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Las dramáticas interrogaciones de la eutanasia

El senador francés, de izquierda democrática, Henri Caillavet se dice que ha sido siempre un hombre preocupado por un solo terría que su profesor de filosofía de Agen, VIadimir Jankelevich, propuso para uno de los cursos: «Reflexionaré muy seriamente sobre la muerte.» Y una cosa así no ha hecho que el señor Caillavet haya escrito y publicado libros más o menos científicos o académicos, o de pura creación sobre la muerte, pero sí que, ahora, cincuenta anos mas tarde, haya presentado un proyecto de ley sobre el derecho a «pedir su muerte», es decir, una ley sobre el clerecho a la eutanasia propia. «Mi texto tiene un alcance muy limitado -ha dicho el propio senador- Estipula sencillamente que cada ciudadano, sano de cuerpo y espíritu, pueda hacer, mediante el levantamiento de un acta autentificada por dos testigos, una declaración que afirme su voluntad de, llegado el caso, ahorrarse el encarnizamiento terapéutico como consecuencia de una enfermedad incurable o de an accidente mortal. Serán necesarios tres médicos para certificar que el enfermo o el herido es indiscutiblemente irrecuperable. En estas condiciones se podrá ayudar al agonizante a franquear, sin sufrimientos, el ineluctable umbral. »Conio era previsible, la simple presentación de este proyecto de ley ha desatado, en seguida, toda una serie de tomas de posición, pero es seguro que éstas se prodigarán aún más en los próximos meses. Porque el problema está ahí. En Estados Unidos, por ejemplo, los miembros de la Sociedad para la Eutanasia han pasado de seiscientos, en 1969, a 50.000, en 1973, que firman una especie de testamento en el que se lee: «Si no existe ninguna esperanza razonable de curarme de mis males físicos o mentales, deseo que se me deje morir y no se me conserve en vida con procedimientos artificiales o extraordinarios. Y, aunque este documento no sea un compromiso oficial, espero de usted, que me está cuidando, que se sienta moralmente obligado a respetar sus términos.» En 1974, en Dinamarca, el doctor Bjdern lbsen causó un tremendo impacto cuando confesó por la radio que él mismo había provocado la muerte de varios enfermos incurables en el hospital municipal de Copenhague; exactamente como otro médico, esta vez en Suráfrica, y en marzo de 1975, confesaría igualmente haber suministrado una dosis mortal de penthotal a su padre, de 87 años. A seguido, se dio la confesión de otros doctores surafricanos como ahora de algunos franceses, y, en la primavera de ese mismo año, el Consejo de Europa elaboró un texto sobre los derechos de los enfermos, que quedaban así descritos: 1) derecho a ser informado sobre la naturaleza de la enfermedad. 2) derecho a ser preparado psicológicamente a la muerte. 3) derecho a no sufrir una situación de aislamiento inútil, y 4) derecho a no sufrir inútilmente o a ver su voluntad, o en su efecto la de su familia, respetada en el estadio Final de la enfermedad. Este texto era casi un eco del manifiesto publícado por The Humanist, un año antes, en el que cuarenta personalidades mundiales del mundo médico se habían pronunciado a favor de la eutanasia y a los quesin embargohabía contestado el profesor Brehan con esta sóla, dramática y significativa comprobación: «No puede por menos que sentirse uno aterrado por el abismo que parece separar a ciertos médicos entre los más emin ntes del mundo,pero habituados a inclinarse sobre sus aparatos,de otros médicos mucho más humildespero cuya vocación es la de inclinarse sobre las camas.» Mientras, monseñor Elchinger, obispo de E strasburgo, comentaba por su parte: «Tenemos el deber grave de rechazar la eutanasia en tanto que es un medio deliberado de poner Fin prematuramente a la vida de alguien. Si no se valora la vida más que en función de intereses individuales o sociales, hay que temer que manana grupos enteros de hombres sean afectados por esta sentencia de destrucción: los enfermos mentales y de nacimiento, etcétera... La eutanasia,en el sentido de una provocación voluntaria de la muerte, debe ser considerada por todos los hombres como la puerta abierta a una muerte legalizada.»

La posición de la Iglesia católica es esta última, ciertamente. Pío XII, en 1957, admitió la eutanasia pasiva-, sin embargo, según esta doble formulación: 1) el deber de conservar la vida y la salud no obliga más que al empleo de medios ordinarios. 2) si la administración de un narcótico lleva consigo dos efectos distintos, consuelo del dolor y abreviación de la vida, es lícita. Pero los teólogos, como todos los hombres, siguen interrogándose, aunque en una sociedad secularizada y ateizada, como afirma el propio senador Caillavet, las gentes no aceptan el sufrimiento. ¿Y no optarán, entonces, por condenar a la vida un tanto expeditivamente? ¿No será el triunfo del darwinismo social según el cual la vida sólo merece vivirse en su plenitud biológica y rentable? ¿Quién podrá condenar al doctor Dmetro Huzar, un científico atómico que mató a su hija profundamente anormal? Pero, ¿quién podría absolverlo?

Una cosa es clara, sin embargo: lo humano es morir de su propia muerte y no de la de los médicos, es decir, de ese encarnizamiento técnico que prolonga unos instantes la existencia para nada, sólo para que el triunfo final de la muerte haga más irrisorio ese encarnizamiento. Y cristianos y no cristianos son también cada día más conscientes de que, como el propio senador Caillavet se ha percatado muy bien, «la reflexión colectiva sobre la muerte individual será el gran fenómeno de fin de siglo». Estas interrogaciones sobre la eutanasia son sólo unos de sus aspectos.

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