La presidencia, un atentado permanente al prestigio de la Maestranza
La forma de dirigir las corridas que tuvo la presidencia fue un atentado permanente contra el prestigio de la Maestranza. O más propio sería decir que no hubo dirección alguna desde el palco, sino inhibiciones, renuncia a las propias e indeclinables responsabilidades, para condescender con todo cuanto se le pidiera desde el ruedo o desde el tendido. La oreja concedida a Paquirri en un tercio de banderillas incompleto, después del apuntillamiento del toro por inútil, es un escándalo en toda línea con el que culminaba la cadena de desaciertos.
En primer lugar, buena parte de los toros lidiados no debieron salir al ruedo por sus deficiencias físicas. Admitir el monopuyazo como regla era ignorar un reglamento que al presidente obliga más que nadie y que sólo admite sea vara única como excepción. La benevolencia para conceder trofeos convirtió a la Maestranza en un coladero propio de plaza de pueblo, y además el presidente ignoró lo establecido en materia de avisos en todas las ocasiones en que se rebasó el tiempo reglamentario. Mas, para colmo, el único aviso que se escuchó en la feria, lo ordenó a los nueve minutos de empezada la faena. La víctima, Rafael Torres.Lo peor que le puede ocurrir a una afición con categoría y solera es que le caiga la mala suerte de tener que padecer presidentes de semejante fuste. La plaza de Madrid los padeció durante muchos años, y tan mal le fue que durante todo ese tiempo tuvo perdido el respeto y el prestigio y sólo con una labor que lleva tiempo, y trabajosamente, pudo empezar a recuperarlo sin que, hasta el momento, haya conseguido volver a ser aquella «primera plaza del mundo» que se reconocía, como tal, en todos los ambientes. Ahora le ha tocado a la Maestranza el infortunio de que la hundan hasta el nivel de una plaza turística.
Pero hay que tener cuidado ahora, porque quizá cierto taurinismo querrá aprovechar como precedente lo ocurrido en Sevilla, para que la feria de San Isidro sea su continuación y volver, de esta forma, a los usos nefastos de los años sesenta, donde las inconsecuencias, las irresponsabilidades y, como consecuencia lógica, el fraude, fueron norma en el espectáculo taurino.
Las verónicas de Antonio Chacón -decíamos en el primer capítulo de este balance sobre la feria de Sevilla- fueron las mejores de todo el abono y tenemos en cuenta aquí a Rafael de Paula y Curro Romero, que las dieron de marca, cada uno en su conocido estilo.
Y puesto que hablamos de toreo de capa y Curro Romero, hemos de dejar constancia de que esta figura hizo el quite de la feria en la corrida de Benítez Cubero. Y fue el quite de la feria, no tanto por los lances en sí (con ser de categoría) como porque resucitó el sentido verdadero de lo que debe ser un quite: sacar el toro del caballo y llevárselo a los medios; volver a ponerlo en suerte, si es con lances lucidos mejor, y así lo hizo Curro: una verónica, otra, otra, cada una adelantando terreno hacia adentro, y media -artística, las manos muy bajas-, a cuyo remate quedaba el toro perfectamente colocado para la siguiente vara.
Nada más hay que contar de Curro, si no son cosas poco gratas.
No digamos que defraudó en el resto de su actuación ese día y los restantes, pues ya estamos acostumbrados a sus inhibiciones, pero sí hemos de señalar que no dio una a derechas, o, para hablar con propiedad, que ni sello pegó. Dicen que diez millones de pesetas le han pagado a Curro en esta feria. Mucho dinero es. Los que en Sevilla le dicen mi Curro mejor le podrían llamar Curro mío caro, y luego aquello de que no se pué aguantá y más cosas de la tierra.
Otro de los momentos cumbres del abono se produjo con la faena de Rafael de Paula en la misma corrida de Benítez Cubero, cuando ligó dos series de derechazos, ayudados, de la firma, cambio de mano, un gran pase de pecho..., técnicamente discutibles, pero que fueron muletazos hondos y de sentimiento profundo. Vibró entonces la Maestranza, como nunca vibró; un escalofrío de emoción inequívoco de los acontecimientos cumbres, se produjo en el ambiente. En su posterior actuación, que toda España pudo ver por televisión, Paula fue un torero aburrido, un muletero trabajador, tan poco hábil cuanto honrado.
Alvaro Domecq y Joao Moura, torerísimos frente a sendos mansos de Ordóñez, también pusieron en pie a la Maestranza. Del resto de los toreros quedan recuerdos poco acusados: sin sitio Parada, sin profesionalidad Curro Camacho; tremendista, bullidor y simpático, Manili, al que se descubrieron escasas calidades, pero se le agradecían los servicios prestados; Campuzano ratificó mediante detalles la permanente esperanza del buen torero que lleva dentro; Manolo Cortés derrochó estilo cuando acompañaba las embestidas tontas de un urquijo; Rafael Torres y Gabriel Puerta pecharon con la mansada de Ordóñez y se quedan donde estaban; una sombra de sí mismo fue Teruel, aunque contó con las simpatías del público; Galloso, Manolo Arruza y Nimeño II, todo voluntad los tres, apenas dijeron nada; Roberto Domínguez dejó escapar el triunfo del miura noble, y esa fue su triste presentación en Sevilla, mientras Ruiz Miguel, ducho en la materia, le sacaba partido a no tan buen género de la famosa divisa, y Manolo Martínez, hola y adiós: no defraudó en este viaje relámpago desde su tierra para debutar en Sevilla, porque por televisión ya se vio, en su día, que entre toreros españoles los hay en el paro con más arte, conocimientos y entrega que este ídolo de la afición mexicana.
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