Buñuel dos veces
La edad de oro nos lleva con sus imágenes imprecisas, como roídas por el tiempo, hasta una época ya clásica, lejana como el mismo nacimiento del cine. Por entonces este Buñuel de hoy, fustigador de terroristas en su último filme, y este Dalí católico, apostólico y romano formaban, con André Bretón, la vanguardia del surrealismo más agresivo.De igual modo que otros espíritus contemporáneos supieron ver en el cine un amplio campo de posibilidades políticas, ambos artistas españoles comprendieron pronto su valor para revelar el mundo desordenado y a la vez sugerente de lo onírico en la asidua indagación del subconsciente. Ningún otro arte mejor que el cine con su técnica agresiva y personal para dar forma al manifiesto de Luis Aragón según el cual el vicio del surrealismo venía a ser «el empleo caótico y pasional del estupefaciente que llamamos imagen».
La edad de oro
Dirección: Luis Buñuel Guión: Luis Buñuel Fotografía: Albert Duverger Montaje: Luis Buñuel Intérpretes: Lya Lis, Gaston Modot, Pancho Cossío, Llorens Artigas. Simón del desierto. Argumento y guión: Luis Buñuel y Julio Alejandro. Fotografía: Gabriel Figueroa Música: Raúl Lavista y Tambores de Calanda. Director: Luis Buñuel. Intérpretes: Claudio Brook, Sylvia Pinal, Jesús Fernández. Blanco y negro Local de estreno: cine Bellas Artes.
Caótica y personal se nos ofrece, pues, esta edad de oro en donde la violencia del amor corre en pugna con la sociedad en torno, contra mitos sociales y prejuicios católicos. Todos los temas que nutrirán más tarde los filmes de Buñuel se hallan en ella entre referencias a Freud o Sade, mostrándonos al hombre encadenado por servidumbres maternas, ligazones de amor o vínculos sociales. Desde los ya míticos tambores de Calanda hasta su tradicional simbología, Dalí y Buñuel ya aparecen entre esqueletos de obispos y ataques a la Iglesia, a la vez pesimistas y exaltados. Para los estudiosos, exégetas o críticos la influencia del surrealismo en el cine posterior aparece evidente sobre todo en cierto tipo de humor, aspecto que el público de hoy capta mejor quizá que el de su tiempo, asombrado por tales desmanes, campo abonado para el escándalo de su día de estreno.
Tras esta dorada edad, Simón del desierto, más en la línea de La Vía Láctea, nos acerca a otra de las obsesiones de Buñuel: su enfrentamiento con la divinidad, en esta ocasión a través de la ascética que deberá alejar al hombre de tentaciones terrenales. En balde el diablo se obstina con repetidas tentaciones. Bajo múltiples formas lo intenta; disfraces que sólo servirán para acentuar la aversión hacia la mujer, en tanto le aproximan a la verdadera razón de su interior conflicto: el amor por la madre que al pie de la columna elegida como lugar de soledad espera a su vez el premio de un incestuoso desenlace.
De nuevo aquí los símbolos, los tiempos, se mezclan y confunden a través de la anécdota, llevándonos desde su soledad de anacoreta hasta la Nueva York actual, resumen de la historia a la que sirve también de final imprevisto. De nuevo entre el franco humor y la brillante alegoría, sobre temas muy suyos, enriquecidos por un escenario personal y mágico, Buñuel nos recrea y se recrea una vez más con su dominio y la riqueza de un arte que en sus manos parece recién inventado para mostrarnos al hombre atormentado en sus más íntimos conflictos interiores.
Hoy, lejos de sus primitivas estructuras narrativas, cumplido en la edad y el arte, Buñuel se nos muestra más contenido, menos acre. Sin embargo, perdura en su modo de entender el cine, tal como en estos dos filmes, como liberador de sueños, como crítico de burgueses estamentos en busca de la libertad de expresión total, siempre en pugna con las normas sociales. A través de estas dos obras complementarias y a la vez dispares, reconocemos al Buñuel único y solitario que, sucediéndose a sí mismo, permanece y perdura. Como sus obras y sus héroes -Nazarin, Simón o Viridiana-, viviendo y recreando el mundo a su medida.
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