La abolición de la pena capital no es divisible
EN LA toma de posesión de Carlos García Valdés (un decidido y explícito abolicionista) como director general de Instituciones Penitenciarias, el ministro de Justicia ha emplazado para el 15 de mayo la culminación del proyecto de ley de reforma penitenciaria. Al tiempo, fuentes políticas solventes estiman que el departamento de Justicia tiene prácticamente ultimado un proyecto de ley relativamente abolicionista sobre la pena capital, que podría ser despachado en un próximo Consejo de Ministros. A lo que parece, la intención del Gobierno sería la de mantener la última pena para determinados delitos terroristas de cuya comisión se deriven pérdidas de vidas humanas. Esta es, ciertamente, la filosofía de la Unión de Centro Democrático, ya expuesta por Landelino Lavilla en algún debate del Congreso: abolir la pena de muerte por etapas.La reforma de los códigos y la penitenciaria son, obviamente, inseparables. Y toda la energía desplegada por el asesinado Jesús Haddad y el indudable empeño y credibilidad con que García Valdés accede a tan dificil puesto pueden tropezar seriamente con un entendimiento restrictivo de la adecuación del obsoleto Código Penal. Y poco cabe esperar a este respecto si existen titubeos o se estudian graduaciones en torno a cuestiones como la erradicación de la muerte del abanico punitivo de la justicia.
Si se aborda el tema de la pena de muerte aislándolo del resto de las reformas del Código Penal resultará mal precedente un gradualismo en su abolición. A más de que a este respecto el abolicionismo es indivisible. Se puede argumentar -torpemente- que el abolicionismo es socialmente ineficaz, dado que los asesinos siguen matando; puede argumentarse con mayor arreglo a la lógica que la pena de muerte dictada por el cuerpo social jamás ha amedrentando a los asesinos, a la par de ser ética y moralmente cuestionable. Ahora, reservar la pena capital para los terroristas que originen muertes sólo serviría para mitificar indirectamente esta tipología criminal. De una vez por todas la sociedad ha de eliminar la pena de muerte de sus códigos punitivos en la conciencia de que el crimen es irradicable, pero dejando exclusivamente en manos de los asesinos la responsabilidad del derramamiento de sangre.
Presumibiemente casi todo está ya expuesto sobre la necesidad y la justicia de abolir la última pena, a excepción de en determinados delitos castrenses cometidos por militares y siempre en caso de guerra. Este es un tema diferente en el que entra el factor de una profesión peculiar que en el ejercicio de su oficio soslaya el derecho natural que autoriza a los civiles a huir de los peligros físicos. Pero al margen de los códigos militares tiene escaso fundamento el abolicionismo por escalones.
Y en la hora de abordar la abolición de la pena capital no debe dejar de contemplarse su actual secuela inmediata en caso de indulto: la cadena perpetua, establecida en el caso español en treinta años de reclusión sin posibilidad alguna de acortamiento de la pena. Los directores de las prisiones pueden dar fe de la imposibilidad de recuperar socialmente a quien, sea cual fuera su comportamiento, tiene por delante treinta años de encierro.
El nombramiento de Carlos García Valdés ha sido la respuesta inteligente del Gobierno, que no ha aceptado la provocación de los asesinos de Jesús Haddad. Ahora la terminación de la reforma penitenciaria, sumada a la completa abolición de la pena capital y del concepto de cadena perpetua, llevarán definitivamente al ánimo de la sociedad entera, y particularmente de los presos y sus familiares, que la transformación penal-penitenciaria es un compromiso serio con una nueva sociedad y un nuevo entendimiento de lo que dentro de ella debe ser el castigo colectivo.
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