De Ludovico a Nicanor Zabaleta
¿Quién diablos sería aquel Ludovico cuya música de arpa contrahizo nada menos que Alonso de Mudarra en una de sus Fantasías? Juan Bermudo, en el cuarto libro de su «Declaración de instrumentos musicales » (1555), escribe: «Dicen que lograba cromatizar el sonido de cada cuerda poniendo el dedo debajo de ella». Y San Seacabó. Mudarra, cuando «contrahace» a Ludovico, trata de imitar su procedimiento a fin de conseguir efectos armónicos verdaderamente insólitos. Si se quiere, podemos partir de ese oscuro músico del rey Católico para hablar del arpa en España con ocasión del homenaje que la Fundación March ha rendido al último gran «Ludovico», esto es, a Nicanor Zabaleta.Que el arpa era, instrumento habitual en el XVI lo demuestran el carácter optativo de muchos impresos en la época: «vihuela», «arpa» o «tecla» era disyuntiva normal a partir del libro de Cabezón, impreso en Alcalá, 1557. Y el citado Alonso de Mudarra, en sus «Tres libros de cifra para vihuela» (Sevilla, 1546) incluye alguna obra para órgano o arpa. En el mismo siglo era organista y arpista de la capilla granadina Francisco Fernández Palero, conocido tanto por sus páginas arpísticas como por composiciones dedicadas al órgano.
En el XVII tañía el arpa y hasta inventó un instrumento denominado «clavi-arpa», Juan Hidalgo, compositor de la partitura para «Celos aun del aire matan», descubierta por Subirá y actualmente en trance de resurrección después del trabajo llevado a cabo por Pedro Antonio Sanz. En la Corte, durante el mandato de Felipe IV y, después, de la reina Gobernadora, adquirió nombradía e influencia política el doctor Bartolomé Jovenardi (o Giobenardi), coetáneo de Felipe del Vado, Clavijo del Castillo y Juan Bautista de Medina. Explica Subirá que el extranjero madrileñizado hizo gala de su inteligencia en el campo musical y «brilló como jurisconsulto, matemático y estadista». Sin ocuparnos ahora de las misiones diplomáticas y de los informes políticos que, con carácter secreto, redactara Tovenardi, hemos de destacar que en la Biblioteca Nacional se conserva el original de un «Tratado de la Música», fechado en Madrid el año 1643 y nunca publicado. A finales del XVII y principios del XVIII encontramos en la catedral de Toledo a otro arpista de categoría: el también organista Diego Fernández Huete, al que, pasado el tiempo, sucederá Matías Rodríguez.
Esmeralda Cervantes
En el Romanticismo, España tuvo su María Malibrán del arpa: se llamaba Clotilde Cerdá y había nacido en Barcelona, hija de uno de los protagonistas del Ensanche: el ingeniero lldefonso Cerdá. Pronto perdió su nombre, pues Víctor Hugo la bautizó como Esmeralda, e Isabel II la apellidó Cervantes. Formada en París y Viena, Esmeralda Cervantes llamó la atención de los salones románticos, y si el emperador brasileño dio el nombre de la arpista española al puente que une Paraguay con Brasil, Franz Liszt, cuando escuchó en Roma a nuestra compatriota la fantasía de «Oberón », exclamó: «Es la primera vez que escucho el arpa». Se destaca en todas las biografías el rasgo de Esmeralda al arrancar a Porfirio Díaz el indulto de un condenado a muerte. Practicante de la filantropía y las letras, publica, en Barcelona, la revista «El ángel del hogar» y, en París, «La estrella polar». Dejó, igualmente, una «Historia del arpa», cuyo destino ignoro totalmente. Casada con el alemán Oscar Grossmann, Esmeralda Cervantes pasa a residir a Santa Cruz de Tenerife, en donde acabaría sus días durante el mes de febrero de 1926.
Sin abandonar la época romántica, y con sólo acudir a los anuarios del Conservatorio, los nombres de tres arpistas -Celestina Boucher, Josefa Jardín y Te, resa Roaldés- centran el tiempo que va de 1830, el año de «Hernani», hasta 1858. Dolores Bernís, Vicenta Tormo y Juana Calvo nos sitúan ya en la juventud de Nicanor Zabaleta, sin duda alguna la más destacada figura del arpa contemporánea.
Los Zabaleta
Nacido en San Sebastián el 7 de enero de 1907, Zabaleta estudia en Madrid con la citada Vicenta Tormo, y a los trece años se examina de todos los cursos de su carrera. Amplía estudios de arpa y composición en París, con Marcel Tournier y Eugene Cools y se presenta en Madrid, después de una serie de conciertos de cámara, con Garijo y Gandía, en abril de 1932. La crítica de entonces, desde Salazar a Gerardo Diego, desde Rodolfo Halffter a Regino Sainz de la Maza, suscriben elogios definitivos. Siente Zabaleta la tentación de opositar a la cátedra del Real Conservatorio, y el resultado negativo, que pocos comprenden, sería la espoleta que dispararía una carrera mundial de las más brillantes que se conocen. A pesar de la historia que venimos haciendo, no era el arpa instrumento fácilmente aceptable a la hora del recital. He escuchado de labios de Ernesto Quesada cómo se preparaban las actuaciones del intérprete vasco en América. Ese esfuerzo de voluntad, ese tesón vasco, movió montañas y abrió todos los cauces. Pasados unos años, el nombre de Nicanor Zabaleta no sólo era popular: gozaba de mágico carisma.
¿Cuál fue el secreto? Olvidarse del «arpa de salón»; dejar a un lado el arpa becqueriana olvidada por su dueño en el ángulo oscuro. Hacer, lisa y llanamente, música. Con rigor, ambición, variedad de matices y depuración de estilo. El arpa, por otra parte, perdía con Zabaleta su romántica condición femenina para convertirse en vehículo robusto y varonil, para decirnos «la música nueva y nunca oída, ni vista, vibración o estremecimiento que, como el ritmo de la sangre ardorosa que la enciende, nos transmite un lenguaje esencialmente poético», en palabras de Bergamín.
Nicanor y su mujer se convierten en «los Zabaleta» al combinar el grave perfil del arpista con el dulce «sesear» puertorriqueño de su esposa. Recuerdo aquellos días de San Juan en los que, protagonistas de lejanías dulces y amargas, nos reuníamos a la vera del «cello» de Casals, la conversación de Matilla, las evocaciones madrileñas de los Bautistas, la labor cotidiana de las Rodrigo, las clases de doña Angeles Ottein, la simpatía y la inteligencia de los Castro. Entre su lluvioso San Sebastián y el soleado San Juan, la vida internacional de los Zabaleta cobra medida y persistencia. Y amontona juventudes en el calendario y en el público vociferante que ha aclamado a Zabaleta como uno de nuestros grandes.
Babelia
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