan poco en el extranjero: el de la reforma agraria, que ha eliminado el hambre, aumentado el nivel de vida de los agricultores y modernizado sus formas de vida. Es cierto, sin embargo, que los campesinos viven estrechamente y trabajan con dureza, igual que sus compatriotas de las ciudades. El paro se cifra en estos momentos alrededor del 4%. Las autoridades patrocinan la planificación familiar, pero no han conseguido grandes resultados.
El coreano trabaja una media de 56 horas por semana, con dos semanas de vacaciones anuales y un salario aún muy bajo, aunque vaya aumentando regularmente. En la última sesión del Parlamento, un diputado recordó que el 80% de los trabajadores ganan menos de 50.000 wons (9.000 pesetas) al mes. Para tener una indicación sobre el nivel de vida, es preciso recurrir a los criterios internacionales, según los cuales se deja de ser considerado un país subdesarrollado a partir del momento en que la renta media por habitante alcanza o pasa de los 3.000 dólares anuales. En Corea del Sur, esa renta per cápita era de cerca de 800 dólares en 197.7 y debía alcanzar los 1.000 en 1978. Según el actual plan quinquenal, llegará a 1.500 en 1980. Hoy la renta media anual en los países desarrollados es, por ejemplo, de 4.000 dólares en Japón y de 7.000 en Bélgica. No se puede prever con certeza el momento en que los surcoreanos llegarán a esos niveles, pero, teniendo en cuenta que han partido de la nada, se puede considerar, como algunas personas gustan de repetir, que serán el Japón de los años ochenta.
Frenar el consumo
Nadie duda de que la estabilidad política, sin emitir un juicio sobre su naturaleza, ha sido una de las condiciones del despegue económico del país. ¿Qué puede esperar el coreano medio.
Hace bien poco tiempo, las ventajas sociales no existían. La noción de seguros sociales hizo su aparición solamente el verano pasado y el Gobierno ha prometido lanzarse a un amplio programa social a principio de los años ochenta. Cuando el coreano gana un poco de dinero, no sabe qué hacer con él. No se trata de un juicio, sino de una constatación. La sociedad de consumo no ha hecho su aparición todavía y tampóco la del ocio. El gran placer popular es la televisión. Pero incluso en este caso, el Gobierno ha decidido que no se encuentren televisores en color en los comer cios hasta 1980. La razón es que quiere frenar el consumo privado, y la televisión en color no solamente cuesta más, sino que, sobre todo, los chinos de Taiwan -un país próximo, con estructura similar- han calculado que, en su país, el paso del blanco y negro al color a hecho aumentar el nivel de consumo en un 15%.
Por otra parte, los coreanos practican virtudes que han desaparecido en Europa: la marcha, los paseos del domingo por las montañas, el canto, la cena entre amigos. Muchos europeos que viven en Corea se consideran felices de llevar una vida sana y simple y de haber redescubierto los placeres de la naturaleza, los juegos sociales.
Pero volvamos a otras realidades: ¿No hay que temer aún más por las libertades fundamentales una vez que las tropas norteamericanas salgan de Corea del Sur? ¿Durante cuánto tiempo más los funcionarios surcoreanos afirmarán públicamente que la «democracia a la occidental cuesta, demasiado cara a un país en desarrollo»? La esperanza de una liberalización reside en un cambio de los desniveles políticos y, con el aumento del nivel de vida, en la creación de una clase media. Quizá el equipo actualmente en el poder piense en suprimir el es tado de excepción y encrear un régimen más liberal cuando una cierta clase media se desarrolle al margen del campesinado, del Ejército y de las grandes sociedades. La esperanza depende también de una doble presión: la de las iglesias extranjeras y la de Estados Unidos. Estos, porque son los únicos en Occidente que pue den permitírselo y porque conservan lazos que les autorizan a ello: la sangre vertida por 30.000 soldados norteamericanos, precisamente en defensa de las libertades.
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