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La cocaína y la marihuana, piezas claves en la economía colombiana

Los ingresos que el crimen organizado, sobre todo el tráfico de estupefacientes, aportan a la economía de Colombia son tan altos que las estadísticas se han visto obligadas el año pasado a registrarlos como los segundos en importancia, después del café. Colombia recibió en 1977 por sus exportaciones cafeteras dólares equivalentes a 115.000 millones de pesetas.

Los cálculos más realistas señalan que las ventas de marihuana y cocaína en los mercados exteriores produjeron a Colombia 100.000 millones de pesetas, en dólares.En los presupuestos del Estado figura una partida llamada «ingresos por servicios», que ha pasado de cien millones de dólares, en 1972, a cerca de novecientos, en 1977; en ella se engloban las divisas «controladas» procedentes del tráfico de drogas.

En Colombia, las drogas son las directamente causantes de la alta tasa de inflación que arrastra el país -el 29 % el año pasado-, pero también han contribuido a paliar uno de los más graves males que, tradicionalmente, padece la nación: el desempleo. Afortunadamente, la mayoría de los traficantes no exportan el producto de sus ganancias a Suiza, sino que fundan industrias, construyen bloques de viviendas, emplean a miles de braceros; en suma, generan riqueza.

Quizá sea esta una de las razones por las que la lucha oficial contra la producción y venta de cocaína y marihuana es, en Colombia, tan escasa. El propio Gobierno reconoce que solamente intercepta una décima parte de los envíos que se hacen desde Colombia a Estados Unidos, Venezuela y Brasil.

Pueblos enteros viven de las drogas, sobre todo en la zona fronteriza con Venezuela. En La Goajira, una aldea cercana a Riohacha, donde se centraliza la mayor actividad de los traficantes, la policía descubrió el año pasado que en cada una de las casas de los 1.200 habitantes del pueblo estaba guardado un fardo de lo que constituyó el mayor alijo de marihuana jamás descubierto: 165 toneladas. La acción policial estuvo a punto de producir una rebelión en el pueblo.

Los traficantes (los padrinos o capos, como se les conoce en Colombia, aunque no tienen nada que ver con la mafia), han conformado una nueva clase dirigente, económica y políticamente muy poderosa. Con sus enormes ganancias corrompen policías, jueces, diputados, se aseguran votos, concesiones de obras, influencias. Se pasean en lujosísimos automóviles y viven en mansiones que hacen palidecer a los viejos palacios.

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La producción y exportación depende, en gran medida, del mercado norteamericano. En los últimos tres años, la cocaína parece haber desplazado a la marihuana y a la heroína en los gustos de los consumidores estadounidenses y, consecuentemente, han variado los procesos colombianos de abastecimiento, hasta hace muy poco basados fundamentalmente en la marihuana.

El 75 % de la cocaína consumida en Estados Unidos procede de Colombia, que, paradójicamente, apenas tiene materia prima para producirla. Las hojas de la mata de coca colombiana son de mala calidad y, por esta razón, los industriales del ramo compran la pasta de coca en Bolivia o Perú (para producir un kilogramo de pasta son necesarios 125 kilos de hojas de coca. Bolivia, donde el cultivo de la coca es legal y su consumo en hojas, a manera de tabaco, generalizado, produce 35.000 toneladas anuales de hojas).

La pasta se procesa en laboratorios clandestinos colombianos hasta obtener el clorhidrato de cocaína, apto para el consumo. Una idea de las enormes ganancias de este mercado la da el hecho de que los traficantes compran un kilo de pasta por 400.000 pesetas y, una vez procesado, lo venden por cuatro millones.

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