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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Después de los cincuenta

Félix de Azúa

Ruego al lector que me tolere una recensión excesivamente personal; no sabría escribirla de otro modo y no quisiera perdérmela. Juan García Hortelano ha publicado una antología prologada reuniendo a los que llama «Grupo poético de los años cincuenta» (González, Caballero Bonald, Costafreda, Valverde, Barral, Goytisolo, Gil de Biedma, Valente, Brines y Rodríguez). Se trata de una antología sumamente subjetiva, ordenada por el gusto, sin mala conciencia universitaria o pretensión pseudocientífica. Es la antología de Hortelano.Juan García Hortelano ha sido, para muchos, el cronista más entrañable del Grupo que él mismo antologa. Como noctámbulo empedernido, tenaz bebedor y generosísimo narrador, tuvo ocasión de contar, a quienes hoy andamos por la treintena, la historia de este Grupo de los años cincuenta, en cien versiones idénticas y nunca iguales. Se mesaba el cabello, hacía bailar la ginebra en el vaso, buscaba una entonación sugestiva en su hermosa voz de hombre rigurosamente feo y recomenzaba la historia aquella de Goytisolo en Cuba o de Barral en Formentor. Conocimos a Angel González, a Gil de Biedma, a Goytisolo, pero siempre fueron un poco lo que Hortelano había querido que fueran. El era el narrador del Grupo.

Juan García Hortelano

El Grupo Poético de los años 50. Ediciones Taurus. Madrid, 1978.

Como cabía esperar, el prólogo de esta antología es uno de los estudios (en sentido pictórico) más agudos que se han escrito sobre el Grupo, y los poemas recogidos no piden un juicio histórico, clasificatorio, sino más bien novelístico; algo así como una historia narrada en poemas. Y es preciso decir que el Grupo queda retratado con impecable talento. Incluso aquellos poetas que uno nunca pudo leer con gusto adquieren en esta antología un sesgo nuevo, un atractivo insospechado al aparecer como protagonistas de la historia urdida por Hortelano. Desaparecen los prejuicios que un trato excesivo acaba por suscitar, las antipatías inevitables, la mezquina labor de la vida social que ha ido deformando la imagen de estos poetas; todo se borra de la memoria gracias a un observador exquisito. El resultado es una sorpresa: un poema de diez poetas, una voz única que relata, se burla, exulta o gime su experiencia paso a paso. Un larguísimo poema que utiliza diez personajes para expresarse y explicar con inteligencia, honestidad y humor sus últimos treinta años de vida.

Ya en el prólogo Hortelano pugna por escribir el guión de una novela que comienza en 1936, cuando Dios reveló una fotografía en la que se veía un grupo de diez niños que iban a escribir poemas. La novela consta de tres capítulos: la infancia, el brutal conocimiento de la muerte, el hambre, el frío y la libertad; la adolescencia autodidacta, sórdida, rebelde y aislada; la madurez escéptica, sabia y socarrona. Hortelano conoce bien ese argumento; por ahora nos lo da en antología, pero quizá se anime a escribir una versión más extensa. De momento él es uno del Grupo; es el narrador y, por tanto, algo más zorruno, más afilado que sus colegas, pero, como ellos, moralista, ciudadano esencialmente ético.

Bastaría con hacer una lista de los rasgos de carácter que Hortelano presta a su personaje, a esos diez trasuntos de una sola voz, para comprender que lo unitivo fue la conducta, el apego a una moral de la que jamás se apearon y siguen sin apearse. Aquellos niños que conocieron la muerte y la libertad (dato sumamente importante) en tan temprana hora, fueron luego autodidactas por necesidad, frente a un poder ignaro y sanguinario, se vieron obligados al así lamiento social, cultivando, en compensación, la amistad como único valor sentimental verdadero; el escepticismo ante otras ideologías más optimistas les impidió militar de modo decisivo en ningún partido, pero tampoco fueron anticomunistas; predominó en ellos una obsesión por la transitoriedad, la mortalidad, y, sobre todo, tenían la certeza de que el entendimiento es omnipotente. Añádase a este catecismo del sentido común la pretensión universalista (eran ciudadanos del mundo, no españoles, ni mucho menos catalanes o andaluces) y la voluntad de no quebrar en ningún momento los usos estéticos tradicionales: se habrá obtenido el retrato robot del estoico.

¿Había otra posibilidad? La generación anterior había hecho la guerra, el Grupo soportó la paz. Fueron esclavos de un amo que les sometía por la fuerza, sin autoridad. Sabían que era posible vivir de otro modo, pues habían conocido la libertad, pero no concebían los medios adecuados para conquistarla. Despreciaban a quien les aplastaba porque sabían que también él, Francisco Franco, era un esclavo. Pero Franco, a diferencia de Hitler y Mussolini, había conquistado su tiranía mediante la guerra y no se podía luchar contra él sin poner en juego la vida. Y estos poetas no se jugaron la vida; la estimaban más que a ninguna otra cosa, su poesía habla de ello una y otra vez. De modo que practicaron una rebeldía controlada, mantuvieron en seguridad algunos espacios a los que retirarse en caso de peligro; en su poesía predominó lo íntimo, incluso lo doméstico. Su actuación política fue testimonial u ornamental, según los casos, pero nunca específicamente real. Que el sarcasmo adquiriera cada vez mayor importancia en su poesía era algo perfectamente previsible. Del escepticismo al nihilismo hay un paso. El último libro de Ángel González es una estupenda humorada que, a veces, se concentra, quizá porque duele más, en un chiste, como en esas Glosas a Heráclito, y el último libro de Gil de Biedma se titula Poemas póstumos.

Pero la ensoñación estoica, la resignación engalanada por la retórica del amor a la vida, no es sólo un factor político; es también, claro está, un decisivo factor poético. El rechazo del romanticismo, es decir, la defensa del sentido común, abortó la posibilidad de una lírica realmente universal o, por lo menos, de una poesía que excediera el ámbito delimitado por el entendimiento y los usos sociales. Sus semejantes no son Baudelaire, Pound o Hölderlin; son Valery, Eliot o Pavese. Y no me refiero a los aspectos estrictamente técnicos; todos los poetas del Grupo son excelentes técnicos y en algún caso (Gil de Biedma) con un oficio superior a todo lo aparecido desde Machado. Trato más bien de hablar sobre los motivos de sus poemas, sobre sus orígenes, sus representaciones, sus fantasmas, ya que Hortelano así lo plantea, así nos lo propone, como retrato de un Grupo y no de una generación.

Ahora bien, es obligado hacer tres excepciones. Valverde es un poeta religioso; coincide con los otros en algunos puntos, pero se aparta abismalmente por la fe. Valverde podría haber superado el límite del entendimiento de haber tenido otro dios, pero el suyo es Uno y difícilmente admite relaciones que no estén ya previstas por la ley Brines y Rodríguez tampoco se parecen a los restantes miembros del Grupo. Nada de lo dicho sobre el rechazo del romanticismo se les puede aplicar. Unir a Goytisolo con Rodríguez, el poeta más profundo, más metafísico, que ha producido Castilla en los últimos treinta años, requiere un genio de la cirugía estética. Pero, en cambio, falta uno; en la fotografía hay un hueco. Comprendo que la Lengua es una propiedad privada, un derecho sagrado, pero en esta antología falta Gabriel Ferrater. Juan Hortelano se ha doblegado ante una convención irrelevante, pues él trataba de hacer un retrato literario, no una escuela histórica. Como en el caso de Heine, alma francesa escrita en alemán, Ferrater fue la figura más representativa del Grupo, quien más radicalmente, con mayor valentía y superior calidad (suele ir unido) llevó a cabo los presupuestos que Hortelano presta a su personaje, hasta el punto de ser el único que los superó. Ferrater, sin dejar de hablar de sí mismo, de su alcoba, de su cepillo de dientes, de su excursión a La Molina, parece estar hablando de otra cosa, de un loco, de un iluminado, de alguien que está más allá de su propia experiencia.

Ahora debemos sentarnos a esperar obras más corrosivas, si es que el Grupo mantiene su coherencia al adentrarse en la vejez. Esa va a ser su próxima experiencia, y se trata de poetas que hablan de su experiencia más personal y privada. Ferrater escribió prematuramente su parte de este capítulo; tampoco Costafreda deberá responder de sus cincuenta años. Pero los que siguen con vida (y todos ellos han publicado en los últimos dos años), pueden alcanzar una frontera que, de momento, sólo Ferrater franqueó. O pueden ser descritos por un novelista que les preste lo que ellos no pudieron dar.

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Sobre la firma

Félix de Azúa
Nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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