Legislar la historia
EL PROFESOR Juan Marichal publicó en las páginas de este periódico, en el mes de julio del pasado año, la razonada sugerencia de que los restos mortales de los dos presidentes de la II República, fallecidos ambos en el exilio, fueran trasladados a tierra española, con todas las honras reglamentarias apropiadas a los titulares de tan alta magistratura, para su definitiva inhumación. El ilustre escritor y catedrático apuntaba, con argumentos difícilmente rebatibles, que ese homenaje póstumo, propiciado por la Corona, sería un paso más hacia esa legalización de la historia que permita a todos los españoles asumir enteramente su pasado, sin exclusiones ni especiales usufructos. Efectivamente, las figuras de don Niceto Alcalá-Zamora y de don Manuel Azaña, elegidos en su día por los representantes legales del pueblo español, son los símbolos de un período que la Monarquía democrática española debe contemplar sin antagonismos históricos. Al igual que deben hacerlo con la figura de Alfonso XIII, otro símbolo de una época irrenunciable de nuestra historia contemporánea, cuyos restos mortales yacen todavía en tierra extranjera, los herederos de los partidos que hace medio siglo combatieron al abuelo del actual Rey.Esto exige un cambio fundamental en la actitud con la que contemplamos nuestro pasado, que sólo vivieron como presente una reducida minoría de los ciudadanos que hoy pueden ejercer sus derechos cívicos. Sin necesidad de olvidar los aciertos y errores de los grandes protagonistas de nuestra vida pública, o de simular ignorancia sobre sus tomas de posición y sus compromisos ideológicos, es preciso despolitizar, en el sentido partidario de la expresión, su memoria, para situarla en ese «panteón imaginario», parafraseando a Malraux, que resume el decurso inmodificable de la historia de España.
Por esta razón resulta sorprendente y doloroso que la repatriación de los restos mortales de don Francisco Largo Caballero, presidente del Gobierno en los primeros meses de la guerra civil y figura indisociablemente unida a la historia del PSOE y de la UGT, haya provocado airadas reacciones en algunos medios que parecen dispuestos a utilizar el pasado para hacer política durante el presente. No se trata, repetimos, de borrar la memoria histórica, sino de distinguir entre aquello que pertenece a la materia con la que se forja la unidad y la continuidad de un pueblo y aquello que corresponde al terreno de lo opinable y controvertible.
La vida pública de Largo Caballero, guiada por la dedicación a la causa de su partido y de su central sindical, puede ser examinada desde distintos ángulos y valorada de diferente manera, tanto por las diferentes etapas que la componen -su participación en la huelga de 1917, su colaboración con la dictadura de Primo de Rivera, su gestión como ministro de Trabajo durante la República, su liderazgo en la inmediata preguerra de la izquierda socialista, su internamiento en un campo de concentración nazi durante el exilio- como por la ideología de quien formule los juicios. Lo mismo puede decirse de las grandes personalidades de nuestro pasado, entre ellos Alfonso XIII, Alcalá-Zamora y Azaña. Pero el carácter debatible de sus actitudes o comportamientos en ese terreno ninguna relación guarda con el respeto que su memoria debe merecer a todos los españoles, que de una u otra forma, somos herederos forzosos de un pasado que ellos contribuyeron a forjar y que es ya irrenunciable.
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