La historia, del País Valenciano, en los montajes del Grup Carnestoltes
Cuatro décadas de represión sistemática de cuanto supusiera un cuestionamiento del «orden oficial» han creado la conciencia equivoca de un culpable cercano y omnímodo: el franquismo. De ahí que muchos esperaran la desaparición física de su fundador como una especie de panacea que nos salvaría de todos los males. Sin embargo, la mayoría de los problemas (y entre ellos el que nos ocupa: la anulación de las culturas nacionales en el interior del Estado español) son resultado de un largo proceso que los últimos cuarenta años no han hecho sino asumir y potenciar.
El teatro independiente de las distintas nacionalidades (el único, por otra parte, existente en ellas) asumió una responsabilidad que en circunstancias normales no hubiera debido ser la suya, haciendo de su práctica escénica un conglomerado de prensa diaria, tribuna política y seminario de investigación histórica. A veces el propio teatro ha salido perjudicado. La falta de medios y lo ambicioso del proyecto obligaban a dejar en un segundo plano cuestiones tan imprescindibles como son el trabajo del cuerpo y la voz en el actor, el movimiento escenográfico o el papel del vestuario y la caracterización, por ejemplo.Hay grupos, sin embargo, que han sabido aunar ambos planos y sin obviar el desafío de ser la alternativa a una conciencia crítica inexistente, investigar teatralmente cada propuesta. En el País Valenciano cabría citar nombres como El Rogle, Uevo, Ubu Blau, alguno ya desaparecido por las dificultades del medio, Carnestoltes, fundado en 1975, con una continuidad y tenacidad poco habituales en el terreno del teatro independiente, vienen trabajando desde entonces, habiendo realizado hasta el presente tres montajes, L'hort dels cirerers (1975), Jordi Babau (1976) y Memories de la coentor (1977).
Fiel al principio de que es necesario recomprender la realidad para poder transformarla, el Grup Carnestoltes lleva a cabo su trabajo escénico con ese fin primordial, de ahí el carácter de relectura de la historia del País Valenciano que poseen los tres montajes que ha realizado desde su fundación; carácter que no sólo otorga coherencia a su labor, sino que le concede, además, una importancia objetiva que excede ampliamente el campo estricto de lo teatral. Si L'hort dels cirerers buscaba analizar el papel de los grandes terratenientes valencianos a través de la decadencia de una familia, tomando como punto de partida El jardín de los cerezos, de Chejov, y Jordi Babau centraba su análisis en el intento de ascensión extraclase de un pequeño propietario (el texto tomado como material de origen era, en este caso un clásico de Moliére, Georges Daddin), Memories de la coentor cierra el ciclo, desplazando el eje de referencia a un terreno más cercano a nuestra realidad: el período histórico que abarca los últimos treinta años del siglo XIX en el País Valenciano. El autor elegido es ahora Escalante, tan extranjero para la cultura oficial del País Valenciano como puedan serlo Moliére o Chejov. Su función como referente es, en este sentido, más rica en cuanto a significación: por una parte subraya la existencia de «otra» tradición, diferente de la oficialmente única, castellana, en el País Valenciano.
Carnestoltes ha elegido en esta ocasión frente al naturalismo crítico de los dos montajes anteriores como armazón estructurante, las formas teatrales del music-hall, presentando a una compañía que hace teatro y que, con un ritmo alucinante y agotador para sus escasos ocho actores, construye mediante sketches una suerte de retablo. Los fragmentos de Escalante (así como el resto de textos utilizados para el collage escénico) son contextualizados por boca de un presentador que asume el doble papel de hilo unificador y de elemento distanciador, en el más puro sentido brechtiano. La existencia de dicho presentador como contrapunto hace que la representación de los sainetes no quede en la mera reproducción de los originales, sin necesidad de manipular su lenguaje ni las técnicas que lo definen como género. Me parece un gran acierto de Carnestoltes no haber pretendido intelectualizar el sainete, politizando desde fuera unas formas supuestamente apolíticas, nacidas para la simple diversión; su montaje, contextualizado cuando ocurre en escena, muestra el sainete como lo que siempre fue, una forma específica de lenguaje político. Lo que en él existe de vulgar queda subsumido en la paralela función crítica, que Carnestoltes le hace cumplir. En cierta medida podemos resumir esto diciendo que no se utiliza «un lenguaje degradado», sino «el lenguaje de la degradación».
Precisamente este carácter continuamente político del discurso de Memóries de la coentor es el que permite que la segunda mitad del segundo acto cambie el tono festivo e hilarante por uno de tintes dramáticos sin que exista ruptura de ritmo ni de clima.
Babelia
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